De un lado, Emílio D’Ângelo: un mafioso frío, calculador, con cicatrices en el rostro y en el alma. En su pasado, una niña le salvó la vida… y él jamás olvidó aquella mirada.
Del otro lado, Paola, la gemela buena: dulce, amable, ignorada por su padre y por su hermana, Pérla, su gemela egoísta y arrogante. Pérla había sido prometida al Don, pero al ver sus cicatrices huyó sin mirar atrás. Ahora, Paola deberá ocupar su lugar para salvar la vida de su familia.
¿Podrá soportar la frialdad y la crueldad del Don?
Descúbrelo en esta nueva historia, un romance dulce, sin escenas explícitas ni violencia extrema.
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Capítulo 12
A la mañana siguiente, la mansión estaba envuelta en una serenidad casi rara. El sol entraba por las grandes ventanas, esparciendo un brillo dorado que calentaba el mármol del suelo y el aroma suave de las flores recién cortadas que adornaban los corredores. En el jardín, risas infantiles resonaban: Vítor y Vitória corrían tras las mariposas, bajo las miradas atentas y cómplices de las dos abuelas, que no se cansaban de mimarlos.
Dentro de la casa, Paola aprovechaba unos minutos de silencio. Caminaba despacio por los corredores, los pies casi sin hacer ruido, hasta que, al subir las escaleras, oyó voces provenientes de la sala de estar. Reconoció inmediatamente el timbre calmo y firme de Laura conversando con su hermano.
La curiosidad la dominó. Paola vaciló por un instante, pero acabó sentándose en los escalones, discreta, casi invisible, sin coraje para interrumpir e incapaz de simplemente alejarse.
—Emílio… —comenzó Laura, en un tono directo, pero sereno—. Necesito saber la verdad. ¿Cuáles son, de hecho, tus sentimientos por Paola? La trajiste de vuelta, la arrancaste de la vida que había construido en Rusia… ¿pero y ahora? ¿Qué realmente deseas de ella?
Siguió un silencio pesado, tan denso que Paola contuvo la respiración. Él tardó en responder. Cuando finalmente habló, la voz salió grave, cargada de algo que mezclaba dolor y devoción.
—Laura… desde el día en que Paola me salvó, cuando yo no era más que un chico perdido y asustado, ella se convirtió en todo para mí. Ella fue la primera luz en mi oscuridad, la única capaz de despertar amor dentro de mí. No existe otra… nunca existirá.
Paola sintió el corazón dar un salto.
Laura mantuvo los ojos fijos en él, evaluando cada palabra, como si buscara la verdad escondida detrás de ellas.
—Sé que la herí —continuó Emílio, la voz más firme, pero aún embargada—. Sé que la marqué de maneras que tal vez nunca sean borradas. Pero voy a luchar con todo lo que tengo, y por el tiempo que sea preciso, para conquistarla de verdad. No quiero solo que vuelva a ser mi esposa en el papel… quiero que ella me ame. Quiero ser digno de su corazón. Sin miedo. Sin reservas. Sin fantasmas del pasado entre nosotros.
Los labios de Laura se curvaron en una sonrisa leve, emocionada, casi orgullosa.
—Entonces díselo a ella, Emílio. No escondas lo que sientes. Paola necesita oírlo de ti… no solo percibirlo en tus gestos.
Él respiró hondo, como quien cargaba un peso invisible.
—Voy a esperar, Laura. No voy a presionarla. Quiero que sea en su tiempo. Cuando Paola decida entregarse, va a ser porque confía en mí… porque me ama de verdad.
Un silencio lleno de significado flotó entre los dos.
En la escalera, Paola cerró los ojos con fuerza, como si las palabras de él fueran un golpe certero en sus murallas. El corazón martillaba descompasado, y cada frase de Emílio atravesaba sus defensas como un bálsamo ardiente —dolía, pero al mismo tiempo curaba.
Las lágrimas brotaron solas, calientes, corriendo por las mejillas sin que ella pudiera impedirlo. Pero, por primera vez en mucho tiempo, no eran lágrimas de dolor o resentimiento… eran lágrimas de esperanza.
En aquel instante, algo dentro de ella se transformó. Paola supo que tomaría una decisión. No sería fácil, no sería inmediato —las cicatrices aún estaban allí. Pero, por primera vez, creía que podrían reconstruir. Que de las ruinas del pasado, aún podría nacer un hogar verdadero, un amor sin cadenas, sin máscaras, sin miedo.
Con un suspiro trémulo, se levantó despacio. El corazón latía tan fuerte que parecía querer saltar del pecho. Volvió para el cuarto, los pasos inciertos, pero la mente tomada por una certeza: en breve, daría el paso más difícil de su vida —y también el más verdadero.