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Cuando Cese La Tempestad.

Cuando Cese La Tempestad.

Status: En proceso
Genre:Amor en la guerra / Viaje a un mundo de fantasía / Mundo mágico
Popularitas:478
Nilai: 5
nombre de autor: Sofia Mercedes Romero

Un hombre que a puño de espada y poderes mágicos lo había conseguido todo. Pero al llegar a la capital de Valtoria, una propuesta de matrimonio cambiará su vida para siempre.
El destino los pondrá a prueba revelando cuánto están dispuestos a perder y soportar para ganar aquella lucha interna de su alma gemela.

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capitulo 10

Aria comenzó a disminuir el paso. No era el cansancio lo que la detenía, sino la sobrecogedora belleza que el día revelaba ante sus ojos. Las montañas, antes meras sombras contra la noche, se erguían ahora como colosos de piedra, coronadas por el oro de los primeros rayos. El lago, cuyo murmullo había acompañado sus noches en el templo, se extendía como un espejo líquido. El pasto, perlado de rocío, brillaba con un verde imposible, como si la tierra misma despertara bajo sus pies.

Atrapada por aquella visión, se tomó el tiempo de grabar cada detalle, como si temiera que un parpadeo lo borrara todo. Mita, distraída en su intercambio con el soldado, no notó cómo Aria se quedaba atrás… hasta que una fuerza firme y cálida rodeó la cintura de la joven. Sin brusquedad, pero con autoridad, la alzó y la sentó sobre el lomo de un percherón negro.

Aria levantó la mirada. El hombre que había osado tocarla no era otro que Riven. En sus visiones lo había visto como un depredador implacable, ahora, sin embargo, en su mirada había una suavidad desconcertante, una contradicción que le heló la espalda sin ser miedo.

—No me he presentado —dijo él, como buscando la frase exacta—. Soy Riven, de la casa Eldrador, líder de los Caballeros Negros.

Sin esperar respuesta, tomó las riendas y continuó la marcha.

—Valtoria me ha concedido tu mano. Sé que eres una mujer sagrada y devota a los dioses, pero nosotros no nos regimos por esas creencias.

En su interior, Aria se preguntó si aquel hombre estaba loco.

Mita, al verla sobre el caballo junto a él, sintió cómo la sangre le abandonaba el rostro. Un soldado la empujó para apartarla del camino.

—Cuidado por dónde caminas —gruñó.

“Ahora sí que estamos perdidos”, susurró para sí, pensando en la cólera de los dioses.

El sol ascendía en el cielo, pero su luz se quebraba al tocar la sombra inmensa del bosque que aguardaba al frente. Los caballos se inquietaron, bufando, como si percibieran una amenaza invisible.

—Este es el tramo más difícil —advirtió Riven, su voz grave resonando entre las filas—. Si lo atravesamos sin incidentes, al próximo amanecer estaremos en Eldrador.

Mita, con el corazón encogido, preguntó a Ember, que observaba la arboleda con expresión adusta.

—¿Es este… el Bosque Demoníaco?

—Acertaste, gárgola —respondió él, sin rastro de burla.

El pánico trepó por la espalda de Mita. Se volvió hacia Riven y Aria.

—¡Debemos tomar otro camino!

—No —replicó Riven, su paciencia deshilachándose—. Es el más corto.

Su mirada se clavó en Mita, una advertencia velada en cada palabra.

—Fui claro cuando dije que no trajeras problemas.

Mita se acercó a Aria, que seguía sobre el caballo. Lo que vio la desconcertó, en vez de miedo, en el rostro oculto de la joven había una calma extraña, como si el bosque no la amenazara, sino que la recibiera.

El miedo de Mita no era a las criaturas que habitaban en aquel lugar, sino a lo que el bosque representaba, allí la magia se debilitaba… y su control sobre Aria se desvanecería.

Avanzaron. La luz del día se extinguía paso a paso, atrapada por el follaje espeso. El aire se volvía denso, cargado de humedad y secretos. Apenas quedaban destellos dispersos de sol, como brasas que luchaban por sobrevivir.

—Solo será oscuro hasta el lago —dijo Riven, como si sus palabras pudieran aliviar el peso de la penumbra.

Pero Aria no temía. La oscuridad era su elemento, una vieja conocida en la que sus sentidos sabían orientarse.

—Mientras no te alejes de mí, nada te pasará —susurró Riven, apretando las riendas y a ella.

Mita, al escucharlo, no pudo evitar un murmullo amargo, casi inaudible.

—Ella es el verdadero peligro aquí.

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