En el elegante y exclusivo Imperial Garden (Imgard), un enclave de lujo en el Londres de 1920, la vida de las doce familias más ricas de la ciudad transcurre entre jardines impecables y mansiones deslumbrantes. Pero la perfección es solo una fachada.
Cuando un asesinato repentino sacude la tranquilidad de este paraíso privado, Hemmet, un joven detective de 25 años, regresa al lugar que dejó atrás, escondido tras una identidad falsa.
Con su agudeza para leer el lenguaje corporal y una intuición inquebrantable, Hemmet se sumerge en el hermético círculo social de Imgard. Mientras investiga, la elegancia y los secretos del barrio lo obligan a enfrentarse a su propio pasado.
En Imgard, nada es lo que parece. Y cada elegante sonrisa esconde un misterio.
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Prólogo
El amanecer se extendía sobre Imgard, un pintoresco pueblo inglés a las afueras de Londres.
La luz primaveral, un suave matiz dorado, se filtraba a través de las copas de los árboles, iluminando los jardines meticulosamente cuidados y los senderos de piedra húmeda. No era el ardiente resplandor del verano, sino una calidez delicada que prometía un día apacible de Primavera.
En su suntuosa habitación, la joven Mireia Shelford se desperezaba con un bostezo tenue, estirando sus frágiles extremidades.
Sus ojos, del color de un cielo despejado, recorrieron los muebles de caoba y las paredes revestidas de seda.
Fijó su mirada en el ventanal, donde una rendija entre las pesadas cortinas de terciopelo dejaba pasar un tímido rayo de luz.
Unos suaves golpes resonaron en la puerta.
— ¿Señorita Mireia? — se escuchó una voz. — ¿Puedo pasar?
— Adelante — respondió la joven con voz perezosa.
La puerta se abrió y una mujer de unos treinta años entró en la habitación. Vestía un impecable vestido azul marino, cubierto por un delantal de lino blanco almidonado. Su atuendo, sencillo pero pulcro, revelaba su posición como sirvienta.
— Veo que no durmió muy bien, señorita — dijo la mujer con una sonrisa, mientras se acercaba a las cortinas y las abría de par en par con un movimiento rápido, inundando la estancia de luz.
Se volvió hacia Mireia, que aún estaba recostada. — ¿Volvió a quedarse despierta toda la noche leyendo sus libros de fantasía?
Mireia se incorporó con lentitud.
— No son fantasías, Eve. Sherlock Holmes es el detective más grande que ha existido.
— Según tengo entendido, Sherlock Holmes no existe, mi señora.
— ¡Pero está basado en un detective real! — La joven se exaltó, su voz cobrando un entusiasmo repentino.
De repente, una tos incontrolable la asaltó. Se llevó una mano al pecho mientras el sonido hueco llenaba la habitación.
Eve corrió a su lado, sacando un pañuelo de seda de su bolsillo y acercándolo a los labios de la joven.
Cuando la tos finalmente cesó, el pañuelo, de un blanco impoluto, lucía unas pequeñas manchas de un rojo oscuro.
El silencio se instaló entre ellas.
— Parece que su enfermedad no cede — musitó Eve con una tristeza palpable en su voz.
— Lo sé — respondió Mireia, con un suspiro. — Mi cabello rojizo sigue cayendo, mi piel está cada vez más pálida, me canso con facilidad y mi cuerpo se siente tan débil...
Eve colocó sus manos suavemente sobre las mejillas pálidas de la joven.
— Tranquila, mi señora. Estoy segura de que pronto se recuperará y podrá seguir con su vida.
Mireia negó con la cabeza, una sombra de resignación en sus ojos.
— A decir verdad, ya perdí las esperanzas, Eve. Sé que moriré pronto. Debo aceptar mi destino.
Eve no respondió. La preocupación la consumía, pero sabía que insistir solo profundizaría la melancolía de Mireia.
— ¿Qué hay para hoy, Eve? — preguntó Mireia, cambiando de tema.
— Su padre la espera para el desayuno.
— ¡Qué raro! Él siempre desayuna temprano para atender sus negocios — comentó Mireia, levantándose de la cama.
Se detuvo frente a un gran espejo de pie, tocando su rostro pálido y acariciando su cabello, aún hermoso a pesar de su fragilidad.
Era evidente, para cualquiera que la viera, que era una joven de una belleza delicada, pero que la enfermedad la consumía.
— Al parecer… — continuó Eve. — Su padre tiene un anuncio importante que hacerle. No me dio detalles, solo que desea hablar con usted.
La mansión Shelford era un derroche de color y brillo, con sus paredes adornadas con cuadros familiares en marcos dorados y un gigantesco candelabro de cristal que colgaba del techo, iluminando el gran salón principal.
La escalera doble de madera pulida se abría majestuosamente, brindando una entrada elegante.
Mireia descendió con cuidado los escalones, su silueta pálida seguida de cerca por la fiel sirvienta.
Se dirigió hacia el comedor, una sala amplia con una mesa larga y reluciente, decorada con jarrones llenos de flores frescas, candelabros con velas y una cantidad exagerada de comida para solo tres personas.
En los extremos de la mesa, su madre y su padre ya esperaban.
Su padre, un hombre de unos cuarenta años, vestía una camisa de seda blanca y un chaleco azul oscuro con finas líneas doradas. Leía el periódico mientras sostenía una taza de porcelana con el té.
Frente a él, su madre, en un largo vestido de seda color turquesa, sostenía un pequeño libro de tapa de cuero marrón. Su cabello rojizo, recogido en un peinado impecable, brillaba bajo la luz.
Mireia se detuvo a medio camino entre ambos y, con una reverencia, saludó:
— Buenos días, queridos padres.
— Buenos días, querida — respondió su madre con una leve sonrisa.
Mireia observó de reojo a su madre, notando la misma palidez y fragilidad que la aquejaban a ella.
La enfermedad parecía ser una cruel maldición que atacaba solo a las mujeres de la familia.
Cuando Mireia se disponía a tomar asiento en la cabecera, su padre bajó el periódico.
— Ven aquí, siéntate a mi lado — ordenó con su voz grave, sin mirarla directamente.
Mireia lo miró con sorpresa.
Nunca me había pedido que me sentara a su lado, pensó.
Después de unos segundos de vacilación, tomó asiento a su derecha, mirando la abundante comida en la mesa.
El silencio invadió la sala, un silencio cargado de expectación. Mireia sintió que debía esperar a que él iniciara la conversación.
— ¿Qué tal tu cuerpo? — preguntó el hombre después de unos minutos. La pregunta sonó distante, casi sin interés.
— Sigo igual — respondió Mireia con timidez.
Su madre la observaba desde el otro extremo de la mesa.
— ¿Y tu medicina? — continuó su padre. — ¿Está haciendo algún efecto?
— Por el momento, no.
Mireia se sintió cada vez más incómoda. Las preguntas la ponían nerviosa; su padre, un buen hombre, se había vuelto apático y distante desde que la enfermedad había aparecido cinco semanas atrás. Su única preocupación parecía ser contratar a los mejores médicos del país, pero ninguno había tenido éxito.
Debe sentirse mal al saber que las mujeres que ama morirán pronto, pensó Mireia, sus ojos cayendo sobre el periódico que él sostenía. En la primera página, un titular describía un asesinato.
— ¿Dónde fue el asesinato? — preguntó la joven con inocencia.
Frank Shelford finalmente bajó el periódico, dirigiendo su mirada hacia su esposa, quien lo observaba con frialdad.
— En la casa de los Bullock — respondió, sin quitarle los ojos de encima a su esposa.
Un escalofrío de terror recorrió a Mireia.
— ¡¿Los Bullock?! — exclamó, levantándose de golpe. — ¡Está a tres casas de aquí!
El mareo la obligó a tambalearse, y los sirvientes que estaban de pie se movieron para ayudarla, pero su padre levantó una mano, deteniéndolos.
Mireia volvió a su asiento, cerrando los ojos con un quejido de dolor.
— Al parecer un asesino acecha Imgard — dijo su madre desde el fondo de la mesa, con un tono de voz lleno de enojo. — Y todavía no han encontrado al culpable. Tu padre quiere…
— ¡Ya está decidido! — Frank levantó la voz, poniéndose de pie. La mujer se cruzó de brazos, mirando hacia un costado.
Mireia abrió los ojos, confundida por la tensión en el aire. Frank suspiró, intentando calmarse.
— En unas horas llegará un joven. Ha sido contratado para resolver el caso.
— ¿Un detective? — preguntó Mireia, con un brillo de esperanza en sus ojos.
— ¡Un intruso! ¡Un americano que nadie conoce! — exclamó su madre.
— ¡Suficiente! — Frank interrumpió, golpeando la mesa. — Se quedará hasta que resuelva el caso y luego se marchará. Están todos avisados. Ahora, si me disculpan, iré a prepararme para su llegada. Ustedes harán lo mismo.
Se retiró del salón a paso apresurado.
El ambiente se volvió denso. Mireia y su madre, Elena, se miraron. Elena no estaba enojada con su hija, sino con la situación.
Conozco muy bien a mi madre, pensó Mireia. Por alguna razón, odia a los extranjeros.
Más tarde, en su habitación, Mireia se asomó al balcón, contemplando el inmenso jardín bajo ella.
¿Quién será ese hombre?, se preguntó a sí misma, apoyando la barbilla en la mano mientras el viento fresco le acariciaba el rostro.