En las colinas brumosas de Cotswolds, una mansión ancestral guarda secretos que el tiempo no ha logrado enterrar. Allí, entre jardines silenciosos y corredores que susurran recuerdos, una presencia olvidada despierta.
Aurora fue la mujer más hermosa de su época… y se negó a morir. En su desesperación, selló un pacto prohibido, intercambiando su alma por una belleza eterna. Desde entonces, su espectro recorre la tierra, arrastrado por el deseo, el resentimiento y la maldición de una eternidad sin consuelo.
Una novela gótica que entrelaza amor, ambición, engaño y condena, donde la belleza no es un don, sino una trampa… y lo más hermoso puede ser también lo más peligroso.
NovelToon tiene autorización de Sebastián Suarez para publicar esa obra, el contenido del mismo representa el punto de vista del autor, y no el de NovelToon.
Capítulo 10: "Hermanas"
La primera semana transcurrió bajo la sombra de una mentira. Una mentira que parecía inocente, pero que se había incrustado en el corazón de todos como una astilla. La promesa de Anna —un viaje familiar, el regreso en quince días, la aparición de una hermana llamada Rose— resonaba en los corredores silenciosos de la mansión Sinclair como un eco incómodo que nadie se atrevía a cuestionar.
Lyonel, encerrado en su estudio, seguía con devoción los trazos de su pincel. El retrato de Anna cobraba vida bajo su mano; cada línea era más firme, cada sombra más precisa. Pero en su mirada se advertía una ausencia: un destello de tristeza que no lograba ocultar. Pintaba como si temiera olvidar su rostro, como si la pintura fuera la única forma de retenerla. Y cada vez que alzaba los ojos hacia el lienzo vacío a su lado, el lugar que había destinado para "Rose", el peso de la espera se volvía insoportable.
Mientras tanto, lejos de aquella mansión que comenzaba a sentirse como un hogar robado, Aurora luchaba contra su propia naturaleza. El pacto con Dantalion había consumido su segundo día como humana, y al tercer amanecer el engaño se rompió. Su cuerpo se disipó en un soplo de aire gélido, como un suspiro apagado por el viento, y volvió a ser lo que siempre había sido: un fantasma.
La transformación fue un suplicio. La calidez del sol, que apenas comenzaba a reconocer como un consuelo, se convirtió en una daga helada que le atravesó el pecho. El roce del viento se desvaneció en nada. El mundo perdió colores, olores, sabores. Volvió a la penumbra espectral en la que no había tacto, ni calor, ni alivio. Solo la promesa a Lyonel permanecía intacta, clavada en ella como una sentencia.
Sabía que su tiempo como humana había terminado, y que no volvería a recuperar un cuerpo de carne hasta dentro de dos semanas. Pero no podía regresar con una excusa cualquiera. No podía presentarse ante Lyonel y Eliza sin esa hermana que había inventado con tanta torpeza. Necesitaba una solución. Una niña. Una que pudiera encarnar la mentira, que pudiera ser “Rose”.
La búsqueda fue desesperada. La energía que la mantenía lejos de su tumba era finita, y cada paso que daba fuera de los dominios de la mansión la volvía más transparente, más frágil, como si estuviera a punto de deshacerse en el aire. Y aun así, la urgencia de regresar con ellos, de no perder lo que había comenzado a sentir como suyo, la empujaba hacia adelante.
Visitó orfanatos, iglesias, callejones oscuros en pueblos cercanos. Observaba a cada niña con los ojos de una madre y de una impostora. Buscaba el reflejo de su cabello, de sus ojos, de su rostro. Buscaba una réplica de sí misma, alguien a quien moldear en la ilusión de una hermana menor. Pero todo fue en vano. Ninguna niña era lo bastante parecida. Ninguna era lo que necesitaba. Y mientras más buscaba, más cruel se le hacía la certeza: quizá no había nadie en el mundo que pudiera encajar en la mentira que había inventado.
La fatiga, esa vieja enemiga que como fantasma había olvidado, la alcanzó con una crudeza inesperada. Su mente se volvió pesada, sus pensamientos difusos. Los movimientos, antes ligeros como la brisa, ahora eran lentos, arrastrados. Sabía que no podía seguir así. El tiempo se le acababa. Y si no encontraba una salida, su mentira se revelaría como lo que era: un castillo de humo.
Y con ese humo se desmoronaría todo: la confianza de Eliza, la esperanza de Lyonel, la posibilidad de volver a ser algo más que un eco errante.
Comprendió, con un estremecimiento que la atravesó hasta el alma, que ya no mentía solo para sostener su engaño ni para protegerse de la soledad. Mentía porque temía perder a Lyonel, al único hombre que había logrado arrancarle un suspiro en siglos de vacío. Y ese miedo, tan humano, la encadenaba con más fuerza que cualquier maldición.
Aurora vagando por las calles del pueblo en su forma espectral, deslizándose como una sombra que nadie veía. La angustia le oprimía el pecho: ¿qué diría a Lyonel y a Eliza cuando regresara sin su supuesta hermana? Cada excusa que imaginaba le sonaba hueca, frágil, condenada a romperse al primer soplo de duda.
Sus pensamientos se quebraron de pronto. Una voz áspera, cargada de burla, emergió desde un callejón estrecho.
La vieja bruja estaba allí. La misma que la había conducido a Dantalion. Sus ojos amarillentos brillaban en la penumbra, y su boca se curvó en una sonrisa cruel.
—Nunca pensé verte en esta situación —dijo, soltando una carcajada ronca—. Mira nada más… la mujer más bella y arrogante que este mundo ha conocido, rebajándose hasta los huesos por complacer a un hombre.
Aurora sintió que la rabia le ardía en las venas, como un hierro candente.
—¿Qué haces aquí? —espetó, su voz afilada.
—Solo vengo a visitar a una vieja amiga. —La bruja ladeó la cabeza con falsa dulzura.
—Entre tú y yo jamás ha existido amistad.
La sonrisa de la anciana se ensanchó, mostrando unos dientes ennegrecidos.
—Como tampoco existe ese amor que crees que ese joven siente por ti. —Su voz fue un látigo directo al corazón de Aurora—. Aurora… el amor nunca llegará a tu existencia.
Un silencio pesado cayó entre ellas. La espectra tembló, no de miedo, sino de furia contenida.
—¿Cómo sabes de Lyonel? —preguntó Aurora, apenas un susurro, con la ira vibrando en su garganta.
—¿Y por qué no habría de saberlo? —respondió la bruja con calma venenosa—. Veo más de lo que imaginas. Tengo demasiados ojos, demasiados trucos.
El aire se espesó, helado, cargado de un poder antiguo.
—No lo olvides, vieja —la voz de Aurora se fragmentó, resonando con un eco demoníaco—, yo también soy poderosa.
—¿Y qué pretendes hacerme? —se burló la bruja, echando hacia atrás la cabeza para reír, como si nada pudiera dañarla.
Aurora dio un paso hacia adelante, lista para descargar toda su ira, cuando un murmullo cercano la detuvo.
—Hermana Amelia, quiero presentarte a esta pequeñita. Ella se quedará en el orfanato —dijo la voz de un cura.
Aurora giró la cabeza. Y lo vio. Una monja recibía a una niña pequeña. Los mechones oscuros de la niña caían en ondas suaves sobre sus hombros, enmarcando un rostro sereno y delicado. Sus ojos, de un azul pálido y cristalino, parecían sostener una quietud demasiado grande para su corta edad, una calma rota solo por la vulnerabilidad de su silencio. El óvalo de su cara terminaba en un mentón frágil, y sus labios finos permanecían inmóviles, atrapados en una expresión neutra que escondía más de lo que mostraba.
Aurora sintió que no estaba ante una simple huérfana: aquella niña, sin historia y sin voz, podía convertirse en la suya.
Un rayo de esperanza, tan brillante que le dolió, atravesó a Aurora.
—Vaya, parece que tienes suerte —susurró la bruja con sorna.
Aurora apenas la escuchó. Sus ojos no podían apartarse de la niña.
—Sí… —respondió, con un hilo de voz, sintiendo un temblor extraño en su pecho—. Creo que la tengo.
Se volvió hacia la bruja, pero la anciana había desaparecido, como humo arrastrado por el viento.
Aurora, invisible a los mortales, se acercó más.
—Uy, qué linda eres… —dijo la monja inclinándose para acariciar el rostro de la niña—. ¿Cómo te llamas?
La niña no respondió.
—No habla —intervino el cura con un suspiro cansado—. Sus padres murieron en un accidente terrible y desde entonces no ha vuelto a pronunciar palabra. Puede que sea un trauma… así que, hermana, le ruego paciencia y ternura.
—Descuide, padre. Será bienvenida aquí —respondió la monja con una sonrisa compasiva—. Vamos, pequeña, te mostraré tu nuevo hogar.
Aurora las siguió en silencio, flotando tras ellas como un juramento. Allí estaba su respuesta. La niña que había buscado en vano por semanas. La que encajaba en el vacío de su mentira.
La que sería su hermana.
La que sería Rose.
La llave que la acercaría, de nuevo, a Lyonel.
Mientras la monja conducía a la niña por los pasillos sombríos del orfanato, Aurora, invisible y etérea, las seguía de cerca. Cada paso que daba aquella criatura pequeña era como un hilo nuevo que se entretejía en el plan que en ese instante se formaba en la mente de la espectra. Era un plan audaz, tal vez descabellado, pero la promesa que escondía era demasiado grande como para dejarla pasar. Ya no veía a una niña cualquiera: en su interior ya la llamaba Rose.
La monja se detuvo frente a una habitación sencilla. Empujó con suavidad a la niña para que entrara. Dentro, apenas había una cama estrecha, una silla y una mesa desgastada. La niña obedeció sin resistencia, se sentó en el borde de la cama con los pies colgando, inmóvil, como si su cuerpo no le perteneciera. No había sollozos ni gritos de desconcierto, tan solo un silencio pesado, denso, el mismo que había acompañado a Aurora en su tumba durante siglos. Aquel vacío en los ojos de la niña le produjo un escalofrío: se vio reflejada en ella de un modo que no esperaba.
La monja, sin perder la ternura, se arrodilló a su lado.
—No tengas miedo, pequeña. Aquí estarás a salvo. Te cuidaremos —dijo, acariciándole la mejilla con la delicadeza de quien toca cristal.
Pero la niña no reaccionó. Ni un parpadeo, ni un temblor en los labios. La monja suspiró, resignada, y se puso de pie. Antes de salir, dejó la puerta apenas entornada, como si quisiera darle a la niña la opción de escoger si mirar al mundo o esconderse de él.
Aurora esperó unos segundos y luego atravesó el marco. Se acercó despacio, posando sus ojos espectrales sobre aquel rostro ovalado, tan pálido y silencioso que parecía un lienzo en blanco.
—Eres perfecta… —susurró, y en su voz no había frialdad de fantasma, sino la intensidad de alguien que había encontrado un propósito—. Serás mi hermana, mi compañera. Y conmigo conquistarás a Lyonel.
La niña no pestañeó, no apartó la mirada perdida. Se parecía más a una muñeca abandonada que a un ser humano, y eso, lejos de incomodar a Aurora, le resultaba útil. La espectra se sentó en la única silla de la habitación, y se quedó allí, observándola. Horas pasaron sin que la niña se moviera, y en ese tiempo, Aurora comenzó a imaginar. La peinaría con delicadeza, la vestiría con el refinamiento que recordaba de su niñez, moldearía cada gesto hasta convertirla en una versión reducida de sí misma. Rose sería su espejo.
Pero un pensamiento la interrumpió: la niña no hablaba. Ese mutismo era un muro demasiado alto. ¿Cómo podría ser su hermana si carecía de voz? Aurora necesitaba que hablara, que pronunciara su nombre, que se convirtiera en carne y eco de lo que ella había sido.
Se levantó, inquieta, y salió flotando por los pasillos del orfanato hasta llegar a la pequeña biblioteca. Recorrió con la mirada los estantes: manuales de medicina, psicología, viejos tratados sobre el alma y el trauma. Nada le convencía, hasta que un título llamó su atención: un libro sobre el poder sanador de la música. Decía que la música podía despertar recuerdos, romper muros invisibles, curar heridas que las palabras no alcanzaban.
Aurora acarició el lomo polvoriento y sonrió con una chispa de triunfo.
—La música… —murmuró, con un brillo nuevo en los ojos—. La música será mi llave.
Regresó a la habitación y se sentó otra vez frente a la niña. Entonces dejó escapar una melodía antigua, una canción que había escuchado siglos atrás, en la casa de sus padres, cuando todavía era de carne y hueso. La tonada era suave y melancólica, pero estaba cargada de un anhelo profundo, de un resquicio de esperanza. Aurora la cantó una y otra vez, su voz espectral vibrando como un eco que se colaba en los rincones más ocultos del alma de la niña.
Y algo ocurrió.
Los ojos de Rose se humedecieron. Un parpadeo, apenas perceptible, rompió su quietud. Sus labios se movieron, torpes, como si buscaran recordar un gesto olvidado. Una lágrima solitaria resbaló por su mejilla.
La pequeña alzó la mirada, y sus ojos —dos lagunas de un azul pálido, inmensos y callados— atraparon la silueta translúcida de Aurora. No había miedo en ellos, solo un desconcierto sereno, como si la niña no supiera si lo que veía era real o un sueño nacido de su propio dolor. Entonces, una lágrima solitaria se deslizó por su mejilla, un rastro tímido de humanidad en un rostro que hasta ese momento había sido de piedra. Era la primera grieta en el muro de silencio que la rodeaba desde hacía meses.
Aurora, hipnotizada por ese gesto, continuó cantando. Su voz flotaba en el aire como un hilo tenue, casi imperceptible, pero lleno de consuelo. No era el lamento de un espectro ni la melodía de una sombra; era el recuerdo vivo de una mujer que alguna vez había amado, que alguna vez había reído, que alguna vez había soñado con tener una hermana. La canción envolvía la habitación como un manto invisible, cálido, casi materno.
La niña, lentamente, cerró los ojos y se acurrucó en la cama. Sus labios dejaron de estar tensos, y por primera vez una expresión de paz se dibujó en su rostro. Aurora sonrió, un gesto frágil, cargado de una certeza peligrosa: la música era la llave. La llave para abrir el alma rota de la niña. La llave para moldearla, para convertirla en un reflejo de lo que ella había sido. Una hermana hecha a su medida. Una pieza en el tablero de su venganza.
Cantó hasta que el amanecer comenzó a teñir los ventanales con tonos dorados. La luz, cruel y definitiva, la obligó a retroceder. Con pesar se desvaneció en dirección al cementerio, donde su tumba la reclamaba y su energía se restauraba en el silencio de la tierra.
Durante el día, no podía acercarse, pero vigilaba a la niña desde las sombras del orfanato. Y cuando la noche tendía de nuevo su manto, Aurora regresaba. Una y otra vez se sentaba junto a la cama de la pequeña, le cantaba, le susurraba historias. Le hablaba de un pasado que ya no existía: de su niñez en el cultivo de sus padres, del eco de risas en corredores largos, de un hogar perdido bajo el peso de la tragedia.
Rose —así la había llamado Aurora— no respondía con palabras. Su voz seguía atrapada en algún rincón del silencio. Pero escuchaba. Sus ojos se abrían cada vez más claros, sus labios se movían como si quisieran repetir las notas, sus lágrimas caían sin permiso. Cada gesto era una señal de que la niña comprendía, de que la niña la aceptaba. De que empezaba a amarla.
Y así pasaron los días, como páginas que Aurora arrancaba de un libro. La niña comenzó a reír suavemente, a mover sus manos con curiosidad, a mirar el mundo como si el velo de la oscuridad empezara a levantarse. Todavía no hablaba, pero la chispa de vida había vuelto a encenderse en sus ojos.
Aurora lo sabía: el momento de regresar a la mansión de Lyonel se acercaba. Y con Rose a su lado, tenía más que un plan. Tenía un lazo, una prueba tangible de que podía crear vida de las cenizas. Y quizás, con ella, la oportunidad de volver a ser algo más que un fantasma.
Aurora se disolvió en el aire frío del campanario. Su forma espectral se quebró como un cristal bajo la luz, y poco a poco la carne y el calor regresaron a ella. El tacto del viento sobre su piel, la presión de sus pasos contra el suelo… era extraño, como si volviera a recordar lo que significaba estar viva.
No perdió tiempo. Apenas el sol acarició los tejados, se encaminó al orfanato. Tenía un solo deseo: ver a Rose —o más bien, a la niña que hasta entonces solo había conocido desde el umbral de los sueños— como mujer de carne y hueso, no como un fantasma invisible.
La monja que la recibió tenía unos ojos bondadosos que parecían examinar el alma.
—¿En qué puedo ayudarla, señorita? —preguntó con amabilidad.
Aurora inspiró hondo. Había ensayado aquella mentira, pero al pronunciarla la voz le tembló, como si una parte de ella deseara que fuese verdad.
—Busco a una niña… —dijo con suavidad—. La hija de una amiga. Creo que está aquí.
—¿Y cómo es ella? —preguntó la monja, con una dulzura casi maternal.
Aurora bajó un instante la mirada, como si buscara fuerzas.
—Es… una niña muy especial. Sus padres murieron en un accidente, y desde entonces… no ha vuelto a hablar.
El rostro de la monja se ensombreció apenas, y luego asintió con un gesto lleno de comprensión.
—Sí… sé de quién habla. La niña del silencio —susurró—. Sígame, por favor.
El eco de los pasos resonó en los pasillos del orfanato. Aurora caminaba detrás de la mujer con el corazón latiendo con fuerza, cada vez más rápido. Cuando se detuvieron ante una puerta, Aurora sintió que sus piernas flaqueaban. Antes de que la monja pudiera abrirla, susurró con la voz quebrada:
—¿Podría… dejarme a solas con ella? Solo un momento. Me gustaría hablarle en privado.
La monja la miró en silencio, como si intuyera algo que no alcanzaba a comprender. Finalmente, le dedicó una sonrisa cálida y asintió.
Aurora entró. La habitación olía a lino limpio y a invierno. La niña estaba sentada en la cama, con las piernas colgando, la espalda erguida y el rostro inexpresivo. La misma quietud que tantas noches había contemplado desde las sombras.
Aurora se acercó despacio, con un nudo en la garganta.
—Hola, linda… ¿cómo has estado? —murmuró, y en su voz se mezclaban ternura y miedo.
La pequeña alzó la cabeza. Sus ojos verdes se abrieron de par en par y, por un instante, el silencio fue tan intenso que Aurora sintió que el mundo entero se detenía. Entonces, con un hilo de voz apenas audible, la niña susurró:
—Tú…
Aurora se arrodilló frente a ella, su corazón desbocado.
—¿Sí…?
—Tú eres… la de mis sueños —dijo la niña, y una lágrima rodó lentamente por su mejilla.
Aurora sintió un estremecimiento que la dejó sin aire. Una sonrisa se dibujó en su rostro, genuina, frágil, casi infantil. Extendió una mano temblorosa y acarició con suavidad los cabellos oscuros de la pequeña.
—Tal vez soy la de tus sueños —murmuró—. ¿Me parezco a ella?
La niña asintió con un gesto tímido, otra lágrima resbaló por su piel pálida. Aurora rio bajito, una risa nerviosa pero llena de emoción.
—Bueno… pues aquí estoy —susurró—. Y ahora, dime… ¿cómo te llamas?
Los labios de la niña se movieron, al principio sin sonido. Aurora se inclinó más, paciente, alentándola.
—Tranquila, amor —dijo suavemente—. No hay prisa.
Y entonces, como si rompiera una barrera de cristal, la voz de la pequeña emergió frágil, temblorosa, como si nunca hubiera sido usada:
—Sophia…
Aurora sintió que el suelo desaparecía bajo sus pies.
—Sophia… —repitió, saboreando cada sílaba como si fuese un regalo—. Qué nombre tan hermoso.
La niña la miró con timidez, pero sus ojos brillaban de una manera nueva, viva.
—¿Y cómo te sientes, Sophia? —preguntó Aurora, con dulzura maternal.
Sophia tragó saliva, sus manos se apretaron contra la sábana.
—E-estoy mejor… —dijo despacio, como tanteando el poder de su propia voz—. Me siento mejor… desde que estás en mis sueños.
Las palabras de Sophia cayeron sobre Aurora como un rocío tibio, como un bálsamo inesperado sobre una herida que había creído incurable. Aquella niña, con su voz temblorosa y frágil, había pronunciado algo que desgarraba el velo de orgullo y rencor con el que la bruja se había cubierto durante años. El amor… sí, el amor aún podía existir. Incluso en medio de la oscuridad, incluso en ella. Aurora sintió un estremecimiento recorrerle la piel: un pavor extraño, como si hubiera abierto una puerta que nunca debió tocar, pero también una dulzura indescriptible, un placer puro, tan humano que le resultaba casi intolerable.
—Me alegra mucho escucharlo, Sophia —dijo, con la voz entrecortada, como si las palabras tropezaran en sus labios—. Yo también… yo también he estado sola demasiado tiempo. Y me gustaría que… que nos apoyáramos la una a la otra. ¿Te gustaría que fuéramos amigas?
La niña la miró con sus grandes ojos verdes, que por un instante parecieron brillar con la claridad de un amanecer. Lágrimas cristalinas resbalaron por su mejilla, pero ya no eran de tristeza, sino de alivio. Entonces sonrió, y de sus labios brotó una risa breve, tan limpia, tan dulce, que llenó el cuarto con una calidez que ni los vitrales del orfanato habían logrado dar jamás.
—¡Sí! —exclamó con una fuerza repentina, como si las palabras hubieran estado atrapadas en su pecho demasiado tiempo—. ¡Sí quiero ser tu amiga!
Aurora se quedó mirándola, atónita por la sinceridad en esa pequeña voz. Su propio corazón, seco durante tanto tiempo, palpitaba con una intensidad que casi le dolía. Se levantó lentamente, se inclinó y envolvió a Sophia entre sus brazos. El contacto fue cálido, real, humano. No un sueño, no un eco: carne y hueso. La niña apoyó la frente en su pecho y ambas rieron, juntas, en medio de aquella habitación silenciosa que ahora era testigo de un pacto secreto.
—Me alegra mucho, Sophia —susurró Aurora, y con ternura besó su frente—. Me alegra más de lo que imaginas.
Tras un largo abrazo, Aurora se apartó un poco, aunque sus manos aún sostenían los hombros frágiles de la niña.
—Sophia —dijo con un tono más serio, aunque dulce—. ¿Me harías un favor?
—Sí, claro… ¿qué es? —preguntó la niña, inclinando la cabeza, con la ingenua curiosidad de alguien que confía sin reservas.
Aurora respiró hondo. No podía contarle toda la verdad, no la más cruel, pero sí lo suficiente. Con palabras simples, tejidas con cuidado, le habló de un pasado lejano: de Lyonel y Eliza, de una familia rota, de la sensación de no pertenecer a ningún sitio. Le confesó que había mentido, que había escondido su verdadero rostro, y que ahora necesitaba de alguien, de ella, para llevar a cabo lo que venía.
Sophia escuchó en silencio. Su pequeño rostro se endureció por un momento, no con dureza, sino con una solemnidad extraña en alguien tan joven. Cuando Aurora terminó, un silencio se extendió entre ambas. Y entonces, Sophia sonrió. Una sonrisa luminosa, serena.
—Claro que te ayudaré —dijo con voz clara—. ¿Por qué no lo haría? Somos amigas.
La palabra amigas hizo que el corazón de Aurora se apretara con una fuerza inesperada. Era como si, de pronto, una grieta se hubiera abierto en la coraza de piedra que llevaba encima desde hacía siglos. Se sintió completa. Se sintió amada. Y comprendió que el amor no era una debilidad, como siempre había temido, sino una fuerza que le daba forma, que la levantaba.
—Entonces, a partir de ahora… —dijo Aurora, con un brillo juguetón en los ojos, tratando de suavizar el peso de la revelación—, ya no serás Sophia. Tú, desde hoy, serás mi hermana pequeña Rose. Y yo seré tu hermana mayor, Anna.
Sophia la miró con sorpresa, y luego se echó a reír, una risa leve que sonaba como campanas de cristal.
—¿Me llamo Rose? —preguntó, divertida.
Aurora sonrió de vuelta, inclinando la cabeza.
—¿No te gusta el nombre?
—Sí… sí me gusta —respondió la niña, y volvió a reír, como si de pronto todo aquello fuera un juego secreto solo de ellas dos.
Aurora extendió su mano, con un gesto solemne, casi ceremonial.
—Entonces vamos, Rose. Tenemos mucho que hacer.
La niña —Sophia, Rose, ambas a la vez— dudó un instante, y luego, con una tímida sonrisa, extendió su pequeña mano y la entrelazó con la de Aurora. Juntas, salieron de aquella habitación. Una niña y una mujer, pero también dos hermanas recién nacidas de un pacto. Y, por primera vez, el pasillo oscuro del orfanato no les pareció tan frío.