"La casa donde aprendí a odiarme" es una novela profunda y desgarradora que sigue la vida de Aika, una adolescente marcada por la indiferencia de su madre y la preferencia constante hacia su hermano. Atrapada en una casa donde el amor nunca fue repartido de forma justa, Aika lidia con una depresión silenciosa que la consume desde dentro. Pero todo empieza a cambiar cuando conoce a Hikaru, un chico extraño que, sin prometer nada, comienza a ver en ella lo que nadie más quiso ver: su valor. Es una historia de dolor, resistencia, y de cómo incluso los corazones más rotos pueden volver a latir.
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Capítulo 10: El día que Hikaru cruzó la puerta
Aika nunca había invitado a nadie a su casa. No porque no quisiera, sino porque no podía. Su hogar no era un refugio; era una trinchera. Las paredes estaban impregnadas de gritos viejos, los pasillos olían a desprecio y el silencio… ese silencio espeso y helado que aparecía cuando su madre ignoraba su existencia, dolía más que cualquier golpe. Pero Hikaru insistió tanto, con esa manera suya de sonreír sin pedir permiso, que ella cedió. Una parte de ella quería ver qué tan rápido él saldría corriendo al ver lo que ella llamaba "vida".
—¿Estás segura de que no es molestia? —preguntó él, parado en la puerta, con las manos en los bolsillos y esa chaqueta que siempre olía a otoño.
Aika asintió sin mirarlo. No quería que notara cómo le temblaban las manos. Abrió la puerta y lo dejó pasar sin decir una palabra.
La casa estaba oscura, como si se negara a recibir visitas. Su madre no estaba. Su hermano, por suerte, tampoco. Eso era un milagro que Aika sabía que no volvería a repetirse.
—Puedes dejar tus zapatos ahí —dijo en voz baja, apuntando con la cabeza hacia una esquina.
Hikaru obedeció sin hacer preguntas. Caminó con cuidado, como si temiera romper algo invisible. Y en cierto modo, así era. Había cosas rotas en esa casa que no se veían: los pedazos de autoestima que Aika había recogido durante años, los sueños que su madre había triturado con comentarios filosos, las veces que lloró en la oscuridad del baño porque no quería que su hermano la oyera.
—¿Este es tu cuarto? —preguntó Hikaru, deteniéndose frente a una puerta medio cerrada.
Aika dudó. Quería decirle que no, que ese cuarto era un lugar privado, un espacio donde se escondía de todo, incluso de sí misma. Pero también quería que él supiera quién era ella, de verdad. No la Aika que bromeaba en clase o la que se hacía la fuerte cuando Luna hacía algún comentario cruel. Sino la real. La rota.
—Sí —murmuró, empujando la puerta.
El cuarto era pequeño. Las paredes estaban llenas de recortes, dibujos hechos a mano, frases escritas con marcador negro. Una especie de grito silencioso de alguien que había aprendido a hablar con lo que tenía. La cama estaba desordenada, el escritorio cubierto de libros subrayados con furia.
—Es… muy tú —dijo Hikaru, sonriendo. Se sentó en el borde de la cama con cuidado, como si el colchón fuera a tragárselo.
Aika se quedó de pie. Sentía un nudo en la garganta. Era tan raro verlo ahí, en ese espacio tan suyo. Como si estuviera invadiendo algo sagrado. Pero al mismo tiempo, había algo tranquilizador en su presencia. Una parte de ella quería sentarse junto a él, hablarle de las noches en que deseó no despertar, de las veces que su madre le dijo que era una carga, de cómo su hermano la empujaba y nadie decía nada. Pero no podía. No aún.
—¿Por qué querías venir? —preguntó finalmente.
Hikaru levantó la mirada. Sus ojos eran serenos, cálidos, pacientes.
—Porque me importas, Aika. Y siento que nadie sabe realmente quién eres. Ni siquiera tú te dejas ver.
Aika bajó la vista. Ese tipo de palabras eran peligrosas. Podían abrir grietas en su armadura.
—Eso no es algo que quieras conocer.
—Déjame decidir eso por mí —respondió él, sin alzar la voz.
Hubo un silencio. Un silencio distinto al que habitaba la casa. Era más suave. Menos cruel.
—¿Sabes? —dijo ella, sentándose por fin a su lado—. A veces siento que nací en el lugar equivocado. Que si hubiera sido otra persona, en otra casa, con otra madre... todo sería más fácil.
Hikaru no respondió enseguida. Le tomó la mano. No de forma romántica, sino humana. Como si entendiera que ese gesto, en esa casa, significaba más que cualquier beso.
—No estás sola, Aika. Tal vez no puedo cambiar tu pasado. Pero si me dejas… puedo acompañarte en lo que venga.
Aika cerró los ojos. Por primera vez en mucho tiempo, sintió que podía respirar. No del todo, pero un poco. Y a veces, un poco era suficiente para seguir viva.
En ese momento, escucharon la puerta de entrada abrirse de golpe. La voz de su madre retumbó por la casa, áspera, cargada de impaciencia.
—Aika, ¿otra vez dejaste los zapatos en medio del pasillo? ¡Eres igual de inútil que siempre!
El cuerpo de Aika se tensó. Se levantó de un salto, como si su madre pudiera atravesar las paredes con su furia.
—¿Quién está aquí? —gritó la mujer desde el pasillo.
Hikaru la miró, sin moverse.
—No pasa nada —dijo Aika, susurrando como si con eso pudiera controlar el caos.
Pero era tarde. Su madre ya estaba ahí, con los ojos clavados en Hikaru, el ceño fruncido y esa forma de mirar que desgarraba.
—¿Y este quién es? ¿Tu nuevo juguetito?
Hikaru se puso de pie, tranquilo.
—Buenas tardes, señora. Soy compañero de Aika.
La mujer lo ignoró. Sus ojos solo buscaban una forma de humillarla.
—¿Y tú no piensas decirme nada, Aika? ¿Qué clase de puta trae hombres a escondidas?
El golpe no fue físico, pero dolió igual. Aika sintió cómo algo dentro de ella se rompía. La vergüenza ardía. Las lágrimas subieron, pero no salieron. Se tragó todo. Como siempre.
Hikaru no dijo nada. Pero se acercó, y sin pedir permiso, tomó la mano de Aika otra vez.
—Con todo respeto, señora. Si le hablara a su hija como ella se merece, quizás no necesitaría que otros la defiendan.
Y entonces, se fueron.
Sin gritar. Sin correr. Solo salieron de ahí. Aika sintió que por primera vez alguien se había quedado. No para salvarla. Solo para estar.
Y eso, en su mundo, era un milagro.