¿Morir o vivir? Una pregunta extraña, sin duda, y una que no tuve la oportunidad de responder. El universo, caprichoso o sabio, decidió por mí. No sé cuál fue la razón de esta segunda oportunidad, de esta inesperada vuelta al ruedo. Lo que sí sé, con cada fibra de mi ser, es que la voy a aprovechar al máximo, que no volveré a cometer los mismos errores que me llevaron al final de mi primera vida. Esta vez, las cosas serán diferentes.
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Capitulo II Un silencio incómodo y una duda creciente.
La tensión en la clínica era asfixiante. Mis padres me veían como la oveja negra de la familia, mientras Ángela seguía en recuperación. El dolor me consumía por completo: una parte de mí se ahogaba en la culpa por lo que había pasado, y la otra se desmoronaba por el inexplicable distanciamiento de Camilo. Se suponía que él era mi protector, mi refugio, pero en el primer problema, me abandonó, dejándome sola con la vergüenza y la humillación.
Lo más extraño era la familiaridad con la que Camilo hablaba con mis padres. Desde donde estaba, no podía escuchar nada, pero su lenguaje corporal me decía que discutían algo importante. Al terminar, mi padre le estrechó la mano y mi madre lo abrazó. Una luz de esperanza se encendió en mi pecho, y una sonrisa se dibujó en mi rostro.
Imaginé que Camilo había hablado de nosotros, que por fin mis padres entenderían nuestra relación.
Pero la esperanza se desvaneció en un instante. Camilo me dedicó una mirada de profunda desaprobación antes de bajar la vista. La sonrisa que segundos antes me iluminaba el rostro se borró, dejando un amargo sabor a hiel. Mi madre me miró con furia, a punto de volver a humillarme, cuando el doctor de Ángela apareció.
— Señores Durán, la paciente ya está estable. En breve la pasarán a una habitación y podrán verla.
Una sensación extraña recorrió mi cuerpo al ver la sonrisa de alivio de Camilo. Estaba bien que se preocupara por mi hermana, pero lo que vi en sus ojos fue algo más: era como si le hubieran devuelto el alma al cuerpo.
—Gracias por todo, doctor — dijo mi padre, devolviéndome a la cruda realidad. Desvié la mirada hacia mi madre, que aún me veía con desaprobación.
—Vete a casa y no salgas hasta que volvamos— ordenó con frialdad.
—Déjame ver a mi hermana, quiero pedirle disculpas...—, intenté, pero Camilo me interrumpió con dureza.
—¿Ahora también eres sorda? La señora Lucrecia te acaba de decir que te vayas a tu casa— espetó con la voz cargada de resentimiento.
No entendía su comportamiento, pero asumí que eran los nervios. Sin decir una palabra más, salí de la clínica. Las lágrimas corrían por mi rostro mientras intentaba comprender a Camilo. Nada tenía sentido. Me sentía en una dimensión desconocida, al borde de la locura.
Salí de la clínica tan afectada que choqué por accidente con un hombre alto y fornido. Sus pectorales eran duros como una pared. Al mirar su rostro, quedé sorprendida por su belleza; parecía tallado por los propios ángeles. Sus ojos, de un negro intenso, resaltaban su atractivo, aunque al mismo tiempo transmitían una frialdad absoluta. Tenía un aura poderosa, como si el mundo entero se pusiera de rodillas a su paso. La verdad, sentí una curiosidad inmensa por saber quién era.
—Lo siento, señor. No lo vi —mis disculpas fueron sinceras, pero su mirada me heló la piel.
—Debes tener más cuidado por dónde caminas, niña. Acabas de arruinar un traje muy costoso —el sujeto que lo acompañaba intervino, sonando muy grosero. El hombre guapo solo se dignó a mirarme como un depredador cazando a su presa.
—Estoy hablando con el dueño del circo... no con sus enanos —dije viendo como el hombre misterioso con una sonrisa que iluminó su sombrío rostro.
—¡Señor! —exclamó el asistente —. Esta joven merece un escarmiento por atrevida.
Mi misterioso hombre le lanzó una mirada amenazadora y luego volteó a verme.
—Señorita, disculpe a mi asistente. Él no tiene idea de cómo tratar a una dama.
Su voz era sofocante: fría, determinada y firme. Una corriente eléctrica me recorrió la columna vertebral. El miedo me invadió, y una voz en mi interior me gritaba que huyera, que ese hombre era peligroso. Haciendo caso a mi sexto sentido, salí a toda prisa de allí. Ya tenía demasiados problemas como para buscarme uno nuevo.
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Soy Lorenzo Estrada, un magnate de los negocios, o al menos eso dicen. Aunque me vean como alguien tímido, en este mundo no hay espacio para la bondad. Cuando decido destruir una empresa, no me tiembla la mano. Tengo veinticinco años, y desde los dieciocho, me hice cargo del negocio familiar. Mis padres me ayudaron al principio, pero en dos años les demostré que podía con la responsabilidad yo solo. Desde entonces, he sido un lobo solitario en una jungla de tiburones.
Hoy, la deuda de un hombre me ha sacado de mis casillas. Ese sujeto pensaba que podía aprovecharse de mí. Enojado, fui a su casa, pero la mujer de servicio me dijo que la familia no estaba, que habían tenido una urgencia. No quiso darme más detalles, así que le ordené a mi asistente, Ignacio, que investigara.
Una hora después, ya teníamos la ubicación: una clínica. Resultó que la urgencia familiar era real, pero me daba igual. Solo quería mi dinero, su patética empresa no me importaba en lo más mínimo. Con la determinación de un depredador, me dirigí al lugar. Antes de bajar del auto, le di instrucciones claras a Ignacio.
—No me importa lo que le haya pasado a esa familia. Quiero mi dinero hoy mismo. Si se niega a pagar, ya sabes qué hacer.
Mi orden fue directa. No me gustaba andarme con rodeos.
Caminé hacia la entrada de la clínica, con Ignacio detrás de mí. Al abrirse la puerta, una joven me embistió. Su pequeño y frágil cuerpo despertó en mí algo que había estado dormido por mucho tiempo. Vi su hermoso rostro de ángel su piel clara, cabello negro, ojos azules y labios que invitaban a ser besados me descontrolaron por un momento, sentí un salto de felicidad en mi pecho. Quedé hipnotizado por el tono de su suave voz mientras se disculpaba. Por primera vez no supe cómo reaccionar ante una mujer.
Mi asistente, por otro lado, no tuvo el mismo reparo. La trató con una descortesía que me obligó a intervenir, defendiéndola de Ignacio. Sin embargo, no logré que se quedara unos minutos más. La vi desaparecer frente a mí y, sin pensarlo, le ordené a mi asistente que la investigara. Su respuesta me dejó sin palabras.
—Ella es la hija menor de los Durán, señor.
No podía creer la casualidad. Sabía cómo me iba a cobrar el dinero que esa familia me debía. Ahora, además de saldar la deuda, había encontrado algo más. Algo que me intrigaba y que me hacía sentir vivo de nuevo. Esta vez, el cobro iba a ser mucho más interesante.