En las colinas brumosas de Cotswolds, una mansión ancestral guarda secretos que el tiempo no ha logrado enterrar. Allí, entre jardines silenciosos y corredores que susurran recuerdos, una presencia olvidada despierta.
Aurora fue la mujer más hermosa de su época… y se negó a morir. En su desesperación, selló un pacto prohibido, intercambiando su alma por una belleza eterna. Desde entonces, su espectro recorre la tierra, arrastrado por el deseo, el resentimiento y la maldición de una eternidad sin consuelo.
Una novela gótica que entrelaza amor, ambición, engaño y condena, donde la belleza no es un don, sino una trampa… y lo más hermoso puede ser también lo más peligroso.
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Capítulo 12: "Susurros del Éter Negro"
En las profundidades de la dimensión oscura, un reino donde el vacío era una entidad viva, Dantalion reinaba como un coloso de sombras. El abismo palpitaba con tinieblas que se retorcían como serpientes primordiales, un tapiz infinito de oscuridad. Estrellas muertas flotaban como brasas apagadas, y ríos de éter negro fluían entre grietas que parecían ojos vigilantes, susurrando lamentos de almas condenadas. El tiempo se plegaba como un lienzo roto, y el espacio se expandía con cada pulso de ira divina. Aquí, Dantalion, segundo al mando del rey demoníaco, solo respondía ante Satanás, su presencia doblegando la oscuridad misma.
Sus ojos, pozos de fuego carmesí, estaban fijos en un portal etéreo, un velo ondeante que revelaba el mundo mortal. Allí, en campos bañados por un sol dorado que le repugnaba, Aurora cabalgaba con Lyonel Sinclair. El mortal, con su risa insolente, sostenía a su Aurora, sus manos profanando lo que era suyo por pacto eterno. La sonrisa de ella, cálida y humana, era una traición que ardía como veneno en las venas de Dantalion.
Celos, un sentimiento indigno de su grandeza, lo consumían. Sus puños se cerraron, y el vacío crujió, como si la realidad se fracturara bajo su rabia. Un rugido gutural escapó de su garganta, haciendo temblar las sombras y apagando las estrellas muertas en un estallido silencioso.
El aire se rasgó con un chasquido, y dos demonios menores emergieron: uno, un ente esquelético con cuernos como hoces y alas raídas; el otro, robusto, con garras que rasgaban el éter y una cola viperina. Se acercaron con reverencia fingida, sus voces destilando burla.
—Señor Dantalion —siseó el primero, su voz como escamas contra piedra—, ¿cómo permite que un mortal toque a su reina? ¿Un humano osando profanar lo que es suyo?
El segundo rió, un sonido gutural que resonó en el abismo.
—¿Acaso el gran Dantalion, segundo al rey demoníaco, ha perdido su fuerza? —espetó, con una sonrisa torcida.
La furia de Dantalion estalló como un volcán primordial. Sus ojos carmesí llamearon, y el vacío se contrajo bajo una presión infernal. Las sombras se agitaron en agonía, y los ríos de éter se arremolinaron como un torbellino de oscuridad viva.
—¿Quiénes se atreven a cuestionarme? —tronó, su voz un coro de mil tormentas que estremeció el abismo—. ¡Soy Dantalion, guardián del abismo, solo inferior al Trono Oscuro! ¡Mi voluntad es absoluta, y no toleraré insolencia!
Extendió sus garras, negras y humeantes, desatando una ola de gravedad que aplastó a los demonios contra el suelo etéreo. Sus alas se quebraron, sus escamas se resquebrajaron, y sus gritos se ahogaron en lamentos rotos. El espacio se curvó, devorando fragmentos de tinieblas, mientras las últimas estrellas muertas se extinguían en un parpadeo.
Los demonios, temblando, se arrastraron hacia él, besando sus pies con labios rotos.
—Piedad, señor —gimieron, sus voces quebradas—. Somos indignos…
Dantalion los miró con desprecio infinito, retirando su poder con un gesto brusco. Los demonios se desplomaron, jadeantes, y el abismo se aquietó, con solo el eco de sus lamentos rompiendo el silencio.
—Desaparezcan —ordenó, su voz un trueno frío—. Y graben en sus almas: Aurora me pertenece. Si ella juega, yo decidiré cuándo termina.
Los demonios huyeron, disolviéndose en las grietas del vacío. Dantalion volvió su mirada al portal, donde Aurora y Lyonel seguían cabalgando, ajenos a la tormenta desatada. Una sonrisa siniestra cruzó su rostro. Ella creía que controlaba el tablero. Pronto aprendería que él siempre tenía la última jugada.
La laguna se extendía como un espejo vivo, reflejando el cielo del atardecer en tonos de oro y púrpura. Aurora, aún aferrada a la cintura de Lyonel, sentía el calor de su cuerpo como un ancla que la ataba al mundo mortal. El caballo se detuvo al borde del agua, y el silencio solo se rompía por el murmullo suave de la cascada y el canto lejano de un pájaro escondido entre los árboles.
Lyonel desmontó primero, extendiendo sus manos para ayudarla. Aurora se dejó caer en sus brazos, y por un instante, el mundo se redujo a ese contacto cálido. Sus ojos se encontraron, y en los de él brilló una ternura que la desarmó, como si el tiempo pudiera detenerse en esa mirada.
—Es un lugar hermoso —murmuró ella, sin soltar su mano, su voz apenas un susurro que se mezclaba con la brisa.
—Venía aquí de niño. Es mi refugio —confesó Lyonel, guiándola hacia la orilla con una sonrisa suave—. Me alegra compartirlo contigo.
Sophia y Eliza se acercaron, la niña con las mejillas sonrosadas por la emoción del paseo. Eliza desmontó con gracia, ayudando a Sophia a bajar con cuidado.
—Mira, Rose —dijo Eliza, señalando la cascada con una sonrisa cálida—. ¿No es mágico?
Sophia asintió, sus ojos verdes abiertos de par en par, llenos de asombro, pero su mano seguía aferrada a la de Aurora, como si temiera perderla en ese paisaje de ensueño.
Se sentaron en la hierba, cerca del agua, y compartieron un momento de calma. Lyonel extendió una manta con frutas y pan, y rieron hablando de nubes con formas curiosas y recuerdos de la infancia. Aurora, por primera vez en siglos, se sintió parte de algo vivo, algo que palpitaba con una calidez que había olvidado.
Pero entonces un escalofrío la atravesó, frío como un aliento del abismo. El viento cambió, trayendo un susurro gélido que parecía rozar solo su piel, un eco que le erizó el alma. Al mirar la laguna, su reflejo se distorsionó: su rostro se volvió etéreo, una sombra translúcida, y sus ojos brillaron con un rojo fugaz, como ascuas en la penumbra. Parpadeó, y la visión se desvaneció, pero el miedo se instaló en su pecho como una garra helada.
Dantalion, pensó, con el corazón acelerado. Él la observaba, sus ojos carmesí perforando el velo entre mundos. Pero, ¿por qué? ¿Era su cercanía con Lyonel lo que despertaba su ira? ¿O había algo más, un plan oculto en las sombras de su pacto? La duda la envolvió como una niebla, susurrándole que cada instante de felicidad era un desafío al abismo que la reclamaba. ¿Qué quería él? ¿Castigarla por atreverse a soñar con una vida que no le pertenecía?
Miró a Lyonel, que reía con Sophia, contándole una historia sobre un caballo que volaba por los cielos. Sus risas eran un bálsamo, un recordatorio de este instante robado de luz. Aurora apretó los puños, decidida. No sabía por qué Dantalion la vigilaba, pero no dejaría que su sombra apagara lo que había encontrado. Defendería este momento, esta chispa de humanidad, aunque significara enfrentarse al mismísimo guardián del abismo.
El grupo se había dispersado ligeramente junto a la laguna. Lyonel y Aurora caminaban por la orilla, conversando en voz baja sobre el paisaje y los recuerdos que evocaba. Sophia, sentada en la hierba, jugaba con una flor que había recogido, girándola entre sus dedos con una concentración infantil. Eliza, que había estado observándolos desde la manta, se acercó a la niña con una sonrisa suave, como si supiera que aquel momento era perfecto para conectar.
—Rose, ¿te gusta el agua? —preguntó Eliza, sentándose a su lado con gracia, cruzando las piernas bajo su vestido. Su voz era cálida, como un abrazo verbal, y sus ojos claros se posaron en la niña con una curiosidad genuina.
Sophia levantó la mirada, tímida al principio, pero algo en la expresión de Eliza la hizo relajarse. Asintió con la cabeza, sus ojos verdes brillando bajo la luz del sol.
—Eliza… —murmuró, su voz apenas un susurro—. ¿Puedo… tocar el agua?
Eliza rio suavemente, un sonido ligero y musical que se mezcló con el murmullo de la cascada.
—Claro que sí, pequeña. Vamos juntas.
Tomó la mano de Sophia con delicadeza, y juntas se acercaron a la orilla. El agua era cristalina, reflejando el cielo como un espejo perfecto. Sophia se arrodilló y sumergió los dedos, sintiendo el frío fresco que le subió por el brazo. Rió, una risa clara y espontánea, y salpicó un poco hacia Eliza.
—¡Está fría! — exclamó, con los ojos muy abiertos.
Eliza fingió sorpresa, salpicando de vuelta con una sonrisa traviesa.
—Tienes razón, pero es refrescante, ¿no? —dijo, y su risa se unió a la de la niña, creando un eco de alegría que parecía disipar cualquier sombra.
Se sentaron en la orilla, con los pies rozando el agua. Eliza miró a Sophia con ternura, como si viera en ella a la hermana que nunca tuvo.
—Dime, Rose —preguntó con voz suave—, ¿qué es lo que más te gusta hacer con tu hermana Anna?
Sophia pensó un momento, girando la flor entre sus dedos.
—Cantar… —susurró—. Anna canta bonito. Me hace sentir… segura.
Eliza sonrió, conmovida.
—¿Y qué canciones cantan? —preguntó, inclinándose un poco hacia ella.
Sophia dudó, pero la calidez de Eliza la animó.
—Una de una casa… y una familia feliz —dijo, y tarareó una melodía suave, su voz tímida pero clara.
Eliza la escuchó con atención, y luego se unió a ella, tarareando la misma tonada con una voz dulce y afinada. Sophia la miró sorprendida, y poco a poco su voz se hizo más fuerte, hasta que ambas cantaban juntas, riendo cuando se equivocaban en la letra.
—Eres muy buena cantando —dijo Eliza, cuando terminaron.
Sophia se sonrojó, pero su sonrisa era radiante.
—Tú también… —murmuró—. Me gusta estar contigo.
Eliza sintió un calor en el pecho, y tomó la mano de la niña.
—Y a mí me gusta estar contigo, Rose. Eres una niña especial.
Sophia la miró con ojos brillantes.
—¿Podemos ser amigas? —preguntó, con una inocencia que desarmaba.
Eliza rio, abrazándola.
—Claro que sí. Amigas para siempre.
Aurora, desde la distancia, las observó. Su corazón se apretó con una mezcla de ternura y celos. Eliza, con su bondad natural, estaba ganando el afecto de Sophia. Pero en lugar de enfurecerse, Aurora sintió un alivio extraño. Sophia estaba feliz. Y eso, por ahora, era suficiente.
El sol comenzaba a hundirse en el horizonte, tiñendo el cielo de un púrpura profundo, cuando el grupo decidió regresar a la mansión. El aire se volvía fresco, impregnado del aroma de la tierra húmeda y las flores que se cerraban para la noche. Los caballos avanzaban al paso, sus cascos resonando en un ritmo suave contra el sendero de piedra. Lyonel ayudó a Aurora a montar de nuevo, sus manos firmes en su cintura, y el roce de sus dedos envió un estremecimiento por su espalda. Esta vez, el contacto se sentía más íntimo, como si el día hubiera tejido un lazo invisible entre ellos.
Eliza, con Sophia en su regazo, cabalgaba al lado, la niña aferrada a su vestido con una confianza nueva. El galope era tranquilo, y el silencio se llenaba con el susurro de la brisa y el canto lejano de los grillos que despertaban. Eliza, sin embargo, no podía apartar la mirada de Lyonel y Aurora. La forma en que él inclinaba la cabeza hacia ella, la suavidad de su sonrisa, la manera en que Aurora se apoyaba en él… algo en su pecho se apretó, un nudo de emociones que no podía nombrar. Llevó una mano al corazón, presionándola con fuerza, como si quisiera calmar un latido que no entendía. ¿Era envidia? ¿Dolor? ¿O algo más profundo, algo que temía reconocer? La risa de Lyonel, cálida y despreocupada, resonaba como un eco que la hería sin motivo aparente.
—¿Eliza, estás bien? —preguntó Sophia de pronto, su voz pequeña rompiendo el torbellino de sus pensamientos.
Eliza parpadeó, sorprendida, y forzó una sonrisa.
—Claro, Rose. Solo estoy… pensando —respondió, acariciando el cabello de la niña con ternura.
Sophia la miró con curiosidad, pero no insistió. En cambio, señaló un pájaro que volaba bajo, cruzando el cielo como una sombra fugaz.
—¡Mira! — exclamó, con una chispa de emoción.
Eliza rio, agradecida por la distracción, y siguió la dirección de su dedo, dejando que la inocencia de Sophia aliviara el peso en su pecho.
El sendero los condujo hasta la mansión Sinclair, donde el atardecer envolvía la fachada de piedra en un resplandor púrpura y dorado. Los altos ventanales reflejaban la luz como espejos, y el aroma de las rosas del jardín flotaba en el aire. Desmontaron frente a la entrada principal, y el grupo cruzó el umbral hacia el vestíbulo, donde la luz de los candelabros proyectaba sombras danzantes en las paredes de mármol.
Lyonel se detuvo y giró hacia Aurora, una sonrisa tímida iluminando su rostro.
—Anna, quiero darte algo —dijo, con un brillo de entusiasmo en los ojos—. Acompáñame a la biblioteca, tengo un libro que me gustaría regalarte.
Aurora inclinó la cabeza, intrigada, su corazón latiendo más rápido ante la calidez de su voz.
—¿Un libro? —preguntó, su voz suave pero cargada de curiosidad.
Lyonel asintió, invitándola con un gesto a seguirlo.
—Es especial. Creo que te gustará —respondió, mientras comenzaba a caminar hacia el pasillo que llevaba a la biblioteca.
Eliza, que había estado ayudando a Sophia a quitarse el pequeño chal que llevaba, sintió de nuevo ese nudo en el pecho. La forma en que Lyonel miraba a Aurora, la intimidad de su invitación, era como un pinchazo que no podía ignorar. Llevó una mano al corazón, presionándola con más fuerza, atrapada en un torbellino de emociones que no entendía. Quiso unirse a ellos, recuperar el lugar que siempre había tenido al lado de Lyonel.
—Iré con ustedes —dijo de pronto, dando un paso hacia adelante, su voz más aguda de lo que pretendía—. Quiero ver ese libro también.
Pero antes de que pudiera seguirlos, Sophia tiró de su mano con una fuerza sorprendente para su pequeño cuerpo.
—Eliza, ¿podemos comer galletas? —preguntó, sus ojos verdes brillando con una mezcla de inocencia y astucia—. Las de la cocina, esas con azúcar encima.
Eliza parpadeó, desconcertada por la interrupción. La mirada de Sophia era tan pura, tan llena de entusiasmo, que no pudo negarse.
—Claro, Rose —respondió, forzando una sonrisa mientras su atención se desviaba—. Vamos a buscar esas galletas.
Sophia, satisfecha, giró la cabeza hacia Aurora y le guiñó un ojo con una rapidez que solo ella notó. Aurora, sorprendida, respondió con un guiño propio, y ambas compartieron una risa suave, casi silenciosa, como si sellaran un pacto secreto. La complicidad entre ellas era un lazo invisible, una chispa de entendimiento que brillaba en medio de la penumbra.
Eliza, ajena al intercambio, tomó la mano de Sophia y se dirigió hacia la cocina, su voz más suave ahora.
—Ven, pequeña. Vamos a encontrar las mejores galletas —dijo, mientras sus pasos resonaban en el pasillo.
Aurora y Lyonel continuaron hacia la biblioteca, pero al cruzar el umbral, Aurora sintió el peso de la mirada de Dantalion en su nuca, como un susurro frío que no podía ignorar. El lazo con Lyonel se fortalecía, pero también lo hacía la sombra de los celos de Eliza y la amenaza del abismo que la reclamaba.
Entraron en la biblioteca, un santuario de silencio y conocimiento que parecía respirar con vida propia. Las estanterías de madera oscura se alzaban hasta el techo, cargadas de volúmenes encuadernados en cuero desgastado, con títulos dorados que brillaban bajo la luz suave de las lámparas de gas. El aire estaba impregnado de un aroma antiguo: papel envejecido, tinta seca y un toque sutil de cera de abeja de las velas que parpadeaban en los candelabros. El sol del atardecer se filtraba a través de los ventanales altos, proyectando rayos dorados que danzaban sobre el piso de madera pulida, creando patrones de luz y sombra que parecían vivos, como si la habitación misma estuviera contando una historia.
Lyonel caminó con paso seguro entre las estanterías, su mano rozando ocasionalmente los lomos de los libros como si saludara a viejos amigos. Aurora lo siguió, sintiendo un escalofrío de anticipación. Cada paso que daba en aquel lugar la hacía sentir más humana, más real, como si los libros a su alrededor fueran testigos de un momento que trascendía el tiempo.
—Hay muchos libros aquí —dijo Lyonel, deteniéndose frente a una sección de poesía. Su voz era baja, casi reverente, como si temiera perturbar el silencio de la biblioteca—. Apenas estoy restaurándola, intentando devolverle su antigua gloria.
Aurora lo observó, fascinada. La forma en que sus dedos recorrían los libros, con una delicadeza que contrastaba con su fuerza, la hacía sentir un calor en el pecho que no podía ignorar. Él era tan tierno, tan encantador en ese momento, como un niño descubriendo un tesoro. Su corazón latió con fuerza, y un deseo abrumador la invadió: no podía contener las ganas de besarlo, de cerrar la distancia entre ellos y sellar ese instante con sus labios.
Lyonel subió a una escalera de madera que se apoyaba contra la estantería, estirándose para alcanzar un volumen en el estante superior. Su camisa se tensó contra su espalda, revelando la línea de sus músculos, y Aurora sintió un nudo en la garganta. Bajó con el libro en manos, un volumen encuadernado en cuero marrón, con bordes dorados que brillaban bajo la luz menguante.
—Escuché que te gusta leer —dijo, ofreciéndoselo con una sonrisa cálida—. Este es uno de mis favoritos: Poemas de la Noche. Habla de sueños, de sombras… cosas que me recuerdan a ti. Espero que te guste tanto como a mí.
Aurora tomó el libro con manos temblorosas, sintiendo el peso de sus palabras como un regalo que iba más allá del objeto. Sus dedos acariciaron el cuero, y sus ojos se encontraron con los de Lyonel. Lo miró fijamente, mordiéndose el labio inferior con un gesto inconsciente. Se acercó a él, su corazón latiendo con fuerza, el deseo de besarlo ardiendo en su pecho como una llama incontrolable.
Pero entonces, una voz resonó en su cabeza, fría y oscura como el abismo mismo.
Aurora… ya es hora, susurró Dantalion, su tono un eco gutural que se filtraba como veneno en su mente. Es hora de que me traigas una ofrenda. Quiero el alma de un humano.
El mundo se detuvo. El calor del momento se enfrió de golpe, y Aurora se quedó paralizada, su rostro a centímetros del de Lyonel. El deseo se transformó en terror, y retrocedió un paso, sintiendo que el abismo la reclamaba una vez más.
—¿Estás bien, Anna? —preguntó Lyonel, con preocupación en los ojos.
Aurora forzó una sonrisa, ocultando el temblor en su voz.
—Sí… solo… estoy bien —murmuró, aferrándose al libro como un ancla.
Pero en su interior, el susurro de Dantalion seguía resonando, un recordatorio cruel de que su luz era prestada, y el precio por ella estaba por cobrarse.
Aurora apretó el libro contra su pecho, su mente aún resonando con el eco gélido de la voz de Dantalion. El calor de la biblioteca, que momentos antes la había envuelto como un abrazo, ahora se sentía opresivo, como si las sombras en las esquinas se alargaran para atraparla. No podía quedarse allí, no con esa exigencia oscura resonando en su alma. Necesitaba espacio, aire, una escapatoria, aunque fuera momentánea, del peso del abismo que la reclamaba.
—Lyonel, lo siento, pero se está haciendo tarde —dijo Aurora, su voz suave pero teñida de urgencia. Forzó una sonrisa, tratando de mantener la calma mientras su corazón latía con fuerza—. Sophia y yo debemos irnos ya.
Lyonel frunció el ceño, una chispa de decepción cruzando sus ojos, pero asintió con gentileza.
—¿Estás segura? —preguntó, dando un paso hacia ella, su tono cálido y acogedor—. Si quieres, pueden quedarse aquí esta noche. Hay espacio de sobra en la mansión, y sería un placer tenerlas.
Aurora sintió una punzada en el pecho ante su amabilidad, pero la voz de Dantalion aún resonaba en su mente, como un tambor lejano que anunciaba una tormenta. Sacudió la cabeza suavemente, apretando el libro con más fuerza.
—Gracias, Lyonel, pero no podemos —respondió, su voz apenas un susurro, cargada de un pesar que no podía explicar—. Tal vez otro día.
Lyonel la miró por un momento, como si intentara descifrar el torbellino que se escondía tras sus ojos, pero finalmente asintió, ofreciéndole una sonrisa comprensiva.
—Está bien, Anna. Déjame acompañarte a la puerta, entonces —dijo, señalando el pasillo con un gesto caballeroso.
Caminaron juntos hacia el vestíbulo, el silencio entre ellos cargado de palabras no dichas. Los candelabros proyectaban sombras que parecían danzar al ritmo de sus pasos, y el aroma de las rosas del jardín se filtraba a través de las ventanas entreabiertas, mezclado con la frescura de la noche que caía. Aurora sentía el peso del libro en sus manos, un recordatorio tangible de la calidez de Lyonel, pero también de la amenaza que acechaba en su interior.
Al llegar al vestíbulo, Aurora se giró hacia el pasillo que llevaba a la cocina y alzó la voz con suavidad.
—Rose, ya es hora de irnos —llamó, su tono cálido pero firme.
Sophia apareció corriendo desde el pasillo, con migajas de galleta en las comisuras de su boca y una expresión de alegría que se desvaneció al escuchar las palabras de Aurora. Sus ojos verdes se llenaron de tristeza, y su labio inferior tembló ligeramente.
—¿Ya nos vamos? —preguntó, su voz pequeña y cargada de decepción—. Pero yo quiero quedarme más…
Eliza, que la seguía con una bandeja de galletas en las manos, se agachó a su lado, posando una mano reconfortante en su hombro.
—No te preocupes, Rose —dijo con una sonrisa suave, su voz llena de ternura—. Pueden volver cuando quieran. Esta casa siempre estará abierta para ustedes.
Sophia levantó la mirada, y la tristeza en sus ojos dio paso a una chispa de esperanza. Una sonrisa tímida curvó sus labios, y asintió con entusiasmo.
—¿De verdad? —preguntó, sus ojos brillando—. ¿Podemos volver pronto?
—Claro que sí —respondió Eliza, acariciando el cabello de la niña—. Cuando quieras, pequeña.
Sophia se giró hacia Aurora, su rostro iluminado por una mezcla de alegría y alivio. Luego, corrió hacia Lyonel y Eliza, abrazándolos con fuerza, primero a uno y luego a la otra.
—¡Gracias por el día tan bonito! —dijo, su voz llena de emoción—. ¡Nos vemos pronto!
Lyonel rio, revolviendo el cabello de Sophia con cariño.
—Cuando quieras, pequeña —respondió, guiñándole un ojo.
Eliza le devolvió el abrazo, sonriendo, aunque sus ojos se desviaron brevemente hacia Aurora, con un destello de esa punzada de celos que aún no había nombrado.
Aurora tomó la mano de Sophia, sintiendo la calidez de su pequeña palma contra la suya. Se giró hacia Lyonel, que seguía de pie junto a la puerta, y le ofreció una última sonrisa, cargada de gratitud y algo más que no podía expresar.
—Gracias por todo, Lyonel —dijo, sosteniendo el libro contra su pecho—. Este día… significa mucho.
Lyonel inclinó la cabeza, sus ojos brillando con una calidez que hacía difícil apartar la mirada.
—Vuelve pronto, Anna —respondió, su voz suave pero firme.
Aurora asintió, y con Sophia de la mano, cruzó el umbral hacia la noche. La puerta de la mansión se cerró tras ellas, y el aire frío las envolvió, cargado del aroma de las rosas y la promesa de la oscuridad. Mientras caminaban por el sendero, Aurora sintió el peso de la mirada de Dantalion, un susurro gélido que la seguía como una sombra. El libro en sus manos era un ancla, pero también un recordatorio de que el tiempo se agotaba, y el abismo reclamaba su deuda.
La noche se cernía sobre el sendero, envolviéndolo en un manto de sombras rotas solo por el resplandor plateado de la luna creciente. El aire era frío, cargado del aroma terroso de la hierba húmeda y el murmullo distante de un arroyo oculto entre los árboles. Aurora caminaba con paso lento, sosteniendo la mano de Sophia, quien saltaba a su lado, tarareando una melodía suave que contrastaba con el peso que cargaba Aurora en su corazón. El libro Poemas de la Noche seguía apretado contra su pecho, un recordatorio de la calidez de Lyonel, pero también de la exigencia oscura de Dantalion, cuya voz aún resonaba en su mente como un eco implacable.
Sophia, con su pequeño chal ondeando tras ella, levantó la mirada hacia Aurora, sus ojos verdes brillando bajo la luz de la luna.
—¿Anna, ahora a dónde vamos? —preguntó, su voz llena de curiosidad infantil, pero con un matiz de inquietud, como si presintiera la tristeza que cargaba su hermana.
Aurora se detuvo abruptamente, el peso de la pregunta cayendo sobre ella como una losa. Miró a Sophia, cuya expresión era una mezcla de esperanza y vulnerabilidad, y sintió un nudo en la garganta. No podía seguir fingiendo, no con ella. Lentamente, se arrodilló en el sendero, nivelando su mirada con la de la niña, y tomó sus pequeñas manos entre las suyas. La luz de la luna bañaba el rostro de Sophia, haciendo que sus ojos parecieran pozos de inocencia que reflejaban el cielo nocturno.
—Rose, lo siento mucho —comenzó Aurora, su voz suave pero cargada de pesar, como si cada palabra le costara un esfuerzo—. No tengo una casa a la que llevarte ahora mismo. Por eso… debo devolverte al orfanato esta noche.
Los ojos de Sophia se abrieron de par en par, y la chispa de alegría que los iluminaba se desvaneció, reemplazada por una tristeza profunda. Su labio inferior tembló, y las lágrimas comenzaron a acumularse en sus pestañas, brillando como gotas de rocío bajo la luna.
—¿Al orfanato? —susurró, su voz quebrada—. Pero… yo quiero quedarme contigo, Anna…
Aurora sintió que su corazón se partía ante la tristeza de Sophia. Apretó sus manos con más fuerza, luchando contra el nudo en su propia garganta.
—No llores, Rose, por favor —dijo, su voz apenas un murmullo, llena de ternura y desesperación por consolarla—. Te prometo que mañana temprano vendré a buscarte otra vez. Pasaremos el día juntas, como hoy, y será igual de lindo. ¿Me crees?
Sophia la miró fijamente, sus ojos buscando la verdad en los de Aurora. La tristeza aún estaba allí, pero la promesa de su hermana encendió una chispa de esperanza. Una sonrisa tímida comenzó a formarse en sus labios, aunque las lágrimas aún brillaban en sus mejillas.
—¿De verdad? —preguntó, su voz pequeña pero esperanzada—. ¿Vendrás por mí mañana?
Aurora asintió, su mirada firme y llena de una determinación que contrastaba con el torbellino de miedo en su interior.
—Te lo prometo, Rose —respondió, acariciando suavemente la mejilla de la niña—. Mañana, al amanecer, estaré allí.
Sophia, aún dudando, se lanzó hacia adelante y envolvió a Aurora en un abrazo fuerte, sus pequeños brazos apretándola con una intensidad que parecía querer aferrarse a ella para siempre.
—¡Por favor, no me mientas, Anna! —suplicó, su voz amortiguada contra el hombro de Aurora—. ¡No me dejes sola!
Aurora cerró los ojos, sintiendo el calor del abrazo de Sophia como un bálsamo contra la frialdad de la noche y el eco de Dantalion. La abrazó con fuerza, como si pudiera protegerla de las sombras que las acechaban.
—Nunca podría mentirte, Rose —susurró, su voz cargada de una sinceridad que nacía del fondo de su alma—. Eres lo primero para mí. Siempre.
Sophia se apartó lo suficiente para mirarla, su sonrisa ahora más amplia, iluminada por la luna. Asintió, secándose las lágrimas con el dorso de la mano, y tomó de nuevo la mano de Aurora, apretándola con confianza renovada.
—Está bien —dijo, su voz más firme—. Te esperaré mañana.
Aurora sonrió, aunque el peso de la promesa se sentía como una cadena más en su corazón, atada al pacto con Dantalion. Se puso de pie, todavía sosteniendo la mano de Sophia, y continuaron caminando por el sendero, las sombras de los árboles alargándose a su alrededor como dedos oscuros. El libro seguía contra su pecho, un símbolo de la luz que había encontrado ese día, pero también un recordatorio de la oscuridad que la esperaba. Mientras avanzaban hacia el orfanato, la voz de Dantalion resonó de nuevo en su mente, un susurro frío que prometía no olvidar su deuda: El alma de un humano, Aurora. No me hagas esperar.
El orfanato se alzaba al final del sendero, una estructura de piedra desgastada que parecía absorber la luz de la luna, sus ventanas oscuras como ojos ciegos que observaban la noche. Aurora y Sophia llegaron a la puerta principal, donde una monja de rostro severo pero cansado las recibió. La mujer asintió en silencio, tomando la mano de Sophia con una gentileza practicada. Sophia se giró hacia Aurora, sus ojos verdes brillando con una mezcla de confianza y tristeza.
—Mañana, Anna —dijo, apretando su mano una última vez antes de soltarla—. No lo olvides.
Aurora forzó una sonrisa, aunque el peso de la promesa y la sombra de Dantalion la aplastaban.
—Al amanecer, Rose —respondió, inclinándose para besar la frente de la niña—. Te lo prometo.
La monja condujo a Sophia al interior, y la puerta del orfanato se cerró con un crujido pesado, dejando a Aurora sola en la noche. El silencio la envolvió, roto solo por el susurro del viento y el canto lejano de un búho. Sosteniendo aún el libro Poemas de la Noche contra su pecho, Aurora sintió un escalofrío que no provenía del frío. La presencia de Dantalion estaba allí, invisible pero opresiva, como un peso que curvaba el aire a su alrededor.
Se alejó del orfanato, adentrándose en un claro donde los árboles formaban un círculo natural, sus ramas desnudas recortadas contra el cielo estrellado. El suelo estaba cubierto de hojas secas que crujían bajo sus pasos, y la luna proyectaba un resplandor plateado que parecía pulsar con un ritmo sobrenatural. Aurora cerró los ojos, dejando que su mente se abriera al abismo, al lazo que la unía a Dantalion. Su voz, cuando habló, era baja y temblorosa, pero cargada de una determinación nacida del miedo y la resignación.
—¿Qué alma quieres, Dantalion? —preguntó al vacío, su voz resonando como si el mismo aire la amplificara—. Dime qué debo hacer para cumplir tu pacto.
El aire se volvió denso, y un frío glacial se arremolinó a su alrededor, levantando las hojas en un torbellino lento. La voz de Dantalion emergió desde la oscuridad, no en su mente esta vez, sino como un eco que parecía surgir de todas partes y de ninguna, un rugido gutural que hacía temblar la tierra bajo sus pies.
Percival Langley, siseó, cada sílaba cargada de un hambre antiguo. Quiero el alma de ese hombre. Tráemela, Aurora, o tu deuda será cobrada con sangre de un ser querido para ti.
El nombre golpeó a Aurora como un relámpago, arrancándola del trance. Percival Langley. Lo recordaba, no porque lo hubiera conocido en persona, sino porque en su vida mortal, cuando espiaba a Cedric desde las sombras, había escuchado una conversación en un bar lleno de humo y risas. Percival, un hombre de voz cálida y risa fácil, había estado sentado junto a Cedric, compartiendo tragos y consejos. Aurora, oculta tras una columna, había oído cómo Percival, con una mezcla de franqueza y camaradería, le decía a Cedric que dejara a his esposa y se fuera con ella, con Aurora, porque el amor verdadero merecía arriesgarlo todo. Aquellas palabras, pronunciadas con una convicción que la había sorprendido, se habían grabado en su memoria, un eco de un mundo que ya no existía.
Le pareció curiosa, casi irónica, la elección de Dantalion. Una risa breve, afilada como un cuchillo, escapó de sus labios, rompiendo el silencio del claro. Sabía que Percival se lo merecía—había algo en su tono aquella noche, una arrogancia oculta tras su aparente bondad, que ahora, a la luz de su pacto con el abismo, parecía justificar su destino. Pero la risa se desvaneció tan rápido como llegó, ahogada por el peso de la exigencia del demonio.
—¿Por qué él? —susurró Aurora, su voz firme pero teñida de curiosidad—. ¿Qué quieres de Percival Langley?
El aire vibró con una risa baja, cruel, que parecía burlarse de su pregunta.
No cuestiones mi voluntad, gruñó Dantalion, y el claro pareció oscurecerse, como si la luna misma retrocediera ante su presencia. Tráeme su alma, Aurora, o la próxima será la de la niña que tanto proteges.
El terror se apoderó de Aurora, y sus manos apretaron el libro con tanta fuerza que sus nudillos se volvieron blancos. La amenaza contra Sophia era un cuchillo en su corazón, un recordatorio de lo que estaba en juego. Pero la idea de sacrificar a Percival, un hombre cuya alma ahora veía como un precio justo por sus propios pecados, no le provocaba remordimientos. Asintió lentamente, una determinación fría asentándose en su pecho.
—Dame tiempo —susurró, su voz apenas audible, un desafío débil contra el abismo—. Lo haré… pero dame tiempo.
El silencio que siguió fue más aterrador que cualquier respuesta. La presencia de Dantalion se desvaneció, dejando solo el frío y el eco de su risa en el aire. Aurora se quedó sola en el claro, con el libro en sus manos y el peso de su deuda más pesado que nunca. Percival Langley. El nombre resonaba en su mente, no como un eco de pérdida, sino como una sentencia que ella estaba lista para cumplir, un paso más hacia el borde del abismo.