A solas con el niño

¿Cómo pasaste el día?

No estuvo mal, respondió Andrea con tono indiferente.

Estaba peinándose, mientras ambos se preparaban para acostarse.

Pero tampoco bien, ¿verdad?, insistió Octavio, mientras se aplicaba una toalla con hielos para aliviar sus adoloridas espinillas. Levantó la cabeza y la miró. Aún en su descolorida basta y con crema de noche en la cara, lucía hermosa.

¡La deseaba con tanto ardor!

No, Octavio; ciertamente, no bien.

Solo en momentos de extrema emoción lo llamaba Octavio: en pleno acto de amor o cuando estaba realmente enojada.

¿Crees que alguien haya sospechado?, preguntó él.

¿Qué cosa?

Que se hayan preguntado quién podría ser...

No lo creo, pero de todas maneras me importaría muy poco.

Sí, indudablemente estaba muy enojada.

Andrea, yo...

Octavio, lo que importa es que yo lo sepa.

Entiendo.

No, no entiendes. No tiene la menor idea de lo difícil que esto es para mí.

Se sentó en la orilla de la cama y clavó la mirada en él, que estaba del otro lado.

¡No puedo con esto, Octavio!

Él estuvo a punto de recordarle que había sido una oferta voluntaria suya, pero se detuvo. Después de todo, el culpable era él.

Entonces, tal vez deberíamos mandarlo a su casa...

Decir esto, la miró sin esperanza.

Ella se miró las puntas del cabello. Era un gesto para distraer la mente del castigo que estaba infligiendo a Octavio. Para evitar que su profunda amargura estallara en palabras.

Mira, te dije que lo haría y lo haré, contestó al fin todavía con la mirada baja, pero...

Pero, ¿qué?

Voy a necesitar algún alivio. Es imposible pretender que se trata de un acontecimiento ordinario. No lo es, y yo voy a necesitar alejarme de cuando en cuando.

Por supuesto...

¿Qué quería decir con eso?, Octavio se sintió inquieto.

Mañana... quiero ir de compras durante todo el día.

Bueno Me parece buena idea, aceptó Octavio, satisfecho de que no hubiera pedido más tiempo.

Andrea dejó el cepillo del pelo, sobre la mesita de noche, apagó la luz y se metió a la cama, de espaldas a él. Todavía tenía puesta la bata de baño.

Él estiró el brazo y le puso la mano sobre el hombro derecho. No era más que un toque amistoso, se dijo a sí mismo. En realidad era un gesto interrogatorio.

Tomé una pastilla, Octavio, explicó ella en voz baja sin darse vuelta.

Yo solo quería..., estuvo a punto de decir. Pero no era la verdad y ella lo sabía. No habría hecho sino empeorar la situación.

Un minuto después ella estaba dormida. Lo había abandonado. Él se volvió hacia su mesita de noche y hurgó en busca de una revista. Encontró una muy interesante de un año atrás, y se sumergió en ella.

Pero la lectura no hacía sino quitarle más el sueño. Tal vez se trataba de la revista de las buenas cafeterías de la ciudad, y actuaba como vicaria de la cafeína. El hecho es que se sintió demasiado inquieto para quedarse en la cama. Se levantó en silencio, echó una ojeada a su mujer que dormía profundamente, aunque tal vez su sueño no era tranquilo, se puso las pantuflas y salió de la recámara.

En la casa hacía frío. De un perchero que estaba al principio de la escalinata, tomó su chaqueta de corredor, la puso jaló del cierre y empezó a bajar.

En la sala se encontró con Owen.

Estaba en pijama, sentado sobre el sofá, contemplando el océano a través de la ventana.

Owen, llamó Octavio, en tono suave.

El pequeño se dio vuelta con rapidez un tanto sorprendido.

¿Sí?

¿Te sientes bien?

Sí, pero no podía dormir.

Entonces, ya somos dos, comentó Octavio, ¿no tienes frío?

Un poco.

Octavio se quitó la chaqueta y se la puso sobre los hombros.

Gracias, susurró Owen.

¿Quieres un vaso con leche?

Sí, por favor.

Ven conmigo.

.

.

.

Owen se sentó ante la mesa de la cocina, mientras Octavio ponía un poco de leche en un recipiente y empezaba a calentarla. Aguardando a que la leche estuviera lista, Octavio abrió una cerveza. Después dio la leche al niño y se sentó junto a él. La casa estaba en absoluto silencio. Podían oír el murmullo del océano.

¿Disfrutaste el paseo de hoy, Owen?

El pequeño se mostró confuso y triste.

Lamento no saber jugar softbol.

Eso no tiene importancia, lo reconfortó Octavio. Cómo pudiste ver, yo tampoco sé mucho.

Silencio. Owen bebía con calma la leche.

¿Qué veías cuando yo bajé?, ¿el mar?

Un momento de vacilación, luego, Owen respondió:

Sí, estaba preguntándome qué tan lejos está...

¿Wisconsin?

Sí.

Demasiado para ir a nado, bromeó Octavio, sonriendo. ¿Sientes nostalgia?

Sí, algo, cuando veo el agua me imagino estar viendo mi aldea.

A Octavio le causó pena verlo.

Ven, volvamos a la ventana y miremos hacia dónde está Wisconsin.

El niño arrastró los pies detrás de Octavio, regresando a la sala. Se sentó de nuevo sobre el sofá. Octavio ocupó el sillón que estaba al lado.

Wisconsin es una población encantadora.

¿La conoces?, preguntó Owen.

Octavio presintió que aquella era la primera de muchas inocentes preguntas investigadoras, pero experimentó la necesidad de hablar, aunque fuera en forma indirecta.

Estuve allí una vez... Hace muchos años.

La siguiente, aunque era Inevitable, hizo latir más deprisa el corazón de Octavio.

¿Conociste allá a mi madre?

Octavio titubeó. Algo en el verbo "conocer" le despertaba emociones profundas.

Y bien, ¿cuál debía ser la historia?

¿Amistad platónica en Estados Unidos, o encuentro casual en un viaje a Wisconsin?

Ummm... Solo en Wisconsin. Cuando era residente en el hospital de Wisconsin, nos conocimos en casa de un amigo.

Al pequeño se le alegraron los ojos.

¿Te gustó mi mamá?

¿Qué debía responder?

Era una persona muy agradable.

Era una magnífica estudiante, casi doctora, añadió Owen. Podríamos haber vivido en Francia, pero ella prefirió Wisconsin.

Lo sé, confirmo Octavio.

Pero de pronto se preguntó si estas dos palabras no habrían sido tal vez demasiado reveladoras. Sin embargo, durante un momento el niño no dijo nada, al fin continuó:

A veces íbamos de campamento; mamá y yo, nadie más. Mi mamá me llevaba a pasear a muchos lugares, hasta un día me prometió que me enseñaría a esquiar..., la voz se le apagó en la garganta. Octavio no sabía qué decir.

Todavía puedes aprender, sugirió al fin.

Por ahora no quiero.

La vida pasa, estuvo a punto de decir el pequeño.

¡Qué necia reflexión para un niño que se siente solo!

Se quedaron en silencio. Octavio había apurado toda su cerveza y tenía ganas de otra. Pero no quería dejar solo al niño.

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