Anne es una chica común: pelirroja, de ojos marrones y con una rutina sencilla. Su vida transcurre entre clases, libros y silencios, hasta que un día, al final de una lección cualquiera, encuentra una carta bajo su escritorio. No tiene firma, solo un remitente misterioso: "Tu luna". La carta está escrita con ternura, como si quien la hubiese enviado conociera los secretos que Anne aún no se atrevía a decir en voz alta.
Día tras día, más cartas aparecen. Cada una es más íntima, más cercana, más brillante que la anterior. Anne, con el corazón latiendo como nunca antes, decide dejar su respuesta: una carta pidiendo un número de teléfono, un pequeño puente hacia la voz detrás del papel.
Desde ese momento, las palabras ya no llegan en papel, sino en mensajes que cruzan el cielo entre la luna y la tierra. Entre risas, confesiones y silencios compartidos, Anne descubre que la persona tras el seudónimo no es un sueño, sino alguien real.
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Navidad
Nunca me ha gustado diciembre. Todos hablan de magia, luces, calor, familia… pero en mi casa, diciembre siempre se siente como una vitrina mal decorada: llena de cosas que pretenden brillar, pero que no tienen alma.
Mis padres me recibieron como cualquier domingo. Con frialdad educada. Mamá me miró de arriba abajo como si buscara algo fuera de lugar. Papá ni se levantó del sillón. El árbol navideño titilaba sin ritmo en un rincón, rodeado de regalos envueltos como si el papel pudiera ocultar lo que realmente somos.
—Llegas tarde —dijo mamá mientras servía café sin mirarme—. ¿Te cuesta tanto llegar a tiempo aunque solo vengas una vez por semana?
No respondí. Ya aprendí que mi silencio es menos molesto que cualquier intento de explicarme. Y menos agotador que recordarles, una y otra vez, que hago lo mejor que puedo. Que mi forma de sentir el mundo no es un capricho.
Comimos en silencio. Intentaron hacer preguntas, pero todas venían cargadas de juicio.
—¿Sigues con esa chica?
—Sí. Con Anne.
Papá resopló. Mamá se levantó a lavar los platos como si mi respuesta le hubiera ensuciado la boca.
—¿No crees que eso te está haciendo... peor? —preguntó él, sin mirarme.
No sabía si "eso" era mi diagnóstico, mi sensibilidad, o simplemente mi existencia.
Quise decirles que Anne es lo mejor que me ha pasado. Que con ella no necesito explicar por qué me cuesta mirar a los ojos o por qué a veces necesito respirar sola. Quise decirles que, cuando Anne me abraza, siento que el mundo se ordena. Pero no dije nada.
Fui a mi antigua habitación. Todavía estaba decorada como si tuviera diez años: paredes rosadas, cortinas con mariposas, una cama pequeña que crujía al mínimo movimiento. Me senté con la espalda recta, sintiendo el aire frío como una cuchilla en la piel.
Entonces me quebré.
Lloré en silencio. Como siempre. Porque aprendí a hacer todo en silencio. Llorar, amar, crecer, sobrevivir.
Saqué el celular de mi mochila. Lo desbloqueé con manos temblorosas y abrí el chat con Anne. Mi dedo dudó sobre el teclado, pero no podía guardarlo más. Así que escribí:
"Extraño tu calor, tu brillo azul. Tierra te extraño."
Lo envié. Y me quedé ahí, abrazada a mi propia rodilla, como si eso pudiera sostenerme.
Brillo azul. Así le llamo a la forma en que me mira Anne. Como si mis rarezas no fueran errores, sino constelaciones. Como si mi forma de callar fuera música. Como si supiera que, en mi universo silencioso, ella es la única estrella que nunca parpadea.
Me llegaron tres puntos. Anne escribía.
Mi corazón latía como si corriera.
"Yo también te extraño. ¿Estás bien? ¿Puedo llamarte?"
Respiré hondo. Quería su voz. Pero no quería que me oyera así, rota.
"No ahora. Solo... dime algo bonito."
Pasaron unos segundos. Y su respuesta fue todo lo que necesitaba.
"Si fueras tierra, serías donde nace el sol. Si fueras luna, serías la que me guía al dormir. Si fueras mía... ah, Diana, ya lo eres."
Reí entre lágrimas. El tipo de risa que nace cuando algo adentro se salva a tiempo.
Desde la ventana veía las luces navideñas del vecindario. Rojo, verde, blanco. Una tras otra, encendidas como si el mundo de verdad estuviera celebrando. Pero en mi pecho no brillaban esos colores.
Brillaba el azul.
El azul de Anne. Su voz, sus manos, su forma de nombrar las cosas que yo no puedo. Su forma de darme nombre a mí cuando siento que desaparezco.
Pensé en ella en su casa, con sus padres, probablemente riendo, compartiendo una cena tibia. Pensé en su árbol lleno de adornos con historia, en las galletas que su mamá prepara con formas imperfectas y canela de más. Pensé en Anne con su pijama a rayas, abrazando una taza caliente, quizá pensando en mí también.
Y por primera vez en semanas, sentí que el mundo no era completamente hostil. Que no importaba si aquí me rechazaban. Porque allá —allá en su casa, en su piel, en su amor— yo era bienvenida.
Es Navidad. Y no tengo familia que me entienda, ni una casa que me abrace.
Pero tengo a Anne.
Y por ahora, eso es suficiente.
La noche avanzaba lenta, como si el mundo también sintiera el peso de mi corazón. La casa estaba en silencio, solo rota por el crujido de la madera vieja y el zumbido lejano de un villancico en la televisión que nadie veía. Mis padres se habían ido a dormir sin desearme feliz navidad. Pero ya no me dolía tanto como antes. Había aprendido a esperar lo justo de quienes no pueden dar más.
Me acosté en la cama, abrazando la almohada como si pudiera transformarse en el calor de Anne. Acaricié el celular entre los dedos. La pantalla brillaba como un pequeño faro en la oscuridad. Faltaban tres minutos para medianoche. No quería enviar un mensaje. No. Necesitaba su voz. Escuchar su forma dulce de decir mi nombre. Saber que, en algún rincón del mundo, alguien pensaba en mí como un milagro y no como un error.
A las 00:00, la llamé.
La señal tardó un par de segundos que me parecieron eternos. Cuando contestó, su voz sonaba entre dormida y emocionada.
—¿Diana?
—Feliz Navidad, Anne.
Se hizo un pequeño silencio. Pero era un silencio lleno. Cálido. Como el suspiro que uno se guarda cuando siente que el pecho se llena de estrellas.
—Feliz Navidad, amor… —dijo ella, y pude imaginarla con los ojos brillosos y el cabello desordenado, quizás envuelta en su manta favorita.
—¿Estás bien? —preguntó, casi en un susurro.
—Ahora sí.
Hubo una pausa suave. Yo la escuchaba respirar, como si cada aliento suyo me arrullara el alma.
Y entonces lo sentí. Ese impulso de decirlo. No con miedo, ni con duda. No como si fuera algo demasiado grande para mí. Lo sentí como una verdad que nacía sola en mi garganta, iluminando la habitación más fría del mundo.
—Te amo… —mi voz tembló, pero no retrocedí—. Te amo como la Luna ama la Tierra… tanto que la órbita.
El silencio volvió. Pero esta vez fue distinto: se sentía como un abrazo largo.
Escuché un sollozo al otro lado.
—Yo te amo más… —dijo Anne, y su voz se quebró con la dulzura de quien siente demasiado—. Como los humanos admiran a la Luna… con sus supuestas imperfecciones que, a la vista humana… a la vista mía, te hacen perfecta.
Se me llenaron los ojos de lágrimas. Me cubrí la boca para no llorar muy fuerte. Esa fue la primera vez que sentí que alguien me veía completa. Que mis bordes, mis silencios, mis rarezas… no solo eran aceptados, sino amados.
—Quiero estar contigo ahora —susurré.
—Yo también —respondió ella, sin pensarlo—. Pero esta noche… esta noche estamos juntas en el mismo cielo. Míralo.
Miré por la ventana. La luna colgaba, redonda y blanca, como si supiera que la estábamos invocando.
—Ahí está —dije.
—Entonces ahí estoy yo, orbitándote —susurró Anne.
Nos quedamos calladas, cada una mirando la misma luna desde lugares distintos. Y aunque el frío seguía en mi piel, ya no estaba sola. Porque mi mundo giraba en torno a una voz, una promesa, una verdad.
Anne.
Mi casa, mi tierra, mi calor.