tres años han pasado desde que el Marqués Rafael y Elaiza sellaron un pacto de amor secreto. Cuatro años en los que su relación ha florecido en los rincones ocultos de la mansión, transformándose en una verdad inquebrantable que sostiene su hogar.
Pero con los hijos del marqués haciéndose mayores y la implacable sociedad aristocrática que ha comenzando a susurrar, el peligro de que su amor salga a la luz es más grande que nunca.
¿Podrá estás dos almas unidas en la intimidad sobrevivir al escrutinio del mundo? ¿osera el fin de su amor?
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el regreso del marqués
El carruaje se detuvo frente a la imponente mansión y el cochero saltó para abrir la puerta. Un muchacho joven, con un traje militar impecable, se notaba su esfuerzo por hacer todo perfecto, aunque su torpeza delataba su falta de experiencia. El vehículo era majestuoso, de madera oscura y lacada, adornado con detalles de bronce. Cuatro caballos negros, con bridas de cuero adornadas con hebillas de plata, tiraban de él con un paso firme y uniforme.
Rafael de Robledo descendió con un porte más maduro y seguro que antes. Su cabello oscuro, con algunas hebras plateadas en las sienes, estaba perfectamente peinado. Su rostro, enmarcado por una barba bien cuidada, reflejaba la confianza de un hombre que ha encontrado su lugar en el mundo. Llevaba una chaqueta militar ajustada que realzaba su figura y se movía con una gracia innata que infundía respeto. Su mirada penetrante recorrió el jardín y se detuvo en las figuras que lo esperaban en la entrada.
La señora Jenkins se adelantó y se inclinó en una reverencia. "Bienvenido a casa, mi señor. Es un placer tenerlo de regreso".
"Gracias, señora Jenkins", respondió Rafael, su voz profunda y amable. Su mirada se deslizó hasta el grupo detrás de ella, donde Elaiza se mantenía discretamente en la retaguardia con los niños, sosteniendo en brazos al joven zorro rey Arturo.
El marqués se acercó a ellos. Elaiza, ahora en la flor de la vida, le hizo una leve reverencia a manera de saludo, sus ojos se encontraron con los de él por un instante. Fue solo una fracción de segundo, pero en esa mirada se transmitió todo lo que no podían decir: el alivio de la reunión, la alegría silenciosa y la familiaridad que el mundo exterior no conocía. Rafael le dedicó una sonrisa, apenas perceptible, antes de volver su atención a los niños.
Rosalba, ahora de dieciséis años y a punto de ser presentada en sociedad, se acercó a su padre. Su postura era elegante y su reverencia impecable.
"Bienvenido, padre. Nos alegra mucho su regreso". En sus ojos había una calidez que mostraba su afecto más allá de su formalidad.
Rafael la miró con orgullo. "Has crecido, hija. Te has convertido en toda una señorita, justo como lo habrían querido tu madre. Veo que las lecciones de la corte ya han rendido frutos". Le dio un beso en la mano, cálido y amoroso.
Emanuel, de diez años, se lanzó a los brazos de su padre con un grito de alegría, su rostro aún inocente y con un brillo travieso en sus ojos. "¡Papá, regresaste!". Rafael intentó cargarlo, pero su tamaño lo impidió, sus experimentos en la cocina le habían proporcionado un cuerpo robusto y los trabajos en su nuevo huerto lo habían hecho más fuerte, el rostro severo de su padre se ablandó por el cariño genuino de su hijo menor.
"He regresado, pequeño... Haz crecido mucho estos dias. He traído regalos para los dos. Y para Tomás también, por supuesto", añadió, sabiendo que su hijo mayor, de quince años ahora, seguía en la escuela militar, "aunque tendrá que esperar hasta que regrese en invierno".
El marqués entró en la mansión, seguido por el personal de la casa. Elaiza se quedó atrás un momento, su corazón aún latiendo por el breve momento que compartieron. Detrás de ellos, Jorge, ahora convertido en el mayordomo y guardia de la casa, se acercó al Marqués mientras los criados bajaban los baúles del carruaje.
"Bienvenido a casa, mi señor", dijo Jorge con su voz amable, un bigote bien cuidado asomaba debajo de su nariz.
"Es un gusto volver a verle". Rafael se detuvo y miró el bigote, una sonrisa asomó a sus labios. "El gusto es mío, Jorge. Y veo que has añadido una... distinción a tu uniforme".
Jorge se llevó una mano al bigote, un poco cohibido, pero con orgullo. "Ah, sí, mi señor. Una pequeña adición. Me pareció que era hora de un cambio".
Rafael soltó una carcajada. "Una adición audaz, Jorge. Te sienta bien. Ahora, lleven mis baúles a mi habitación. Y traigan el baúl rojo al salón por favor. Hay algunos regalos que quiero darles a mis hijos".
Jorge asintió con la cabeza, su mirada se encontró brevemente con la de Elaiza, y le dio una sonrisa cálida y cómplice antes de ponerse a trabajar.
El resto del día transcurrió cargado de la euforia por el regreso del marqués. Sus historias de lugares lejanos, los regalos de otras tierras y las risas de sus aventuras llenaron los rincones del hogar. El bullicio de la tarde dio paso al silencio de la noche, una calma que solo era rota por el distante ulular de un búho.
Cuando las últimas luces de la mansión se apagaron y la casa entera quedó en calma, una sombra silenciosa se deslizó por el corredor. Con pasos sigilosos, se acercó a la habitación de Elaiza. Encontró la puerta entreabierta, una tácita invitación que le permitió entrar sin hacer ruido.
Elaiza, sentada junto a la ventana, no se sobresaltó. Levantó la mirada al verlo, y una sonrisa genuina, la primera del día, iluminó su rostro. Rafael cerró la puerta con cuidado y se acercó a la cama. El silencio de cuatro años de espera lo acompañó. La figura sin su uniforme y ahora relajada, sin la rigidez de la formalidad, llenó a la mujer de una tranquilidad que no había tenido en semanas.
"Esperaba que vinieras", susurró ella y le hizo una seña para que se sentara a su lado en la cama.
Rafael se inclinó, su voz apenas un soplo en la penumbra. Besó su frente y luego tiernamente sus labios. "Los últimos días se hicieron eternos. Necesitaba verte a solas, sin la mirada de todos". Se sentó en el borde de la cama, mirándola con una intensidad que derretía la distancia que habían mantenido.
"Han sido muchos días, mi amor", dijo Elaiza, su voz también baja. "Han pasado tantas cosas..."
"Lo sé. Lo sé, mi amor", le interrumpió, extendiendo una mano para tocar la suya. "Pero ahora estoy aquí. ¿Estás bien? ¿Los niños están bien?".
Elaiza asintió. Charlaron un momento de las cosas cotidianas que ocurrieron, relajados y sin presiones. Finalmente, Elaiza dijo: "Estás aquí, eso es lo que importa", susurró, acurrucándose en los brazos de su amado. Tomó su mano y la llevó a su mejilla, un gesto que habló de la intimidad que se habían visto obligados a esconder. "Pensé en ti todos los días. En cómo estarías, si la supervisión iba bien, si comías..."
Rafael cerró los ojos, sintiendo el calor de su piel. "Y yo pensaba en ti, en los niños... en este momento. Este es el único lugar donde puedo ser simplemente yo mismo".
Él se inclinó, su aliento acariciando su rostro antes de que sus labios se unieran en un beso que era a la vez un reencuentro y una promesa. Era un beso largo y tierno, que transmitía la desesperación y el anhelo de los meses de separación. Cuando se separaron, ella le pidió con una voz que era apenas un suspiro.
"Quédate. Duerme a mi lado esta noche. Te he extrañado tanto que quiero sentir tu aroma hoy". Sus ojos suplicaban por aquel contacto fortuito que tenían unas pocas veces al mes.
Rafael no dudó. Se deslizó en la cama junto a ella, su cuerpo encontrando una familiaridad que le reconfortaba el alma. Con ella en sus brazos, sintió una paz que la mansión, por grande que fuera, no podía ofrecerle. Sus manos comenzaron a recorrer su espalda, bajando por el cuerpo de la que ya había sido su mujer varias veces desde hacía unos años, sus caricias suaves y llenas de ternura. Sus labios se encontraron en besos apasionados, solo dejaron su boca para descender por su cuello, besando cada centímetro de piel que descubría, dejando un rastro de calor a su paso. La mente de Rafael estuvo a punto de nublarse, y aunque su cuerpo deseaba más, sabía que no era el momento. Las cuentas de los días no eran las correctas para aquel encuentro. No quería romper la belleza de su reencuentro, de ese instante de pura intimidad, ni dar paso a una nueva vida. El beso en su frente fue el último de la noche, una dulce y final caricia antes de que la paz de su presencia lo arrullara en el sueño. Así, acunados en los brazos del otro, se quedaron dormidos en la tranquilidad que solo podían encontrar el uno en el otro.
El tenue resplandor del amanecer comenzaba a filtrarse por las cortinas, poco a poco el suave murmullo de la mansión al despertar rompió el silencio. Rafael se removió en la cama, abrazó a Elaiza dormida y ella se acurrucó nuevamente en sus brazos. Un ruido externo lo hizo despertar de golpe, sus ojos se abrieron al instante al escuchar el susurro de las pisadas en el pasillo. La paz de la noche se desvaneció. Sus movimientos bruscos despertaron a su compañera.
"Espera, espera", susurró Elaiza, poniendo un dedo en sus labios entre risas nerviosas. "Son los sirvientes, no hagas ruidos".
Rafael se levantó lentamente intentando no hacer ruido, sus movimientos como los de un felino sigiloso. Se vistió en silencio lo más rápido que pudo, susurrando entre dientes por la prisa. Elaiza se puso su bata con calma y luego comenzó a vestirse, una rutina perfectamente estudiada por años, aunque su corazón latía por la adrenalina del momento.
"¿Por qué se levantan tan temprano?", susurró Rafael con un tono de indignación exagerada. "Es un crimen contra el sueño. ¿No ven que su amo está cansado de un viaje largo?".
Elaiza se rio en voz baja, el sonido más dulce que él había escuchado en meses. "Es la rutina, mi señor. No descansa por nadie".
Él se asomó por la puerta y vio a una doncella con un balde de agua en la mano, a punto de pasar. Cerró la puerta justo lo suficiente para no ser visto. Luego, cuando notó que se iba, volvió a abrirla para deslizarse por el pasillo con una elegancia que desmentía su pánico. Elaiza, ya vestida, salió momentos después, cerrando la puerta con un suave "clic".
Se encontraron en el pasillo, pretendiendo que su encuentro era casual. La doncella pasó nuevamente ahora con una fregona, y aunque no notó nada extraño, Rafael y Elaiza mantuvieron la farsa.
"Buenos días, señorita Medina", dijo Rafael en voz alta, su voz firme.
"Buen día, mi señor", ella, sin perder un segundo, se dirigió a la habitación de Rosalba, lista para comenzar el día como si nada hubiera pasado, con una sonrisa cómplice en sus labios.
"Disculpe, señorita", dijo el marqués dirigiéndose a la muchacha, "podría traerme un vaso con agua a mi habitación? Me he despertado con una terrible sed".
"Claro, mi señor", respondió, con un tono profesional. "Enseguida".
La doncella regresó sobre sus pasos para ir por su cometido, y Rafael regresó a su habitación con un gesto de complicidad a Elaiza quien en Ese momento abría la puerta de Rosalba.
¡La princesa está enamorada de Rafael!
Eso no me lo esperaba.
🤔🤔🤔
*volvió
(pequeños deslices al teclear muy rápido)