Cuando Légolas, un alma humilde del siglo XVII, muere tras ser brutalmente torturado, jamás imaginó despertar en el cuerpo de Rubí, un modelo famoso, rico, caprichoso… y recién suicidado. Con recuerdos fragmentados y un mundo moderno que le resulta ajeno, Légolas lucha por entender su nueva vida, marcada por escándalos, lujos y un pasado que no le pertenece.
Pero todo cambia cuando conoce a Leo Yueshen Sang, un letal y enigmático mafioso chino de cabello dorado y ojos verdes que lo observa como si pudiera ver más allá de su nueva piel. Herido tras un enfrentamiento, Leo se siente peligrosamente atraído por la belleza frágil y la dulzura que esconde Rubí bajo su máscara.
Entre balas, secretos, pasados rotos y deseo contenido, una historia de redención, amor prohibido y segundas oportunidades comienza a florecer. Porque a veces, para brillar
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Entrenando contigo.
Acepté. Tal vez porque no quería volver a sentirme tan indefenso. Tal vez por orgullo. O por necesidad. Lo cierto es que me subí al auto sin hacer más preguntas.
La escuela quedaba en un barrio escondido al borde del bosque, a unos cuarenta minutos de la ciudad. Una casa japonesa tradicional rodeada de bambús. La brisa tenía un aroma a madera y tierra húmeda. Al cruzar el portón, sentí que entraba a otro mundo.
Me recibió el maestro Hikaru Shion Kai, un hombre japonés, fuerte como una montaña y con una mirada que podía romper acero. No sonreía. No lo necesitaba. Se veía tan fuerte como una roca.
—¿Eres el nuevo alumno? —me pregunta con voz profunda—. ¿Estás dispuesto a fallar muchas veces antes de entender una sola cosa?
—Creo que sí —respondí, con voz más temblorosa de lo que esperaba.
Los primeros días fueron solitarios. Practicaba solo. Me enseñaban a respirar, a moverme pausado, a no reaccionar con miedo o con impulso. Me enseñaba resistencia. Me dolía todo el cuerpo. Pero algo me hacía seguir.
Hasta que una mañana, después de una larga práctica de equilibrio, el maestro se acercó con su típica expresión de roca.
—Hoy no estarás solo. Tenemos otro estudiante.
—¿Otro? —pregunto sorprendido. Hasta ahora, yo era el único.
—Lo conocerás en unos minutos.
Me senté en posición de loto, respirando, con el sudor corriéndome por la espalda. Escuché pasos acercándose. Abrí los ojos.
Y ahí estaba él. Mi perdición.
Leo.
Entró con su típica seguridad elegante, vestido con un traje de entrenamiento idéntico al mío, el cabello atado atrás, y una sonrisa de medio lado que me sacudió el pecho.
—¿Tú? —susurré.
—Las calles son libres —dijo, como en el supermercado—. También los dojos.
—¿Me estás siguiendo?
—Digamos que el destino nos sigue a ambos. Y yo no corro del destino.
No supe qué decir. Solo lo miré. Algo dentro de mí ardía. Ira, sorpresa… y algo más: deseo. Se ve realmente lindo. Mierda ¿porque pensé eso?
—¿Listos para comenzar? —interrumpió Hikaru con voz ronca.
Leo y yo nos paramos frente a frente.
El maestro nos miró y dijo:
—El cuerpo miente. Pero los ojos... los ojos no saben mentir. Miren al otro. Encuentren su verdad, sus miedos o sus debilidades.
Y por primera vez, en silencio, nos observamos.
En sus ojos vi algo que no entendía aún. Pero me sentí desnudo ante ellos. Realmente quería huir de nuevo.
Y no podía mirar a otro lado por diez minutos.
—Bien ahora quiero que midan sus fuerzas... Yo iré a hacer una llamada al jardín.
No sé cómo terminé en esa pose.
Tal vez fue el calor. O los nervios. O ese maldito entrenamiento de conocer la fuerza del otro que no parecía tener final. Lo cierto es que estaba en el suelo, con la pierna derecha doblada, la otra estirada como si posara para una revista de lucha libre ridícula, y Leo... Leo estaba encima de mí.
Literalmente. Su torso firme pegado al mío, sus brazos firmes conteniéndome como si yo fuera un delincuente y él, un oficial de élite. Y encima sonreía. Esa sonrisa. Esa maldita sonrisa. Había tomado mis manos y las había llevado por encima de mi cabeza.
—¿Te rindes o sigues intentando escapar? —me dijo con una voz calmada, divertida. Como si estar así de cerca fuera lo más normal del mundo.
Tragué saliva. Podía sentir su virilidad ërectä bajo su pantalón.
—Estás pesado —murmuro, intentando ignorar que su cara estaba a centímetros de la mía.
—¿Eso es un cumplido? Yá mediste mi fuerza.
—¡Es una queja!
Logré zafarme, aunque con torpeza, y me levanté de golpe. Tenía la cara encendida, el corazón latiendo como si me hubiese echado tres cafés y una bebida energética. Me froté el cuello, disimulando.
Leo también se levantó. Se sacudió el uniforme con esa forma elegante que solo él tiene. Y volvió a sonreír. ¿Puede alguien dejar de sonreír así todo el maldito día?
Seguimos con la clase. El maestro Hikaru nos puso a practicar una llave de agarre. Una técnica de inmovilización rápida, decía. Nada del otro mundo. Y siempre, por alguna razón tenía algo más que hacer. Una llamada, buscar el correo, poner la comida, sacar la ropa de la lavadora. Hasta que, en un giro rápido, terminé con mi mano en la entrepierna de Leo.
Un segundo. Tal vez menos.
Pero suficiente para sentirlo más concientemente.
Dios mío...
Fue como si una bomba atómica explotara en mi cabeza. Perdí la noción del espacio, del tiempo, del sentido común. Me aparté de inmediato, tropezando hacia atrás.
—¿Estás bien? —pregunta Leo, con una ceja arqueada. Como si supiera. Como si lo disfrutara.
—Sí, sí, solo... me siento un poco mareado. Quiero... refrescarme —dije, inventando la excusa más torpe del mundo.
Salí corriendo como alma que lleva el diablo. Atravesé el dojo, crucé los pasillos y llegué al baño. Me encerré en un cubículo, apoyé la frente contra la puerta y respiré profundo.
¿Qué carajos acaba de pasar?
¿Por qué me sentí así? ¿Por qué me puse tan nervioso? ¿Por qué... me excitó?
Me miré las manos, como si tuvieran la culpa.
—Esto no puede estar pasándome —susurro, con voz temblorosa.
Cerré los ojos. Solo quería calmarme, volver a sentir que tenía control sobre mi cuerpo, sobre mi cabeza… pero no podía dejar de pensar en la maldita sonrisa de Leo. Y en lo que había sentido. ¿Porque carajos lo sentía tan grande? Y peor aún ¿Porque lo deseé dentro de mi?
El problema no era que lo hubiera tocado.
El problema era que lo había disfrutado.
Últimamente evito a Leo como si fuera una plaga. Y no cualquier plaga... una extremadamente guapa, sensual, y con una sonrisa que me hace olvidar hasta mi nombre.
Desde el incidente del primer día en el dojo, he calculado cada paso para no cruzármelo. Llego tarde a los entrenamientos, salgo temprano, finjo llamadas, me escondo detrás de columnas como si fuera un espía en una telenovela barata. Es patético, lo sé.
Pero hoy no hay lugar donde esconderme ni excusa que dar. Así que hoy paso. No iré.
Estoy en una pasarela, detrás del telón, rodeado de luces, flashes, modelos altos como rascacielos y diseñadores gritones que exigen perfección. Me puse un blazer color perla que apenas cubre mi torso, un look andrógino que deja al público sin aire. Me siento poderoso. Seguro.
Hasta que él aparece. Leo.
Está al fondo, entre los patrocinadores invitados. Traje negro, camisa abierta, mirada fija. Y esa sonrisa de medio lado como si ya supiera que estoy incómodo con solo verlo.
¿Es que está en todas partes ahora?
Pero justo cuando creo que mi día va a irse por la borda, llega Él.
—Hola, soy Nathan —me dice en un perfecto francés canadiense mientras se inclina ligeramente para besarme la mano, como en una película antigua.
Tiene ojos azul cielo, cabello claro, piel como porcelana y huele a madera, vainilla y éxito. Nathan es el dueño de una cadena de perfumerías exclusivas y busca a alguien para su próxima campaña. Jhon me había hablado de él, pero veía el trato muy complicado y tendría que viajar a Canadá por lo menos dos veces al año.
—Estuve mirando tu trabajo. ¿Jhon te dijo que me encanta tu trabajo y me encanta si aceptas trabajar por lo menos una vez? Tienes una energía elegante y salvaje a la vez —me dice, casi al oído—. Me encantaría hablar contigo sobre una colaboración. Aceptaré tus términos. Quizás durante la cena, si estás libre esta noche.
—¿Es una propuesta de trabajo o una cita disimulada? —le pregunto, medio en broma.
—¿Y si te digo que es ambas?
Sonrío. Me agrada. Me hace sentir deseado sin presionarme. Y por primera vez en semanas, me siento libre. Relajado.
Pero entonces... lo veo. Leo.
Está del otro lado, observando. Su mandíbula tensa, los ojos como acero, los puños cerrados. Puedo sentir el calor de su mirada clavado en mi nuca.
Y eso que Nathan apenas me ha tomado de la mano... y ha inclinado la cabeza para hablarme al oído.
Siento un escalofrío. No sé si por Leo o por la tensión en el aire. Pero no me detengo. Acepto la cena. Nathan me da su tarjeta. Y antes de irse, me guiña un ojo.
Cuando me giro, los ojos de Leo se encuentran con los míos.
Y por primera vez, veo fuego.
Un fuego que me dice que esta guerra de miradas y silencios apenas está comenzando.