A sus 19 años, arina de lucas parece ser una estudiante común: bonita, callada y aplicada. Trabaja en la cafetería de su abuelo y aparenta ser una joven más de preparatoria. Pero bajo esa máscara se esconde la futura heredera de un poderoso imperio criminal. Entrenada en artes marciales, fría cuando debe serlo y con un corazón marcado por el rechazo de sus propios padres, dirige en secreto a los hombres de su abuelo, el único que la valora.
Del otro lado está ethan moretti, de 21 años. Inteligente, atractivo, respetuoso y aparentemente un estudiante modelo. Sin embargo, también arrastra un legado: pertenece a otra familia mafiosa rival, dirigida por su abuelo, que pretende heredarle el trono del poder. A diferencia de la chica, sus padres sí conocen la verdad, aunque intentan disimularlo bajo la máscara de ejecutivos ejemplares.
Lo que ninguno sospecha es que sus vidas están unidas por un destino retorcido: enemigos en la sombra, pero vecinos en la vida real.
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capitulo 12
Cuando ethan volvió, ya no la miraba ni le hablaba, como si de pronto ella hubiera dejado de existir. Esa indiferencia dolía más de lo que estaba dispuesta a admitir.
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Al medio, tras las clases de deportes, Ariana se equivocó de vestidor al distraerse revisando su celular. Abrió la puerta y se congeló en el sitio.
Ethan estaba allí, quitándose la camiseta. Su torso estaba vendado casi por completo, revelando heridas y cicatrices que hablaban de peleas recientes. Ariana sintió que el aire le faltaba, una mezcla de preocupación y algo que no quería aceptar se arremolinó en su pecho.
Él la miró al instante, sorprendido al principio, pero luego esbozó una sonrisa ladeada.
Ariana, con el rostro encendido como nunca, balbuceó algo ininteligible y salió corriendo antes de que él dijera nada.
Ethan se quedó de pie, terminando de acomodarse los vendajes, y rió para sí mismo.
—Ethan pensando, con tono burlón.
—Me viste casi desnudo en la cabaña… y ahora, con solo verme así, sales corriendo. Qué contradicción, Ariana.
Se ajustó la camisa, todavía con esa sonrisa en los labios, seguro de que ese accidente marcaría un antes y un después en la forma en que ella lo veía...
El sol del mediodía caía fuerte sobre la cancha de baloncesto. La clase de educación física reunía a todos los estudiantes, entre ellos Ariana, que trataba de concentrarse en el juego aunque sabía que Isabella y su grupo estaban tramando algo. Las risitas y miradas de reojo eran demasiado evidentes.
Ethan estaba allí también, junto a sus amigos. Aunque fingía indiferencia, sus ojos no perdían detalle de lo que ocurría alrededor de Ariana.
El profesor lanzó la pelota al aire y el partido comenzó. Todo parecía normal, hasta que Isabella, con un gesto sutil, hizo una señal a dos de sus cómplices. La idea era simple: lanzar el balón con fuerza, directo hacia Ariana, para humillarla frente a todos.
Uno de los chicos tomó la pelota, fingió un pase y, de repente, disparó con toda su fuerza hacia Ariana. El balón salió disparado, rápido, implacable.
En una fracción de segundo, Ethan reaccionó. Su cuerpo se interpuso justo a tiempo, protegiendo a Ariana. El impacto resonó en la cancha con un golpe seco, y el balón rebotó lejos.
El murmullo entre los estudiantes fue inmediato.
—¡Ethan! —exclamaron algunos, sorprendidos.
Ariana lo miró con los ojos muy abiertos, aún paralizada por lo que acababa de pasar. Ethan estaba justo frente a ella, tan cerca que casi podía sentir su respiración. Por un instante, el mundo se detuvo.
Entonces, Ariana lo notó: un gesto de dolor fugaz, apenas perceptible para cualquiera, pero inconfundible para sus ojos atentos. Ethan apretó los dientes, su espalda se arqueó un poco y su mano se cerró en un puño. El balón no solo lo había golpeado… había caído justo en la zona donde llevaba heridas aún abiertas, cicatrices de una batalla que nadie en la escuela sabía que existía.
—¿Estás… bien? —preguntó Ariana en un susurro, incapaz de ocultar la preocupación.
Ethan no respondió. Su mirada oscura se hundió en los ojos verdes de ella, como si intentara decirle algo sin palabras. Por un momento, parecían los únicos en la cancha.
Los demás, en cambio, apenas notaban lo que realmente pasaba. Algunos reían, otros cuchicheaban. Isabella, desde el otro extremo, contenía una sonrisa maliciosa al ver que su plan casi había resultado… aunque no esperaba que Ethan interviniera.
El profesor, al percatarse del golpe, se acercó rápidamente.
—¿Todo bien, Moretti? —preguntó.
Ethan, forzando su voz firme, respondió:
—Sí… estoy bien.
Pero Ariana sabía la verdad. Lo había visto, lo había sentido: ese golpe lo había herido más de lo que cualquiera sospechaba. Y aun así, él se había puesto delante de ella.
Mientras los demás retomaban el juego, Ariana no pudo apartar la vista de él. Había muchas cosas que no entendía… pero lo que acababa de presenciar era innegable: Ethan estaba dispuesto a soportar el dolor por protegerla.
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El bullicio del pasillo escolar se sentía más fuerte de lo normal. Ariana caminaba junto a sus amigas, intentando aparentar normalidad, aunque por dentro seguía rota por la indiferencia de Ethan. Y ahí estaba él.
Ethan estaba como siempre en el pasillo de la escuela. Su porte era el mismo, imponente, pero algo había cambiado en su mirada: fría, distante, como si hubiera decidido levantar un muro a su alrededor. Ariana, al verlo, sintió un nudo en el pecho. Se preparó para que sus ojos se cruzaran con los de él, pero Ethan pasó de largo, ignorándola por completo, como si fuera invisible.
Los amigos de Ethan se miraron entre sí, confundidos.
—Oye, ¿qué te pasa, hermano? —le preguntó Marco, uno de los más cercanos.
—Antes no dejabas de molestar a Ariana, y ahora ni la miras —añadió otro, incrédulo.
Ethan solo apretó la mandíbula y siguió caminando sin responder.
En ese momento, una chica de cabello castaño oscuro y sonrisa encantadora pasó cerca de él. Su nombre era Valeria. Sin detenerse, saludó con una ligera inclinación de cabeza, y Ethan, por primera vez en días, levantó apenas la mirada hacia alguien. No hubo palabras, pero el gesto fue suficiente para encender las chispas de los rumores.
Jhonar, que no perdió la oportunidad, lanzó su comentario venenoso con una sonrisa burlona:
—¿Qué pasó, Moretti? ¿Ya cambiaste de objetivo?
El pasillo estalló en risas contenidas, y Ariana sintió que el aire se le escapaba. Pero en lugar de derrumbarse, respiró hondo, levantó la barbilla y volvió a ser la Ariana fuerte que todos temían. Se giró, buscando a Ethan entre la multitud, y cuando lo encontró, lo sostuvo con la mirada. Esta vez, él sí la miró de frente. No dijo una sola palabra, pero sus ojos hablaron en un idioma que solo ella comprendía: algo estaba pasando.
La tensión quedó suspendida en el aire.
Horas más tarde, en un rincón apartado del colegio, Isabella se reunió con Jhonar. Su voz, cargada de impaciencia, rompió el silencio:
—¿Cómo va el plan? Ya tengo el lugar, todo está listo.
Jhonar bufó con frustración.
—No es tan fácil como piensas. Esa idiota… esa perra todavía no me hace caso. Y para colmo, el metido de Ethan anda detrás, vigilando. Creo que sospecha que todo es una farsa, que es pura maldad.
Hizo una pausa, torciendo una sonrisa oscura.
—Aunque tal vez me deje el camino libre, parece que ya anda con otra.
Los ojos de Isabella se abrieron de par en par. La rabia le recorrió el cuerpo como fuego.
—¡¿Otra?! —escupió, apretando los puños—. No, Jhonar, no podemos perder más tiempo.
En ese instante, sin que ninguno de los dos lo notara, Ethan estaba escondido tras una pared cercana, escuchando cada palabra. Su expresión endureció aún más. Todo lo que sospechaba de Jhonar se confirmaba: las mentiras, las intenciones ocultas, la trampa para Ariana.
Isabella, sin bajar el tono de su furia, añadió con voz venenosa:
—Tienes que aligerar el plan. Quiero que Ariana quede en ridículo, no solo aquí en la escuela, sino también afuera. Quiero verla destrozada, humillada frente a todos.
Jhonar sonrió con malicia.
—Será un placer.
Ethan, desde su escondite, cerró los puños con fuerza. Ya no se trataba solo de Ariana… era personal.
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La noche llegó todavía olía a sudor y a polvo de cancha cuando la clase se dispersó. Ethan caminó hacia un rincón donde ya lo esperaban sus amigos más cercanos: Marco, Lucas y Diego. Tenía la espalda tiesa, el rostro aún mostrando el gesto de dolor del golpe, pero la voz firme y controlada.
—Jhonar cree que me está ganando —dijo Ethan con una media sonrisa helada que no llegó a los ojos—. Jajaja. Lo que no sabe es que yo aún no he empezado a mover mis fichas.
Los chicos se quedaron mudos, mirándolo con los ojos bien abiertos; nunca lo habían oído hablar así. Ethan inclinó la cabeza como quien da una orden y siguió:
—Chicos, cuando yo no esté por el tema de ya saben, vigilen a Ariana. Ese tipo solo la quiere usar para dejarla en ridículo delante de todo el mundo.
Hizo una pausa y apretó la mandíbula.
—Saben que tuve un pequeño accidente y debo solucionarlo… puede que me ausente otra vez. Estoy conteniéndome de hacer algo que mis manos preferirían no contener.
La frase flotó en el aire, ominosa. Marco tragó saliva; Lucas miró al suelo. Diego fue el primero en reaccionar, intentando rebajar la tensión con una voz firme pero comprensiva:
—Tranquilo, hermano. No te preocupes por Ariana. Nosotros nos encargamos. Mientras no estés, la cuidamos nosotros. Nadie la va a tocar.
Ethan asintió con lentitud, aceptando la promesa con la frialdad de quien delega responsabilidades como si repartiera piezas en un tablero. Se despidió con un gesto breve y se alejó entre la multitud, su sombra alargándose como una advertencia.
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Minutos después...
Ethan bajó del coche negro en un sector olvidado de la ciudad, donde los postes apenas alumbraban y el aire olía a óxido y humedad. La cena en el restaurante con su familia y la de Isabella era a las nueve… pero antes había un asunto mucho más importante que debía resolver: un problema con la mafia.
El almacén viejo y corroído lo esperaba como un animal dormido. Al entrar, lo recibió el humo denso de los puros y el eco de las botas contra el metal. Allí estaba Don Armando Serrano, con su séquito armado y una sonrisa torcida.
—Llegas tarde, Moretti —gruñó Serrano, su voz ronca y burlona.
Ethan caminó con calma, sus pasos firmes, la chaqueta aún impecable a pesar del ambiente. Su sonrisa ladeada apareció como un filo.
—Nunca llego tarde, Serrano. Yo llego cuando quiero que me escuchen.
Los hombres alrededor se removieron incómodos, apretando las armas.
—Tu arrogancia te va a matar —dijo Serrano, escupiendo al suelo.
Ethan se acercó despacio, hasta quedar frente a él. Su mirada helada lo perforaba.
—La arrogancia mata a los débiles. Yo no soy débil. Estoy aquí porque tus hombres cruzaron mi territorio vendiendo armas. Eso es una falta que no tolero. Y en mi mundo, las faltas se pagan caro.
Con un gesto, Ethan hizo que uno de sus hombres arrastrara una caja de madera. La dejaron caer frente a Serrano con un golpe seco. Al abrirla, Serrano encontró fajos de dinero junto a una pistola negra.
—Ese dinero es lo último que vas a recibir de mi familia —dijo Ethan con voz firme, controlada—. Lo que está al lado, ya sabes para qué sirve. La próxima vez que cruces la línea, no hablaremos de negocios. Hablaremos de funerales.
El silencio fue mortal. Los ojos de Serrano se oscurecieron, conteniendo la rabia, pero también el respeto. Ethan se mantenía erguido, frío, calculador, como si la vida de todos los presentes estuviera en sus manos.
—Tienes agallas, muchacho —dijo Serrano finalmente, apagando el puro contra el borde de la caja—. Pero los que juegan así… no siempre viven para contarlo.
Ethan ladeó la cabeza y sonrió apenas.
—Entonces haz la cuenta, Serrano. Porque yo ya moví mis piezas. Tú solo tienes el tiempo contado.
Dio media vuelta y salió del almacén acompañado de sus hombres. Los murmullos quedaron atrás, mezclados con la certeza de que algo mucho más grande acababa de comenzar.
Al subir al coche, Ethan miró el reloj. Faltaba una hora para la cena con su familia y los padres de Isabella. Se acomodó en el asiento trasero, cerró los ojos un instante y murmuró para sí mismo, con la misma frialdad de siempre:
—Ahora… que empiece el espectáculo.
El motor rugió y el coche se alejó, llevándolo hacia la próxima batalla: el restaurante.
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Una hora después...
Son las nueve de la noche, en un restaurante elegante con luz tenue, la familia de Ethan se sentó frente a la familia de Isabella. Había copas, platos, conversaciones formales; la tensión entre los dos grupos se sentía como una cuerda tensada a punto de romperse. Isabella, radiante de orgullo, buscó la aprobación con la mirada; Ethan la observó como si estudiara un objeto que podría romperse con el más mínimo golpe.
Durante la cena hablaron de banalidades hasta que Ethan, con voz baja y perfectamente medida, lanzó una frase que cortó el aire como un bisturí:
—Hay gestos que delatan lo que una persona es en verdad. Y hay casas que crían a quienes no saben sostener la responsabilidad de un apellido.
La frase no mencionó a Isabella por su nombre, pero la intención quedó clara. Sus ojos fríos se clavaron en ella con la precisión de un veredicto. Isabella sintió la sangre arder; el rubor subió a sus mejillas y, sin pensarlo, tomó la copa de vino que tenía delante y se la arrojó a Ethan en la cara con todo el desprecio contenido. El vino rojo salpicó su camisa y la luz hizo brillar las gotas como si fueran pequeñas cicatrices.
Un silencio brutal cayó sobre la mesa. Ethan cerró los ojos un instante, como si el contacto le hubiera recordado otra herida; luego los abrió y su rostro se transformó en una calma aterradora. Se levantó despacio, la silla raspando el suelo en un sonido que sonó demasiado fuerte.
—No sirves para ser mi mujer —dijo con voz serena, sin gritar, como quien enuncia un hecho irreversible.
Continuará...