EL TRONO DE CENIZAS

Esa noche, Lyra no podía dormir. Algo dentro de ella la empujaba, como un eco que no la dejaba en paz. Caminó sola por los pasillos del Bastión, guiada por un instinto más antiguo que sus propios recuerdos.

Sus pasos la llevaron hasta una puerta olvidada, al fondo de las catacumbas: tallada en obsidiana, con marcas que ardían débilmente al tacto.

—¿Qué es esto…? —susurró, apoyando la palma.

La marca en su mano brilló. Y la puerta se abrió sin rechistar.

Dentro, encontró una sala circular, cubierta de símbolos en lenguas perdidas. En el centro, un altar de piedra, y sobre él… un libro encadenado.

Lyra lo tocó. Y en el instante en que lo hizo, su visión cambió.

Estaba en un trono que no era suyo. Vestida con oro y fuego. El pueblo arrodillado. Y a su lado… Kael, coronado de sombras.

Pero el cielo estaba rojo. Las torres ardían. Y desde lo alto del salón, una figura descendía envuelta en oscuridad.

—Volverás a elegirnos —susurró la voz de su reflejo—. Porque en el fondo… sabes que ya lo hiciste.

Lyra cayó de rodillas.

Cuando volvió en sí, Theryn estaba a su lado.

—¿Qué haces aquí abajo? —preguntó con preocupación—. Nadie ha abierto esta sala en siglos.

Ella levantó la mirada.

—Este libro… habla de un pacto hecho por una reina hechicera. Una que entregó Aeloria… a cambio de poder eterno.

Theryn frunció el ceño.

—¿Estás diciendo que esa reina fuiste tú?

—No lo sé aún —susurró Lyra—. Pero si lo fui… esta vez no pienso repetirlo.

Una presencia se hizo sentir en la sala. Ambos se giraron de golpe. Y ahí, entre sombras, una figura encapuchada los observaba desde la entrada.

—Llegaste demasiado lejos, Lyra —dijo la voz. Masculina. Fría.

Era uno de los consejeros.

Lord Erevain.

Lord Erevain cerró la puerta con un movimiento de su mano, y la piedra misma obedeció. Su rostro ya no tenía la cortesía habitual del consejo. Ahora estaba cubierto de símbolos oscuros, y sus ojos… eran completamente negros.

—No tenía intención de matar tan pronto —dijo con calma—. Pero no puedo permitir que interrumpas lo que fue pactado hace siglos.

Theryn se interpuso con su lanza en alto, pero Lyra lo detuvo con un gesto.

—Es mío —dijo con voz firme—. Él me ha estado observando desde el principio.

Erevain rió suavemente.

—Te subestimas, Lyra. No te observaba. Te guiaba. Soñaste con este lugar porque yo lo permití.

—Entonces cometiste un error —replicó ella—. Porque ahora estoy despierta.

Lyra extendió la mano y el fuego brotó como una lengua viva, directa hacia él. Erevain la desvió con una runa negra y respondió con un hechizo que quebró parte del techo. Fragmentos de roca llovieron sobre ellos. Theryn levantó un escudo de luz justo a tiempo.

La sala temblaba.

El libro del altar comenzó a brillar con un resplandor siniestro.

—¡Es él! —gritó Theryn—. Está usando el libro para canalizar su poder.

Lyra se lanzó hacia Erevain mientras el suelo crujía bajo sus pies. Sus poderes chocaron como tormentas: fuego contra sombra, gritos ancestrales entrelazándose en los muros. Pero algo más despertaba en su interior. Algo que la voz del libro parecía querer liberar.

—¡Tú no controlas mi destino! —gritó Lyra mientras sus ojos se encendían con una luz dorada.

Con una explosión de magia, empujó a Erevain contra el altar. Este gritó, pero no de dolor… de triunfo.

—Ahora estás ligada a él… ya no hay vuelta atrás.

Kael irrumpió en ese momento, espada en mano, empapado en energía oscura.

—¡Apártate de ella!

Con un rugido, atravesó la sala y hundió su espada en el pecho de Erevain. El cuerpo del traidor cayó, envuelto en sombras que se disiparon con un silbido.

Todo quedó en silencio.

Lyra se desplomó. Kael la sostuvo antes de que tocara el suelo.

—Te encontré —murmuró él, con la voz quebrada.

—Kael… —susurró ella—. El libro… está vivo.

Y entonces, el altar se abrió por sí solo, revelando algo que nadie esperaba: un cristal con una figura encerrada dentro.

Era… ella misma.

O al menos, una versión más antigua, más oscura, más poderosa… esperando despertar.

—Y ahora que sabes la verdad… no puedes salir de aquí.