Algunas pasiones no nacen para ser compartidas… nacen para poseerlo todo.
Alice siempre fue diferente. Bajo su apariencia dulce y su mirada de miel brillante, esconde un alma indomable, rebelde y peligrosa, capaz de amar hasta los extremos más oscuros. Desde el instante en que lo vio —al heredero más temido de una de las mafias más poderosas—, su mundo dejó de girar de manera normal. No era una elección... era una obsesión silenciosa, un lazo invisible que ella no estaba dispuesta a soltar.
Entre secretos, traiciones y sentimientos que rozan la locura, Alice demostrará que algunas sombras no buscan protección… buscan controlarlo todo.
En una historia donde la pasión y la obsesión se entrelazan con el peligro, el amor no es un refugio: es un campo de batalla.
¿Hasta dónde llegarías por convertirte en la dueña de su sombra?
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Capítulo 9: El día en que todos crecieron
El cielo estaba gris.
No era como esos días donde parece que va a llover y luego no. No. Ese día llovía de verdad. Llovía como si el cielo también estuviera triste. Como si supiera lo que había pasado.
Yo no entendía todo. Pero sí entendía el silencio. La forma en la que todos se movían lento. Como si cada paso pesara más que el anterior.
Estábamos todos vestidos de negro. Incluso yo tenía un vestidito oscuro que no me gustaba nada. No tenía flores ni moños. Solo era gris. Como el día.
El funeral fue pequeño. Más pequeño de lo que pensé que sería.
Solo vinieron los vecinos de al lado, la señora que cuidaba el jardín, y el señor Luis, que siempre traía pan los domingos. Nadie más. Ni tíos. Ni primos. Nadie. Mamá siempre decía que la familia no siempre está en la sangre, sino en el corazón. Pero ese día... se sintió como si estuviéramos solos en el mundo.
Mis hermanos se veían diferentes. Como si hubieran crecido de un día para otro. Axel sostenía mi mano con fuerza. Alan tenía la mirada perdida. Benjamín no hablaba, solo observaba el suelo. Valentín lloraba bajito, abrazando a uno de los peluches que mamá le había dado hace años.
Había flores blancas. Muchas. Pero no olían como las de la casa. Olían a hospital, a despedida. A final.
No entendía por qué ponían fotos de mamá y papá en marcos tan grandes. Ni por qué todos hablaban en voz baja. Solo sabía que mamá ya no iba a despertarme con besos, y papá ya no iba a lanzarme al aire en la sala mientras reía fuerte.
Después del funeral, regresamos a casa. La lluvia seguía cayendo.
Nadie habló en la cena. Ni siquiera Valentín. Solo se escuchaban los platos y el reloj del comedor.
Esa noche dormí en la cama grande. La de mis papás. No quería estar sola. Axel se quedó conmigo. Me abrazó toda la noche. Y aunque no lloró frente a mí, sentí sus lágrimas en mi cabello.
Los días que siguieron fueron raros.
Los muebles seguían en su lugar. Los juguetes también. Pero la casa... ya no sonaba igual.
Las risas se escondieron. Las canciones se apagaron. Y el sol… el sol parecía entrar con menos ganas por las ventanas.
Mis hermanos mayores comenzaron a hacer cosas de adultos. Axel cocinaba el desayuno, Alan ayudaba a Benja con sus tareas, y entre los tres, cuidaban a Valentín y a mí.
Un día, los escuché hablar en la cocina.
“¿Estás seguro de que dejar la universidad es lo correcto?” preguntó Alan.
“No podemos seguir estudiando como si nada. Somos lo único que Alice y los demás tienen ahora,” respondió Axel.
“Podemos turnarnos. Uno trabaja, el otro cuida. Así no lo dejamos todo de golpe,” propuso Benjamín.
Pero al final, todos lo dejaron.
Se quedaron en casa.
Se convirtieron en papás sin quererlo. Sin estar listos. Pero lo hicieron.
Y yo... yo los miraba con ojos grandes. Con preguntas que no sabía cómo hacer. Y con miedo. Mucho miedo.
Porque aunque ellos hacían su mejor esfuerzo, sus ojos seguían tristes.
Una tarde, vi a Alan en el balcón, llorando solo.
Otra noche, Axel se quedó despierto viendo las fotos de mamá y papá.
Benjamín no volvió a reír como antes. Ni Valentín volvió a hablar de sus sueños con tanta emoción.
Fue como si todos hubieran envejecido de golpe. Como si el dolor hubiera entrado a vivir con nosotros.
Pero a pesar de eso... nunca dejaron de cuidarnos.
Me peinaban como mamá lo hacía. Me preparaban pan con chocolate. Me abrazaban cuando tenía pesadillas. Me llevaban a caminar al parque.
Y poco a poco, el silencio comenzó a romperse.
No con risas. No todavía.
Pero con canciones suaves. Con cuentos antes de dormir. Con dibujos en la pared. Con miradas que decían: estamos aquí, y no nos iremos.
Y así fue como mis hermanos se convirtieron en héroes.
Sin capa.
Sin magia.
Solo con amor.