En una pequeña sala oscura, un joven se encuentra cara a cara con Madame Mey, una narradora enigmática cuyas historias parecen más reales de lo que deberían ser. Con cada palabra, Madame Mey teje relatos llenos de misterio y venganza, llevando al joven por un sendero donde el pasado y el presente se entrelazan de formas inquietantes.
Obsesionado por la primera historia que escucha, el joven se ve atraído una y otra vez hacia esa sala, buscando respuestas a las preguntas que lo atormentan. Pero mientras Madame Mey continúa relatando vidas marcadas por traiciones, cambios de identidad, y venganzas sangrientas, el joven comienza a preguntarse si está descubriendo secretos ajenos... o si está atrapado en un relato del que no podrá escapar.
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Un lamento
—Es increíble cómo alguien puede distorsionar la realidad para justificar sus acciones. La mente humana es un misterio —dijo, agachando la cabeza.
—Sí, y ahora tenemos que asegurarnos de que no pueda hacerle daño a nadie más. Es nuestra responsabilidad —concluyó el doctor, antes de dirigirse hacia la puerta.
—¿Cree que alguna vez recobrará la lucidez? —preguntó la enfermera, con un tono suave, casi compasivo.
El doctor negó con la cabeza.
—No lo creo. A este punto, es más seguro mantenerla bajo control. Lo que ella hizo... y lo que cree que hizo... es demasiado para cualquier mente.
Mientras tanto, en la mente de Ancipiti, la batalla continuaba. Su cuerpo estaba inmóvil, pero en sus sueños, seguía luchando. Seguía creyendo en su historia, en su venganza, en su sufrimiento. En su mente, Robert todavía estaba ahí, y algún día, ella lo derrotaría.
—Nunca me atraparán… —susurró con una sonrisa mientras se deslizaba finalmente en la inconsciencia.
El doctor dio un último vistazo a la paciente de la sala 12 y suspiró.
—No podemos salvar a todos —murmuró mientras salía de la habitación, dejando a Ancipiti atrapada en sus sueños y en su locura.
Y así, en la penumbra de esa pequeña sala, la joven quedó atrapada entre la realidad y su propio mundo distorsionado. Para el resto del mundo, el misterio de Ancipiti se mantendría oculto, mientras ella seguía viviendo en su propio teatro de sombras y sangre.
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Madame Mey se quedó en silencio por un momento, dejando que las últimas palabras de su relato flotaran en el aire, como el eco de una tormenta que acababa de pasar. La pequeña sala donde se encontraban tenía un aire cerrado y opresivo, pero el joven no pudo evitar sentirse más atrapado por la presencia de Madame que por las cuatro paredes que lo rodeaban.
Finalmente, Madame levantó la vista, sus ojos oscuros encontrándose con los del joven. Había algo en su mirada, algo que el joven no pudo descifrar del todo—una mezcla de tristeza, sabiduría, y quizás, un toque de diversión.
—Y así —dijo Madame con una voz suave, pero cargada de significado—, terminó la historia de Ancipiti... o al menos, esa parte de ella.
El joven frunció el ceño, su curiosidad avivada por esas últimas palabras. Quería preguntar qué quería decir exactamente con "esa parte", pero las palabras se le atoraron en la garganta. La forma en que Madame lo observaba, como si pudiera ver a través de él, lo dejó inquieto.
Madame Mey esbozó una pequeña sonrisa, una que no alcanzó sus ojos. Se acomodó en su asiento, sus dedos jugueteando con un pequeño objeto en su regazo, aunque el joven no podía ver claramente lo que era.
—¿Alguna vez has sentido que no eres quien aparentas ser? —preguntó de repente, su voz apenas un susurro. El joven abrió la boca para responder, pero Madame levantó una mano, deteniéndolo—. No te preocupes, esa es una pregunta para otro día.
El joven la observó en silencio, notando por primera vez lo fría que estaba la sala, como si el aire mismo se negara a circular. Quería hacerle más preguntas, pero algo en el ambiente le dijo que era hora de irse.
Lentamente, el joven se levantó de su silla, empujándola hacia atrás con un leve chirrido. Sus ojos se encontraron con los de Madame una vez más, y durante un instante, sintió que algo no estaba bien, como si estuviera dejando atrás más de lo que había traído consigo.
Madame no dijo nada mientras él recogía sus cosas, pero cuando llegó a la puerta, ella habló nuevamente.
—Recuerda, querido —dijo ella con una sonrisa enigmática—, las historias siempre tienen más de una versión. Y algunas veces, la verdad está oculta justo delante de nosotros, esperando a ser descubierta.
El joven asintió, sin atreverse a decir una palabra más. Extendió la mano para abrir la puerta, que se abrió con un ligero chirrido, pero su peso metálico y el sonido pesado con el que se cerró detrás de él le dejaron una sensación de incomodidad.
Mientras caminaba por el pasillo hacia la salida, el joven no pudo sacudirse la sensación de que algo no estaba bien. Los pasillos eran largos y estrechos, las paredes de un gris monótono que parecían absorber la luz. El eco de sus pasos lo seguía, rebotando en las paredes de una manera que hacía que el lugar pareciera más grande de lo que realmente era.
Cuando finalmente alcanzó la salida, el aire fresco lo golpeó con fuerza, despejando sus pensamientos. Sin embargo, mientras se alejaba, no pudo evitar volverse y mirar hacia la puerta cerrada tras él, preguntándose qué tipo de lugar era realmente aquel, y por qué Madame Mey lo había dejado entrar en su mundo solo para hacerle sentir más perdido.
Dentro, Madame Mey se quedó sentada, su mirada fija en la puerta por donde el joven acababa de salir. Con un suspiro suave, cerró los ojos, permitiendo que una leve sonrisa curvase sus labios.
—Esto es solo el comienzo, —murmuró para sí misma, mientras en algún lugar lejano, una puerta se cerraba con un sonido final y pesado.
Habían pasado días desde que escuchó la historia de la chica de la sala doce pero las palabras de Madame Mey aún resonaban en su mente. No importaba lo que hiciera, no podía sacarlas de su cabeza. En sus sueños, veía a la chica en un cuarto blanco, sentada en una esquina murmurando para sí misma. Cada vez que cerraba los ojos, las imágenes volvían, y con ellas una pregunta que no podía responder.
Y así, sin saber exactamente por qué, el joven se encontró de nuevo caminando por el largo pasillo que lo llevaba hacia la habitación de Madame Mey. Sus pasos resonaban en las frías paredes de piedra, y con cada paso, su curiosidad crecía.
Cuando llegó a la puerta, esta se abrió antes de que pudiera tocar. Madame Mey lo miraba desde el otro lado, con una sonrisa tranquila en su rostro.