CAPÍTULO IX

Los días transcurrían y Martina intentaba convencerse de que todo estaba bien, aunque en el fondo sentía que algo había cambiado en Sebastián. Lo notaba distante, esquivo y hasta molesto cuando ella intentaba acercarse. Pero se repetía a sí misma que era solo una etapa, que las relaciones no siempre eran perfectas.

Una tarde, mientras caminaba por el centro de la ciudad, decidió pasar por la casa de Sebastián sin avisarle. Quería sorprenderlo con un pequeño detalle, una excusa para ver su sonrisa y demostrarle cuánto lo amaba. Compró sus chocolates favoritos y tomó el colectivo con el corazón acelerado de emoción.

Sin embargo, al llegar, tocó el timbre varias veces y nadie atendió. "Quizás salió un momento", pensó. Decidió esperar un rato en la esquina, distraída con su teléfono. Pasaron diez, veinte minutos… hasta que vio lo que jamás habría imaginado.

A lo lejos, Sebastián apareció caminando por la calle, pero no estaba solo. Iba de la mano con Nora, riendo despreocupadamente. Martina sintió cómo el aire le faltaba, su estómago se cerró y su pecho se contrajo en un puño doloroso. Se frotó los ojos, negándose a creer lo que estaba viendo.

"No… no puede ser", pensó, pero ahí estaban, demasiado cerca, demasiado cómodos el uno con el otro.

Quiso llamarlo, enfrentar la situación, pero el miedo la paralizó. ¿Y si estaba sacando conclusiones apresuradas? ¿Y si solo eran amigos? Trató de convencerse, pero el gesto de Nora apoyando la cabeza en su hombro y la forma en que Sebastián acariciaba su mano la hundieron en la peor de las certezas.

Martina sintió un nudo en la garganta y sus ojos se llenaron de lágrimas. Sin pensarlo, se dio la vuelta y empezó a caminar en dirección contraria. Su mente estaba nublada, su pecho dolía y su mundo entero se tambaleaba. Sintió que se ahogaba en su propia confusión, en el cúmulo de señales que había ignorado y que ahora la golpeaban con brutalidad.

Cuando llegó a su casa, entró sin saludar a nadie y se encerró en su habitación. Se dejó caer en la cama, con el paquete de chocolates aún en su mano, ahora sin sentido alguno. Miró el techo, su respiración entrecortada y su cuerpo temblando.

—¿Cómo pude ser tan ciega? —susurró para sí misma, sintiendo que su corazón se rompía en mil pedazos.

Pensó en todas las veces que Sebastián había sido frío con ella, en cada excusa, en cada gesto esquivo. Recordó los comentarios de su hermano Julián, sus advertencias sutiles. Y, sobre todo, recordó la forma en que Nora siempre parecía demasiado interesada en su relación, demasiado cerca de Sebastián.

De repente, sintió una mezcla de tristeza y rabia. No era solo el engaño, sino la burla, la traición descarada de dos personas en las que confiaba. Cerró los ojos con fuerza, tratando de encontrar consuelo en el llanto, pero una idea comenzó a surgir en su mente. Algo tenía que cambiar. No podía seguir ignorando lo que estaba frente a sus ojos.

Esa noche, en su habitación, abrazó su almohada y dejó que las lágrimas fluyeran sin control. No tenía fuerzas para enfrentar a Sebastián todavía, pero en su interior una semilla de duda empezaba a germinar. ¿Cuánto más podría soportar? ¿Cuánto más estaría dispuesta a fingir que todo estaba bien?

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