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El Silencio De Velmont

El Silencio De Velmont

Status: En proceso
Genre:Terror / Doctor
Popularitas:477
Nilai: 5
nombre de autor: Tapiao

Nadie recuerda cuándo se fundó Velmont.
Nadie recuerda por qué cerraron el hospital.
Y nadie parece recordar a Elías Medina... ni siquiera él mismo.

Lo único más espeso que la niebla que cubre este pueblo es el silencio que lo envuelve.
Pero algo aún respira entre esas paredes abandonadas. Algo que espera.

Elías llegó buscando cumplir con su servicio médico.
Lo que encontró fue un lugar sin salida.
Y cuanto más intenta entenderlo… más se olvida de quién era.

Porque hay lugares que no se dejan atrás.
Y hay llamados que nunca deberían responderse.

NovelToon tiene autorización de Tapiao para publicar esa obra, el contenido del mismo representa el punto de vista del autor, y no el de NovelToon.

El nivel que no existe

La lluvia no había cesado en toda la noche, como si el cielo también quisiera borrar los rastros de Velmont. El archivo municipal, destrozado por el abandono y el olvido, parecía más bien un mausoleo de secretos olvidados que un centro de documentación. En el interior, entre estantes carcomidos por el moho y papeles que crujían como piel reseca, Elías y Soledad estaban de rodillas frente a un viejo mapa desplegado sobre una mesa.

—"Nivel -3. Área experimental" —leyó Elías, con la voz apenas contenida.

La tinta roja que marcaba esa zona no era parte del plano original. Había sido añadida a mano, posiblemente por alguien que conocía los pasillos internos del hospital mucho mejor que cualquier funcionario.

—Esto no aparece en ningún registro público —dijo Soledad, frunciendo el ceño.

—Ni en los planos que encontramos en la biblioteca de la universidad, ni en los informes del municipio… —Elías levantó la vista—. Este nivel fue borrado intencionalmente.

El mapa indicaba una ruta concreta: tras un acceso bloqueado en el ala psiquiátrica, existía una escalera de emergencia que descendía más allá de los tres niveles registrados oficialmente.

—¿Lo construyeron después? —preguntó ella.

—No lo creo. Mira estas marcas… —señaló unos números impresos en tipografía antigua—. Esto es original, pero modificado. Esta zona fue diseñada desde el principio.

Soledad guardó silencio por unos segundos, como si estuviera intentando recordar algo importante, algo que se le escapaba desde hacía años.

—Esto no fue un hospital… no del todo. Era una fachada, un teatro. Lo que hacían allí abajo…

Elías dobló el mapa con cuidado, como si temiera que el papel se deshiciera entre sus manos.

—No lo sabremos hasta verlo con nuestros propios ojos.

Ella lo miró, y por primera vez en mucho tiempo, sus pupilas mostraron algo más que determinación: miedo.

—Entonces volvamos.

El terreno donde una vez se erguía el hospital Velmont ahora era solo una colina de ruinas y maleza. El tiempo había devorado lo que el fuego y la negligencia no pudieron. Sin embargo, bajo la superficie, aún latía un secreto. Un monstruo dormido.

—Es aquí —dijo Elías, guiado por el mapa y un presentimiento que le apretaba el pecho.

El árbol caído, un viejo eucalipto devorado por parásitos, señalaba el lugar exacto. Cavaron con las manos al principio, luego con una vieja pala que habían llevado. La tierra estaba húmeda, como si nunca hubiese dejado de llorar.

Después de varios minutos, un sonido metálico los detuvo.

Clank.

—¿Escuchaste eso?

Soledad apartó la tierra con más fuerza. Lo que emergió fue una compuerta de hierro, con un pomo en forma de cruz invertida.

—No está oxidada —observó, con una mezcla de desconcierto y aprehensión.

—Es como si… alguien la hubiera abierto hace poco.

Elías colocó sus dedos sobre el pomo. Estaba tibio.

—¿Sientes eso?

Soledad asintió. No dijeron nada más.

Un crujido se escuchó entre los arbustos. Ambos se giraron bruscamente, las linternas buscando una figura que no estaba allí. Solo ramas movidas por el viento. O eso querían creer.

—Vamos.

La compuerta se abrió con un lamento mecánico, revelando una escalera que descendía a la oscuridad más densa que habían visto. Un hedor putrefacto los golpeó de inmediato: una mezcla de carne en descomposición, formol y algo más… algo que no tenía nombre, pero que el cuerpo reconocía como antinatural.

Elías encendió una segunda linterna. El haz de luz apenas alcanzaba a revelar los primeros escalones.

—Si vamos a hacerlo… ahora es el momento.

—Después de esto, ya no habrá vuelta atrás —dijo ella, bajando primero.

Los escalones crujían con cada paso, pero resistían. El descenso parecía eterno. No había relojes, ni ruidos externos. Solo sus propias respiraciones y el eco lejano de su presencia en el túnel. Como si algo más los estuviera escuchando desde abajo.

Cuando al fin llegaron al último escalón, se encontraron con una puerta metálica sellada con pernos oxidados. Tenía una inscripción grabada con cuchilla:

"El silencio es el único testigo."

Soledad tragó saliva.

—Es aquí.

Elías encontró una palanca oculta en el muro lateral. Con esfuerzo, la activó. La puerta se abrió con un chirrido desgarrador.

Lo que encontraron al otro lado no era lo que esperaban.

Era un pasillo perfectamente conservado, iluminado por luces tenues que titilaban como si la electricidad todavía estuviera viva. Las paredes estaban limpias, casi clínicas, pero impregnadas de una energía pesada, como si los recuerdos del sufrimiento aún se negaran a morir.

Un sonido bajo, como un lamento lejano, flotaba en el aire.

Y entonces, vieron las cámaras.

A lo largo del pasillo, tras paredes de vidrio, había habitaciones pequeñas, idénticas, como celdas. En cada una, una camilla. Y sobre algunas de ellas… cuerpos.

No momificados. No esqueletos. Cuerpos frescos. En estados de conservación imposibles.

—Esto… no tiene sentido —dijo Elías, paralizado.

Soledad se acercó a una de las celdas. El cuerpo de una mujer, en bata de hospital, parecía estar dormido. Pero sus ojos estaban abiertos. Fijos. Azules como cristales rotos.

—Están en animación suspendida… o algo peor.

Un zumbido les hizo girar al unísono.

En el extremo del pasillo, una figura los observaba.

No era una persona.

Era una silueta humanoide, sin rostro, completamente cubierta por un manto negro que flotaba unos centímetros sobre el suelo. No se movía. No respiraba.

Pero los estaba mirando.

—Elías… —susurró Soledad—. No… no parpadea.

—No tiene ojos.

El pasillo comenzó a cambiar. Las luces vibraban. Las paredes parecían latir.

Entonces, el ser habló. Su voz era como muchas al mismo tiempo, ecos que se retorcían en cada rincón.

—Bienvenidos al testimonio.

Y la puerta detrás de ellos se cerró de golpe.

Elías giró la manija, con fuerza. Nada. La puerta tras ellos no cedía. Atrapados. El pasillo seguía allí, estirándose como un túnel onírico, como si sus dimensiones no obedecieran las reglas del espacio.

Soledad retrocedió lentamente, sin apartar la mirada del ser encapuchado. No era sombra. No era ilusión. Estaba allí, y ocupaba espacio como cualquier otra cosa viva… o muerta.

—¿Qué quieres? —preguntó, con voz firme.

El ser no respondió de inmediato, pero una sensación se deslizó por la columna vertebral de ambos. No era un pensamiento. Era una imagen. Una impresión mental.

Un quirófano. Personas atadas. Gritos sin sonido. Electrodos. Un bebé llorando, en una habitación sin puertas.

Elías tembló.

—No… no está hablando. Está… mostrándonos cosas.

—Memorias. De lo que pasó aquí.

—¿Y por qué ahora?

—Porque estamos aquí.

El ser flotó lentamente hacia uno de los ventanales. Con una mano, extendió su dedo largo y delgado hasta el cristal, y lo tocó. En ese momento, la celda se iluminó por dentro, revelando al cuerpo que yacía allí.

Una niña.

Pequeña, no más de diez años. Su piel pálida parecía de mármol, y su cuerpo mostraba signos de múltiples cirugías.

—Esa es… —balbuceó Soledad, sintiendo cómo el aire se espesaba—. Es Lucía.

—¿Lucía? ¿La niña del archivo?

—Sí… murió hace cuarenta años, según los registros.

Pero allí estaba. Con un vendaje aún fresco alrededor del abdomen, y las pupilas dilatadas bajo los párpados casi cerrados.

—No están muertos —dijo Elías, con horror—. Están atrapados en un ciclo, como si el tiempo no pasara para ellos.

Entonces lo entendieron.

El nivel -3 no era solo un piso oculto.

Era una dimensión sellada. Una cámara fuera del tiempo, construida por mentes enfermas para aislar la consecuencia de sus pecados del resto del mundo.

La figura encapuchada se desvaneció en el aire como humo. Y en su lugar, una puerta lateral se abrió con un chasquido eléctrico.

—Nos está guiando —dijo Soledad, aún sin convencerse si debían seguirlo.

—No tenemos elección.

Caminaron en silencio.

El corredor siguiente era más estrecho. Aquí las paredes estaban cubiertas de pizarras con diagramas médicos, fórmulas extrañas, y símbolos que no pertenecían a ninguna ciencia conocida. Entre ellos, había notas escritas con sangre seca:

“Inversión del umbral de conciencia.”

“Acceso sólo con portador.”

“El huésped no debe despertar.”

—¿Qué es esto? —preguntó Elías.

—No es medicina… esto es otra cosa.

—¿Y si es una forma de mantenerlos… atrapados?

Una habitación al final del pasillo se iluminó. Entraron con cuidado.

Era un quirófano. Aunque el equipo estaba cubierto de polvo, todo parecía en orden. Pero en el centro, una figura los esperaba.

No era un ser sobrenatural. Era un hombre. Viejo, demacrado, con un abrigo blanco manchado de un óxido rojo que claramente no era pintura.

—¿Quién eres tú? —preguntó Elías.

El hombre levantó la vista. Tenía los ojos completamente negros.

—Soy… el último testigo.

Su voz temblaba como si hablara desde el fondo de un pozo.

—¿Fuiste parte de esto?

—Fui el primero. El que creyó que podía romper el ciclo. Pero todo intento falló. Nadie puede escapar del juicio de Velmont.

Soledad se acercó un poco más.

—¿Quién creó este lugar?

El hombre rió, apenas un susurro:

—No fue un hombre.

La lámpara del quirófano parpadeó. Las sombras danzaron en la habitación. Entonces, el hombre se llevó las manos al rostro y comenzó a desgarrarse la piel.

—¡No! —gritó Elías, intentando alcanzarlo.

Era demasiado tarde. Bajo su carne se revelaba algo que no debía existir. Una estructura ósea distinta. No humana. Y sus ojos… brillaban con una luz interior que no era natural.

El cuerpo cayó al suelo.

Y una voz resonó, desde todos los rincones.

—Ustedes han cruzado el umbral. Ahora son parte del testimonio.

Las puertas se cerraron. Una alarma silenciosa comenzó a retumbar en sus cerebros.

¡TUM! ¡TUM! ¡TUM!

—Nos están cazando —susurró Soledad.

—Tenemos que salir. ¡Ya!

Elías se giró hacia una compuerta de acero que estaba a medio abrir. La cruzaron de inmediato. Detrás de ellos, las luces se apagaban una por una.

Corrieron por un pasillo curvo que descendía. A su alrededor, las paredes se volvían más orgánicas, como si ya no estuvieran hechos de concreto, sino de carne viva. Latidos se escuchaban en cada rincón.

—Este lugar… está vivo.

Y entonces llegaron.

Una sala circular. Decenas de vitrinas con fetos flotando en frascos. Algunos humanos. Otros… no tanto.

En el centro, un podio con un diario abierto. Soledad lo tomó.

Era el cuaderno del Dr. Vela, el director original del hospital.

“Hemos despertado algo. No sé si es un dios o una pesadilla, pero nos habla en sueños. Nos promete eternidad. Pero exige sangre.”

Las palabras se volvieron más erráticas, como si el hombre hubiera enloquecido.

“La niña es la llave. Ella abre el portal. Ella es… el silencio.”

Soledad levantó la vista.

—La niña.

—¿Lucía?

—No solo ella. Hay más.

Un grito rasgó el aire.

No era humano.

El grito no fue solo un sonido. Fue una ola que empujó todo el aire fuera de la sala, haciendo vibrar los frascos con los fetos suspendidos. Algunos estallaron en esquirlas de vidrio y sangre, esparciendo un hedor rancio que se mezcló con el sudor del miedo.

Soledad y Elías retrocedieron instintivamente. El suelo temblaba.

—Tenemos que salir de aquí —dijo Elías, buscando una salida alternativa.

Pero la única puerta estaba detrás del grito.

—No podemos regresar por donde vinimos —dijo Soledad, entre jadeos—. Ese pasillo se está cerrando sobre sí mismo.

—¿Qué? ¿Cómo lo sabes?

—¡Lo siento! ¡No lo sé, lo siento! —Su voz se quebró.

En ese momento, las vitrinas comenzaron a moverse solas. Una tras otra se alinearon en círculo, como si los fetos quisieran rodearlos. El líquido de los frascos se volvió rojo oscuro.

Y en el centro del cuarto, donde antes estaba el podio, apareció una figura más.

Una niña.

Lucía.

Pero no como la habían visto antes. Esta vez estaba de pie, con los ojos completamente blancos. Su piel brillaba como si absorbiera la poca luz que quedaba.

—Ella está despierta —susurró Soledad.

—¿Es real?

—Sí.

La niña extendió la mano. En su palma, una llave de hueso.

—¿Qué significa esto?

Lucía no habló, pero la pared detrás de ella comenzó a abrirse. Un túnel, tallado directamente en roca negra. Al fondo, una luz azulada, pulsante.

—¿Quieres que entremos ahí? —preguntó Elías.

La niña asintió.

—¿Y si es una trampa?

—¿Y si es la única salida?

Avanzaron.

El túnel era estrecho y húmedo. Las paredes rezumaban un líquido tibio que se deslizaba por sus ropas. No olía mal. Olía como a placenta.

—Esto no es un túnel —murmuró Soledad.

—¿Entonces qué es?

—Es un canal.

—¿De parto?

—Sí.

—¿Estamos siendo… paridos?

Ella no respondió. Pero ambos entendieron que sí. El hospital no solo estaba vivo. Estaba naciendo algo nuevo, o quizás algo muy viejo despertaba tras siglos de letargo.

Al llegar al final del túnel, la luz azul se tornó blanca, cegadora. Dieron un paso más, y el mundo cambió.

Estaban en una versión alternativa del hospital.

Pero no era el hospital como lo conocían. Era... antes. Las paredes eran nuevas, las luces funcionaban, había médicos y pacientes. Todos iban y venían en su rutina diaria.

—¿Qué demonios es esto? —dijo Elías.

—No puede ser real.

Y entonces vieron a alguien que les heló la sangre.

Era Soledad. Más joven. Caminaba por los pasillos con un uniforme de residente. Saludaba a enfermeros, se reía con otros internos.

—¿Estoy soñando?

—No. Estás recordando.

La voz vino de detrás.

Lucía, pero ahora tenía los ojos normales. Lucía... humana.

—¿Qué está pasando? —preguntó Soledad.

—Este lugar tiene memoria —explicó la niña—. Tú estuviste aquí antes. Mucho antes de conocer a Elías. Mucho antes de saber lo que ocurría.

—No… no lo recuerdo.

—Porque hiciste un pacto.

—¿Qué pacto?

Lucía se acercó. Su tono era compasivo, pero implacable.

—Para olvidar. Para no sufrir.

Elías miró a Soledad. Ella lo evitaba.

—¿Tú sabías todo esto?

—¡No lo sé! ¡No lo recuerdo!

—¿Y si tú también eres parte de esto?

Lucía interrumpió.

—Todos los que pisan el nivel -3 son parte del ciclo. Algunos nacen con la culpa. Otros vienen a redimirse. Y algunos... vienen a morir.

Soledad cayó de rodillas.

—¿Qué hice?

Lucía no respondió.

El pasillo se deshizo, como si el recuerdo se agotara.

Ahora estaban en una sala de parto.

El mismo quirófano del principio, pero mucho más antiguo. No había tecnología. Solo una mujer gritando en una camilla, rodeada por figuras con máscaras quirúrgicas. Al fondo, un hombre observaba tras una ventana.

Elías lo reconoció.

—Es el hombre… el que se arrancó la cara.

—Ese fue el primero —dijo Lucía.

El parto era antinatural. El bebé no lloraba. No se movía. Pero aún así lo sostenían como si fuera un trofeo.

Y entonces, sin explicación, el bebé abrió los ojos.

Brillaban.

Como los de Lucía.

—Ese no es un niño —dijo Soledad, con horror.

—Es el inicio.

—¿Inicio de qué?

Lucía los miró.

—Del Silencio.

Todo explotó en luz.

Cuando recuperaron el sentido, estaban de vuelta en la sala de vitrinas. Pero ahora todo era diferente. Las vitrinas estaban vacías. El diario había desaparecido. Y el túnel detrás de ellos ya no estaba.

—¿Fue un recuerdo? ¿Una visión?

Lucía ya no estaba con ellos. Pero en su lugar, sobre el suelo, descansaba la llave de hueso.

—¿Y ahora qué?

Elías levantó la llave. Frente a ellos, una nueva puerta emergió de la pared, como si la estructura del hospital respondiera a sus acciones.

—Solo hay un camino.

La puerta se abrió.

Y dentro, una espiral descendente.

Escalones de metal oxidado, que bajaban y bajaban sin fin.

El hospital les hablaba.

—El nivel que no existe… existe —dijo Soledad.

—¿Y si no llegamos al final?

—Entonces nunca despertaremos.

Dieron el primer paso hacia abajo.

Y el silencio los tragó.

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