Matrimonios por contrato que se convierten en una visa hacia la muerte. Una peligrosa mafia de mujeres asesinas, asola la ciudad, asesinando acaudalados hombres de negocios. Con su belleza y encantos, estas hermosas pero letales, sanguinarias y despiadadas mujeres consiguen embaucar a hombres solitarios, ermitaños pero de inmensas fortunas, logrando sus joyas, tarjetas de crédito, dinero a través de contratos de matrimonio. Los incautos hombres de negocia que caen en las redes de estas hermosas viudas negras, no dudan en entregarles todos sus bienes, seducidos por ellas, viviendo intensas faenas románticas sin imaginar que eso los llevará hasta su propia tumba. Ese es el argumento de esta impactante novela policial, intrigante y estremecedora, con muchas escenas tórridas prohibidas para cardíacos. "Las viudas negras" pondrá en vilo al lector de principio a fin. Encontraremos acción, romance, aventura, emociones a raudales. Las viudas negras se convertirán en el terror de los hombres.
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Capítulo 11
Tobías la llevaba a costosos restaurantes o le compraba abrigos de moda, vestidos carísimos y hasta valiosas joyas. Ella estaba encantada con el anciano. Y una noche estrellada, fue que lo besó, apasionadamente en la boca, dejando estupefacto al vejete.
Fue la primera vez que una mujer lo besaba así, tan apasionadamente, a Tobías. Él se sintió flotar en ese cielo límpido y oscuro, como una alfombra donde se prendían los foquitos de los luceros que tanto idolatraba ella. Su corazón revotaba en el pecho y se sentía dueño de todo ese universo que enamoraba a Gisela.
Ella lo besó tantas veces, acarició su piel con vehemencia, prendió sus fuegos con las caricias de él y disfrutó mucho, la noche que la hizo suya, con pasión y emoción.
Zuluaga conquistó los rincones de ella con un apetito voraz, mordió su carnes desesperado por la excitación y vació en ella todo ese cúmulo de deseos que tenía desde que se fue Prudencia de su lado.
Tobías, en realidad, sabía que le quedaba poco de vida. Pero esos instantes al lado de Gisela, fueron los mejores momentos de su accidenta existencia entre estar enterrado en su chacra y, en los últimos tiempos, víctima de achaques producto de numerosas y diversas enfermedades propias de su senectud. Ella había hecho posible que recupere la fe en el amor, en la vida misma y sus caricias y besos, su piel tersa y lozana, sus gemidos musicales cuando conquistó sus más profundas intimidades, le habían devuelto la felicidad, una palabra que casi se había extinguido en sus sentimientos.
-Quiero que seas mía por lo que me queda de vida-, le dijo entonces él esa noche, desnudos, abrazados, bajo las estrellas, en la terraza de su casa, un palacio que había comprado no hace mucho en Santa Patricia.
-Hablas como si te fueras a morir-, le reclamó coqueta Gisela.
-Soy un pobre ochentón y tú una jovenzuela llena de vida-, le recordó exhalando aún el fuego divino que habían disfrutado tumbados en el suelo, vencidos por sus propio deseos de compartir sus carnes.
Y sin que ella lo pidiera, Tobías le dio un contrato matrimonial. -Ya está firmado. Todo lo mío será tuyo, apenas nos casemos-, le dijo Tobías feliz de haber reencontrado a ese hombre que enterró entre tanto trabajo en las tierras.
Fue una ceremonia muy íntima. Gisela llevó a sus amistades, que no eran muchas tampoco. Y Tobías a nadie. Sus parientes y amigos habían fallecido, casi todos por la pandemia de Covid 19. Como le dijo alguna vez a su ahora flamante esposa, era un hombre triste y solitario, sin más amistad que su propia sombra.
Esa misma semana, Gisela le dio el potente veneno que le dio Telma Ruiz. Su reciente esposo lo tomó ávido, sediento, porque había disfrutado de una exquisita sesión de mucha pasión con su amada. Ella había estado más fogosa que nunca, hambrienta y ávida de que Tobías la haga suya. Sus gemidos apenas él marchó hacia sus abismos lo excitaron al máximo a Zuluaga. Fue una música celestial que le hizo sacar fuerzas de flaquezas. Ella lo rejuveneció con las melodías de sus quejidos tan deliciosos pidiéndole, incluso, que lo haga más y más, fuerte, más vehemente, mientras invadía sus profundidades.
El veneno actuó muy rápido, fue fulminante. Tobías Zuluaga no sintió, siquiera, la muerte trepando por sus piernas, revolviendo su estómago o cuando su corazón empezó a dejar de latir. Seguía disfrutando de la melodía del amor que escuchó de los labios de su amada, como un redoble exquisito, una marcha romántica y hasta una poesía encantada.
Tobías quedó tendido sobre la almohada con una larga sonrisa, satisfecho, feliz, de haber disfrutado de tanto placer que solo ella podía prodigarle.
Los tres esbirros de Telma llegaron, casi al momento, solemnes, como siempre, puntuales y enfundados con guantes de seda. Sus zapatos estaban envueltos en plástico y trajeron algodones para untarlos de acetona. Limpiaron todo afanosamente, cambiaron las frazadas y fundas de la almohadas con prolijidad. Se llevaron el vaso fatal, donde Tobías había bebido el veneno, limpiaron las alfombras, los caños, el baño. Todo quedó igual a un cristal.
Gisela ya se había marchado. Se llevó el moderno auto que Tobías le había comprado, con dos asientos reclinables y muchas velocidades, de última generación. Ella se detuvo cerca de la Costa Verde y contempló un rato las estrellas. Una vez más disfrutó de sus brillos, de sus luces sicodélicas encendiéndose y apagándose como fogonazos.
-No te puedes quejar, Tobías, ya estas cabalgando las nubes en medio tantos fulgores-, murmuró Gisela riendo. Tiró el cigarrillo que estaba fumando y se marchó, rauda, haciendo rugir el motor de su flamante carro.