Soy Eros Montalbán. A simple vista, un estudiante brillante de medicina. Pero por dentro, soy otra cosa. Algo que no encaja. Algo que no se puede domar.
Desde niño he sentido esa pulsión: el cosquilleo en los dedos, la sed, la oscuridad. Mi madre me enseñó a mantenerla bajo control, a domar la bestia… pero incluso ella sabe que es cuestión de tiempo. Porque la sangre de Lucas Santori corre por mis venas, y su legado me pertenece.
Mientras el mundo celebra mi genialidad, yo observo desde la sombra. No busco amor, ni redención. Busco respuestas. Y si el precio es desatar lo que llevo dentro… entonces que el mundo arda.
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CAPITULO 1
EROS.
La universidad huele a rutina. A estupidez disfrazada de intelecto. Camino entre pasillos llenos de voces huecas, carcajadas que no me hacen gracia y pensamientos tan superficiales que me dan náuseas. Todo es tan predecible. Tan.. común.
Entro al aula de Anatomía y me siento en mi lugar habitual: segunda fila, extremo derecho. Desde aquí tengo una vista clara de todos. Me gusta estudiar a la gente. Sus gestos, sus nervios, sus muecas cuando intentan aparentar seguridad. El cuerpo nunca miente.
Abro el libro de texto aunque no lo necesito. Podría dictar la clase sin problema, pero me limito a pasar las páginas como uno más. Fingir es parte del juego.
El murmullo se apaga de golpe cuando el decano entra. Su rostro lo dice todo: algo pasó.
—Buenos días —dice sin rodeos—. El profesor Serrano ha renunciado. No avisó, no se despidió. Simplemente... desapareció. Pero eso ya no importa. Les presento al nuevo docente encargado de Anatomía: el doctor Adrián Marconni.
Levanto la mirada.
Y ahí está.
Un hombre alto, de unos casi cincuenta años, entra al salón con una elegancia sobria que impone sin esfuerzo. Lleva un traje gris perfectamente entallado, el cabello negro peinado hacia atrás con destellos de canas marcando las sienes. Tiene una barba de tres días, cuidada al milímetro, como si incluso el desorden estuviera planeado.
Pero lo que más me llama la atención son sus ojos. Negros. Profundos. Vacíos y a la vez repletos de algo que no logro descifrar.
Nuestros ojos se cruzan.
Y no parpadea.
Yo tampoco.
Hay algo extraño en su forma de mirarme. Como si ya me conociera. Como si estuviera buscando... algo.
—Buenos días —saluda, con voz grave, perfectamente modulada—. Soy el doctor Adrián Marconni. A partir de hoy estaré a cargo de esta clase.
Hace una pausa, dejando que el silencio pese.
—Y detesto la mediocridad.
Nadie se mueve. Nadie respira.
—Si alguno de ustedes cree que esta materia será fácil de aprobar, puede ir saliendo por esa puerta ahora mismo. No estoy aquí para facilitarles el camino. Estoy aquí para enseñarles a respetar el cuerpo humano... y a temerlo.
Trago saliva, sin saber por qué.
Hay algo en él que me inquieta. Algo en su voz, en su energía. Su presencia me resulta... extraña.
No sé que sucede.
Pero lo siento.
Muy dentro de mí, algo despierta.
El decano aún no se ha marchado cuando vuelve a hablar.
—Antes de retirarme, quiero presentar también a una nueva estudiante. Ella se unirá a su grupo a partir de hoy.
La puerta se abre una vez más.
Y entra ella.
Piel blanca, casi translúcida bajo las luces frías del salón. Cabello liso, castaño, que le cae con suavidad hasta los hombros. Ojos azules. Pero no cualquier azul… uno pálido, gélido, como si alguien hubiera dejado un trozo de hielo suspendido en su mirada.
Camina con pasos contenidos, los hombros ligeramente encogidos, la mirada baja. ¿Tímida? Tal vez. ¿Reservada? Seguramente. Pero hay algo más. Algo que no alcanzo a nombrar.
Y lo siento.
Un cosquilleo.
Ese maldito cosquilleo en los dedos.
El mismo que me despierta cuando veo la sangre correr en una incisión perfecta. El que aparece cuando sé que algo vale la pena.
La miro.
Y por un instante, me permito mentirme. Le doy un nombre falso a lo que siento. Lo disfrazo con una máscara que me resulta familiar.
Deseo.
Eso debe ser.
Después de todo, soy joven. Vivo con los sentidos alerta. Y aunque detesto lo huecas que son la mayoría de las chicas de esta universidad, no soy de piedra. Me gusta el sexo. Me gusta tener el control. Me gusta arrancarles gemidos a esas bocas que solo saben decir idioteces durante el día.
La mayoría ya ha pasado por mi cama. Una sola vez.
Nunca repito.
Porque no vale la pena. Porque no hay alma detrás de esos ojos. Solo cuerpos. Y cuerpos vacíos no me interesan más de lo necesario.
Pero ella…
Ella no es como las demás.
Y lo sé antes de que diga una sola palabra.
La voz del decano me saca de mi cavilación.
—Su nombre es Helena Cote. Espero que puedan hacerla sentir bienvenida.
Helena.
La palabra se queda flotando en mi mente, como si tuviera un eco invisible.
Ella levanta la mirada solo un segundo.
Y, joder.
Esos ojos…
Me miran. Solo a mí.Y algo en mi interior se crispa.
El decano por fin se marcha, y el sonido de la puerta cerrándose es como una señal silenciosa. A partir de ahora, todo cambia.
Adrián Marconni da unos pasos al frente. Se planta con firmeza frente al atril, y durante unos segundos solo guarda silencio, escaneando el aula con una calma que inquieta.
—Comencemos.
Su voz es grave, bien modulada, cargada de autoridad. El tipo sabe hacerse escuchar sin necesidad de gritar.
—El cuerpo humano —dice— es una máquina fascinante, sí, pero también… un sistema vulnerable. Frágil. Que se rompe con facilidad. Una incisión en la carótida. Una fractura en la base del cráneo. Un fallo eléctrico en el corazón.
Hace una pausa. Deja que el peso de sus palabras se hunda en la sala.
—Nos creemos invencibles, pero un corte bien hecho puede apagar todo en segundos. Un descuido… y se acabó.
Varios de mis compañeros se remueven en sus sillas. Puedo sentir su incomodidad, como si de repente recordaran que la muerte no es algo lejano ni cinematográfico. Está ahí. Siempre ha estado.
Yo, en cambio, sonrío.
Porque es justo como yo lo veo.
Esa visión cruda, real, sin adornos de lo humano. Sin metáforas románticas ni cursilerías innecesarias. La verdad, desnuda y sin filtro.
Él lo entiende.
No como los otros profesores de bata blanca que hablan del cuerpo como si fuera una obra de arte divina. No. Marconni lo disecciona con las palabras como si estuviera ya con el bisturí en mano.
Y entonces, por un momento, sus ojos se clavan en mí.
¿Lo sabe?
¿Puede verme por dentro?
Y justo entonces, ella… Helena, se sienta frente a mí.
Casi no hace ruido. Se mueve como una sombra.
Puedo ver el contorno de su espalda, el cuello expuesto, una hebra de cabello que resbala por su mejilla. Me esfuerzo por no perderme en eso. Pero algo en ella… irrita mi control.
Adrián sigue hablando.
—Aquí no estamos para memorizar partes del cuerpo como niños recitando el abecedario. Estamos aquí para entender lo que se rompe, cómo se rompe… y por qué se rompe.
Yo asiento. Internamente. Porque por primera vez, siento que alguien está hablando mi idioma.
Y por más extraño que parezca, ese hombre y yo somos iguales.
Él lo sabe.
Y yo también.
—Bien —dice Marconni, caminando frente al tablero sin siquiera mirarlo—, si la irrigación de la arteria mesentérica superior se interrumpe súbitamente, ¿cuál creen que será el efecto más inmediato sobre el intestino delgado?
Un murmullo apenas audible se extiende por el aula. Algunos bajan la mirada. Otros fingen pensar.
Yo no.
Es una pregunta tramposa. Puede responderse de dos maneras, dependiendo de la perspectiva: fisiológica o clínica.
Levanto la mano sin pensarlo dos veces.
—Necrosis isquémica del yeyuno e íleon por hipoxia celular —respondo con seguridad—. Si no se trata de inmediato, lleva a sepsis y muerte.
Siento las miradas clavarse en mí. Como siempre.
Pero entonces, desde el asiento frente al mío, ella habla.
—Eso es correcto —dice con suavidad, sin girarse del todo—, pero incompleto.Una interrupción súbita también causa dolor abdominal intenso, incluso antes de que ocurra la necrosis. El síntoma más inmediato no es la muerte celular… es el dolor. Por la distensión y el espasmo reflejo.
Silencio.
El tipo de silencio que corta como navaja.
La miro.
Helena.
La misma chica de ojos azules que hace solo unos minutos pensé que sería como todas las demás.
Pero no.
No lo es.
Siento algo dentro de mí moverse. No sé si es rabia, sorpresa… o una mezcla venenosa de ambas.
Clavo mis ojos en los suyos. Quiero que me mire. Que sostenga mi mirada.
Pero no lo hace.
Desvía la vista con calma, como si no le importara el peso que intento proyectar sobre ella.
Eso me irrita más de lo que debería.
Marconni asiente levemente, y sus ojos brillan un instante cuando la observa.
—Excelente, señorita —dice con tono aprobatorio—. Preciso, y clínicamente más relevante.
Después se vuelve hacia mí. No hay dureza en su rostro, pero sí decepción.
—Y usted, Montalbán… esperaba algo más. Su reputación lo precede, pero las respuestas seguras suelen ser las más pobres.
Me quedo inmóvil.
No porque no tenga algo que decir. Sino porque nadie jamás me ha dicho algo así en esta universidad. Porque yo soy el mejor. En todo. Siempre.
Y ahora ese hombre, ese profesor nuevo, me reduce frente a todos… por una respuesta que también era correcta.
El ego es un animal que sangra con facilidad. Y el mío acaba de recibir su primer corte.
Pero no olvido esa voz dulce que corrigió mi respuesta.
Ni esos ojos que evitaron los míos.
Ni el nombre de ese maldito profesor que hoy me hace sentir menos.
Adrián Marconni.