alexia rencarna en la última novela que leyó después de haber muerto traicionada por su propia hermana...
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capítulo 2
Terminé de leer el libro y lo cerré con un suspiro. Me gustó la historia, pero me sentí un poco decepcionada con el final.
Me levanté de la cama de seda, sintiendo la tensión habitual en mis músculos, el peso invisible pero real del Imperio de Sangre que llevaba sobre mis hombros.
Mi reflejo en el espejo era el de una mujer tallada para el mando: ojos grises fríos, una postura inquebrantable y esa cicatriz apenas visible junto a mi mandíbula, un recuerdo permanente de mi educación.
Soy Alexia Volcova, la líder de la Bratva, la mafia rusa. No por ambición, sino por juramento, Mi padre, el antiguo líder. Cayó hace tres años en una emboscada con un cártel rival. Su muerte me arrancó la última brizna de juventud. Desde aquel día, he sido el escudo y la espada de mi familia, la guardiana de nuestro legado. Él me había enseñado todo: el manejo letal de un lider la fría lógica de la negociación, y la necesidad ineludible de la ejecución a sangre fría contra quienes osaban interponerse o, peor aún, traicionarnos.
Yo era la Ley en este mundo de sombras.
Pero, incluso el hielo tiene un punto de fusión. Mi debilidad, mi único punto vulnerable, era mi familia: mi madre y, sobre todo, mi hermana menor, Sofia. Por ellas, lo soportaba todo. Por ellas, mantenía la promesa hecha a mi padre de protegerlas a toda costa.
El brusco sonido de mi teléfono cortó mis pensamientos. Miré el identificador: Sofia. Una punzada de inquietud me atravesó, pues ella rara vez llamaba directamente.
—Alexia, necesito que vengas de inmediato a la bodega —dijo su voz, tensa por la urgencia.
—¿Qué sucede, hermana? —pregunté, deslizando la mano bajo la almohada para tomar mi pistola.
—Tenemos a uno de los traidores. Vendió información de la organización. Hay que... interrogarlo. Date prisa.
—Voy en camino. No toques nada.
Colgué. La adrenalina se inyectó en mis venas, desplazando el cansancio. La traición era el cáncer que había diezmado a nuestra gente, y yo era la cirujana. Me vestí con rapidez, el cuero negro y las botas militares dándome una armadura sombría.
Sofia me esperaba en el pasillo. Lucía nerviosa, sus ojos azules brillaban con una excitación inusual que atribuí a la adrenalina.
—¿Quién es? —pregunté mientras avanzábamos a paso rápido hacia el ascensor de servicio.
—Dimitri. Fue nuestro jefe de logística —murmuró ella, mirando de un lado a otro.
Llegamos a la entrada del túnel que conducía a la bodega subterránea, el corazón secreto de nuestras operaciones. Nuestros hombres de guardia estaban en posición. Pero algo no encajaba. La quietud era demasiado profunda.
Justo cuando íbamos a doblar la esquina, el infierno estalló.
Gritos, el chirrido metálico de las armas automáticas y el estruendo ensordecedor de los disparos nos engulleron.
—¡Emboscada! —grité.
Varios de nuestros hombres cayeron de inmediato, la sangre manchando el cemento. No era solo un ataque, era una matanza profesional y bien coordinada. Nos lanzamos detrás de unos barriles.
Sofia y yo respondimos al fuego con ferocidad. Yo disparaba con precisión, derribando a tres atacantes con movimientos fluidos y sin piedad. Luchábamos como siempre lo habíamos hecho: espalda con espalda, unidas por lazos de sangre y lealtad. Pero la oleada de asaltantes era interminable. Estábamos brutalmente superadas en número, acorraladas.
En medio del caos y el humo de la pólvora, me giré brevemente para comprobar la posición de Sofia. Fue un instante de descuido, un error fatal dictado por mi única debilidad.
Un dolor agudo e insoportable me atravesó la espalda. Caí de rodillas, el aire escapando de mis pulmones en un jadeo. La sangre caliente empapó la tela de mi chaqueta.
Con un esfuerzo agónico, me giré, arrastrándome hacia la pared. Mis ojos buscaron al tirador. Mi arma se deslizó de mi mano.
El mundo se detuvo.
Frente a mí, de pie en la luz incierta, estaba Sofia. En su mano temblaba una pistola, el humo del disparo reciente escapando del cañón. Y en su rostro... una sonrisa. No de miedo, sino de triunfo helado.
—¿Por qué, Sofia? —Mi voz era apenas un susurro roto, una ola de dolor físico y de la traición más profunda que existía.
Sofia se encogió de hombros con una frialdad escalofriante, como si se deshiciera de un abrigo viejo.
—Estaba cansada de estar bajo tu sombra, Alexia. Cansada de ser la hermana. Siempre los negocios, siempre la protección, siempre la regla. Siempre tú. Yo creo que puedo ser una líder mejor que tú. Mucho mejor..
Ella dio un paso a un lado.
En ese momento, la figura imponente del líder de la mafia rival, Alessandro, emergió de las sombras. El tiroteo cesó abruptamente. El silencio que siguió fue más aterrador que el rugido de las balas.
Alessandro se acercó a Sofia, su sonrisa amplia y depredadora.
—Bienvenida al equipo, Sofia. Juntos, podemos conquistar la ciudad.
La tomó por la barbilla y la besó con una posesividad brutal. Sofia le correspondió el beso con una pasión que me resultó ajena y repugnante.
Mi corazón no solo se estrujó; se hizo trizas. Mi propia hermana, mi única razón para luchar, me había vendido. Había traicionado mi juramento, mi amor, mi sacrificio, aliándose con nuestros peores enemigos. Me había disparado.
Una lágrima solitaria se abrió paso a través del polvo en mi mejilla. Me había concentrado tanto en proteger a mi familia de los enemigos externos que nunca vi a la víbora que anidaba en mi propio hogar.
Alessandro se separó de Sofia y me miró. En sus ojos no había odio, solo la satisfacción de una victoria asegurada. Levantó su arma, apuntando directamente a mi pecho.
—El último de los Volcova —dijo con desprecio.
Sentí otro disparo, más potente, más definitivo. El impacto me lanzó contra el cemento frío. Un dolor abrasador me consumió, y la sangre brotó de mi herida, mezclándose con la suciedad del suelo.
La vida comenzó a drenarse de mí como agua de un cántaro roto. Traté de aferrarme a la conciencia, de levantarme, de pronunciar una maldición, pero el esfuerzo era inútil. Mis párpados pesaban toneladas