Una mujer de mediana edad que de repente se da cuenta que lo ha perdido todo, momentos de tristeza que se mezclan con alegrias del pasado.
Un futuro incierto, un nuevo comienzo y la vida que hará de las suyas en el camino.
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Hogar dulce hogar
—¿Estás segura de que tienes todo preparado, amor? ¿No te estás olvidando de nada? —esas fueron las palabras de mi esposo Charles mientras terminábamos de prepararnos para salir rumbo a nuestra segunda luna de miel. ¿El motivo? Nuestro Aniversario número veinte.
Bueno, en realidad no sería una segunda línea de miel propiamente dicha, solamente sería una escapada por el fin de semana. Lo cual era bastante, debido a las múltiples ocupaciones de mi esposo.
—¡Sí, cielo! —respondí desde nuestra habitación, él estaba en la sala guardando el cargador de su móvil y algunas otras pequeñeces dentro de su maletín de viaje.
—Perfecto, reina. En una hora llega tú hermana para quedarse con Luana y Axel —replicó. Luana y Axel son nuestros hijos, son gemelos, ellos tienen quince años y son la luz de mi vida. Bueno ellos y mi esposo, obviamente. Nos costó mucho trabajo tenerlos, al parecer mi cuerpo no estaba en condiciones para un embarazo, así que después de dos años de estar casados nos preocupamos por no poder quedar embarazados.
Tras la insistencia de Amanda, la madre de Charles, y con el asesoramiento de mí médico de cabecera consultamos a un especialista en fertilidad. Después de varios estudios y exámenes todo concluyó en que sería bastante difícil que pudiera embarazarme, así que iniciamos un tratamiento, fue un proceso bastante duro para mí, al principio fueron medicamentos, los cuales eran utilizados para estimular mi ovulación y regularizar mis periodos.
Después de eso, pasamos a inyecciones hormonales. Me sentía como una mezcla entre un laboratorio ambulante y una montaña rusa emocional. Las hormonas me alteraban el humor, me daban náuseas, dolores de cabeza, y en ocasiones solo quería encerrarme en el baño a llorar sin motivo aparente. Charles, en todo momento, fue mi roca. Nunca dejó que me sintiera sola. Me sostenía la mano durante cada exámen, me preparaba baños tibios cuando me sentía hinchada y cocinaba mis comidas favoritas cuando todo lo demás me sabía a nada.
Recuerdo especialmente el primer intento de inseminación intrauterina. Estábamos nerviosos, ilusionados y asustados al mismo tiempo. Nos explicaron que, aunque era un procedimiento relativamente sencillo, las probabilidades de éxito eran solo del 10 al 20% por ciclo. Aun así, pusimos todas nuestras esperanzas en ello. Lamentablemente, no funcionó. Me derrumbé al saberlo, me sentía inútil al no poder traer un hijo al mundo, sobre todo teniendo en cuenta que se suponía que estaba en una . Sentía que había fallado como mujer, como esposa… como si mi cuerpo no entendiera el anhelo que tenía por ser madre. Pero sobre todo quería darle ese regalo tan especial a mi esposo.
Intentamos dos veces más por ese método, pero ninguno de ellos concluyó con éxito. Entonces, nuestro médico nos habló de la fecundación in vitro. Fue un paso gigante, una decisión algo dificil. Un tratamiento más costoso, más invasivo, pero también con mayores probabilidades. Aceptamos, pero con miedo, aunque no puedo negar que también teníamos la sensación de que era nuestra última esperanza. Pasé por una estimulación ovárica más intensa, monitoreos casi diarios y una punción ovárica que, aunque fue dolorosa, nos dio ocho óvulos maduros. De ellos, cinco lograron fecundar.
El día de la transferencia, Charles me miró a los ojos y me dijo que sin importar el resultado, él ya se sentía afortunado solo por tenerme a mí. Eso me dio fuerzas. Una vez que implantaron dos embriones. Después, vino la eterna espera de dos semanas… las dos semanas más largas de mi vida.
Cuando el médico nos llamó con los resultados de la beta, casi no podía sostener el teléfono. "¡Felicidades! El resultado es positivo, y el valor es alto. Puede que haya más de uno." Fueron las palabras exactas que él dijo, y se quedaron grabadas en mi alma. Lloramos, reímos, nos abrazamos como si el mundo se detuviera.
Y cuando por fin hicimos el primer ultrasonido, efectivamente, dos corazones latían dentro de mí. Ni Charles, ni yo pudimos evitar las lágrimas de alegría cuando los vimos en la pantalla, y mucho mayor fue nuestra emoción cuando escuchamos los latidos de sus pequeños corazones.
Para mi fue casi como volver a vivir, fue sentir que no era una inútil, y tuve la certeza de que la llegada de nuestros hijos marcaría un antes y un después en nuestras vidas.
Y no me equivoqué.
Axel y Luana. Nuestros dos milagros llegaron después de dos años de intentos, lágrimas, tratamientos y oraciones.
Mi embarazo fue complicado, como era de esperarse en un caso como el mío, pero no cambiaría ni uno solo de los días, ni momentos que pasé sintiendo a mis hijos crecer dentro de mí. Cada ecografía, cada patadita, cada antojo extraño… todo tenía sabor dulce, sabor a victoria. Me cuidaba como nunca, comía a mis horas, dormía lo necesario, o lo intentaba, y para Charles no fue muy diferente, él se volvió aún más protector que antes. Tenía miedo, claro, pero sobre todo tenía fe de que todo saldría bien.
Cuando por fin los tuve en brazos, lloré como si el alma se me saliera. Axel fue el primero en nacer, llorón y fuerte. Luana llegó un minuto después, más tranquila, observadora, como si ya supiera que la vida era un regalo. En ese instante supe que ya nada en mi mundo volvería a ser igual.
Y no lo fue.
Los primeros meses fueron una locura entre pañales, mamaderas, noches sin dormir y cuerpos agotados, pero también fueron los meses más felices de nuestra vida. El cansancio físico no podía opacar la plenitud emocional. Aprendí a hacer cosas que jamás imaginé: cambiar dos pañales al mismo tiempo, distinguir el llanto de Luana del de Axel, dormir en intervalos de veinte minutos y aun así sentirme bendecida.
Me cambiaron desde lo más profundo. Dejé de exigirme perfección y aprendí a valorar lo simple: una sonrisa babosa, unas manitos tocando mi cara, el olor a bebé impregnado en mi ropa. Ellos me volvieron más paciente, más fuerte y más sensible al mismo tiempo. Todo cobraba sentido. Cada esfuerzo, cada lágrima, cada tratamiento… todo había valido la pena.
Me sentía feliz.
Nuestros hijos también fortalecieron nuestro matrimonio, aunque nunca nos habíamos llevado mal, el nacimiento de Axel y Luana nos unió aún más, nos ayudó a seguir creciendo como personas. Charles se convirtió en un padre maravilloso. Lo veía cantarle a Luana en la madrugada mientras la acunaba o jugar a las avionetas con Axel mientras yo preparaba el almuerzo. Nos enamoramos de nuevo, pero de una forma distinta: mucho más real, más sólida, más cotidiana.
Ser madre me completó. Me dio una razón más para despertar cada mañana con el corazón lleno y los brazos ocupados. Y aunque ya pasaron los años, todavía me sorprende cómo esas dos personitas tan pequeñas lograron enseñarme tanto sobre la vida, el amor y la gratitud.
Seguiré leyendo
Gracias @Angel @azul