¿ Que ya no me amas?... esa es la manera en que justificas tú cobarde deslealtad... Lavender no podía creerlo, su esposo, su amado esposo le había traicionado de la peor forma. Ahora no solo quedaba divorciarse, sino también vengarse.
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Capitulo 10
Los gritos de furia resonaban por los pasillos de la mansión Wagner, acompañados por el estruendo de objetos rompiéndose contra las paredes y el suelo. Las doncellas, apiñadas en un rincón del corredor, temblaban al escuchar el caos que se desataba en la habitación de la señorita Violett. Era otro de sus episodios de ira, y todas sabían lo que eso significaba: destrucción, descontrol y, sobre todo, miedo.
La Baronesa Meredith, con una expresión de exasperación mezclada con preocupación, se acercó a una de las doncellas y le ordenó con voz firme:
—Llévale un té calmante. Ahora mismo.
La doncella, una joven de rostro pálido y manos temblorosas, asintió con la cabeza, aunque sus ojos delataban el terror que sentía. Sabía que enfrentarse a Violett en ese estado era como acercarse a una fiera herida: peligroso e impredecible. Tomó la bandeja con la tetera y la taza, y caminó lentamente hacia la habitación, rezando en silencio para que la señorita no se desquitara con ella.
Al llegar a la puerta, la doncella llamó con voz temblorosa:
—Señorita Violett, le traigo un té calmante.
No hubo respuesta, solo el sonido de algo más rompiéndose en el interior. La doncella esperó unos segundos, respirando hondo para calmarse, y volvió a llamar, esta vez con un poco más de fuerza:
—Señorita Violett, ¿puedo entrar?
De nuevo, solo el ruido de objetos estrellándose contra las paredes respondió a su llamado. Finalmente, la doncella decidió entrar por su cuenta, anunciando con voz débil:
—Voy a entrar, señorita.
Al abrir la puerta, la escena que se presentó ante sus ojos fue peor de lo que había imaginado. La habitación, antes impecable y llena de lujosos adornos, ahora parecía el escenario de una batalla. Vidrios rotos, porcelanas destrozadas y muebles volcados se esparcían por todas partes. En medio del caos, Violett estaba de pie, con el cabello despeinado y los ojos violetas desorbitados, llenos de una locura visible.
La doncella se estremeció al hacer contacto visual con ella. Violett la miró con una intensidad que heló la sangre en sus venas.
—La Baronesa le ha enviado un té calmante, señorita —dijo la doncella, intentando mantener la voz estable—. Y... tenga cuidado, hay muchos fragmentos con los que podría lastimarse. Yo limpiaré esto en seguida.
Violett la observó en silencio durante un instante que pareció eterno. Luego, con voz fría, ordenó:
—Deja eso y lárgate de aquí.
La doncella no dudó ni un segundo. Asintió con la cabeza, balbuceando una disculpa, y dejó la bandeja con el té sobre el único mueble que aún estaba en pie. Sabía que quedarse sería un error, y no quería arriesgarse a sufrir las consecuencias de la ira de Violett. Con pasos rápidos y silenciosos, salió de la habitación y cerró la puerta tras de sí.
Violett, una vez sola, se acercó al té y tomó casi toda la taza de un solo trago. Sus manos aún temblaban, y su respiración era agitada, como si la rabia que la consumía no le permitiera estar en paz. Caminó de un lado a otro de la habitación, pisando los restos de sus pertenencias sin importarle el daño que pudiera hacerse.
—Eso no puede ser posible... no, no lo es —murmuraba entre dientes, una y otra vez, como si intentara convencerse a sí misma de algo que su mente se negaba a aceptar.— ¡Él me lo dijo! ¡Él me juro que ni siquiera dormían en la misma cama!
Sus ojos, antes llenos de furia, ahora reflejaban una mezcla de desesperación y confusión... —Aun debe confirmarlo— Balbuceó recuperando un poco la compostura... —De todas formas no me importa, eso no será un impedimento para obtener lo que quiero...
Algunos días después, el rumor sobre Lavender había traspasado fronteras, llegando a oídos del príncipe Silver.
Conrad, sintió un escalofrío recorrer su espalda al revisar los informes que tenía que presentar. Pasó saliva nerviosamente, intentando calmar los temblores de sus manos. Sabía que la noticia que estaba a punto de compartir no sería bien recibida, pero era su deber informar al príncipe de todo lo concerniente a la Duquesa de Lehman.
Conrad entró en el salón donde el príncipe Silver estaba sentado, revisando unos documentos. El ambiente era tenso, como si el aire mismo supiera lo que estaba por ocurrir. Conrad respiró hondo y comenzó a hablar, intentando preparar el terreno para que el impacto no fuera tan desastroso como imaginaba.
—Su Alteza —dijo Conrad, con una voz que intentaba sonar calmada—, tengo el informe semanal. Primero, los tratados comerciales entre Nazart y Tarcia se han cerrado con éxito, desde el mes entrante se podrá comercializar entre ambos países sin tanta burocracia y con baja de impuestos de ambos lados. Además, el Conde de Normadia ha respondido favorablemente a nuestra propuesta para iniciar conversaciones sobre diversos negocios de interés que posee el Conde.
El príncipe Silver escuchaba con una expresión neutral, pero no por eso menos intimidante. El secretario continuó, tratando de mantener la calma.
—Sobre la Duquesa—dijo Conrad, sintiendo cómo su voz temblaba levemente—. En la última fiesta a la que asistió, la Duquesa se retiró abruptamente debido a un repentino malestar.
El ceño del príncipe se frunció de inmediato, y sus ojos, de un rojo intenso, se clavaron en Conrad con una mirada que hizo que el secretario sintiera que el suelo cedía bajo sus pies.
—¿Malestar? —preguntó Silver, con un tono que grave.
Conrad tragó saliva y continuó, intentando que sus palabras no sonaran tan graves como en realidad eran.
—Sí, Su Alteza. Y... durante esa fiesta, surgieron rumores de que la Duquesa podría estar embarazada.
En ese mismo instante, el sonido de cristal rompiéndose estremeció la habitación. Conrad contuvo la respiración al ver la copa que el príncipe sostenía hecha pedazos, los fragmentos de vidrio incrustándose en la mano de Silver, la sangre mezclándose con el vino derramadose sobre la fina alfombra. La expresión del príncipe era aterradora, como si sus ojos pudieran atravesar a Conrad con la intensidad de su furia.
—Pero... son solo rumores —intentó corregir, su voz quebrándose—. No se ha confirmado nada aún, su excelencia... Iré a buscar a un médico para que lo atienda —dijo apresuradamente, dando un paso hacia la puerta.
Sin embargo, la voz helada del príncipe lo detuvo en seco.
—No necesito a ese médico —dijo Silver, apretando los dientes con un control feroz—. Solo lárgate de aquí y no me molestes por el resto del día.
Conrad tragó saliva, asintiendo rápidamente sin atreverse a decir nada más. Se inclinó levemente y salió de la habitación tan rápido como sus piernas se lo permitieron, dejando al príncipe solo, con la mano herida y el corazón en llamas.
Silver se levantó de su asiento con movimientos bruscos, como si su cuerpo no pudiera contener la furia que lo consumía. Con una mano ensangrentada, se pasó los dedos por el cabello, empujándolo hacia atrás con gesto desesperado. El rubio dorado de sus mechones se tiñó en partes con el rojo escarlata de su sangre, creando un contraste macabro que parecía reflejar el caos en su interior. Aunque los fragmentos de cristal seguían incrustados en su piel, Silver no sentía el dolor físico. No cuando el peso en su pecho lo asfixiaba, apretándole el corazón con una fuerza que lo dejaba sin aliento, una angustia que lo asfixiaba lentamente, haciéndole hervir la sangre.
—Debí matarlo... —murmuró entre dientes, con una voz que sonaba más como un rugido contenido—. Debí matarlo... debí matarlo... —repitió, cada vez más fuerte, hasta que la furia explotó en un grito ahogado.
Con un movimiento violento, derribó un pesado mueble que estaba a su lado. El estruendo resonó en la habitación, pero ni siquiera eso logró calmar la tormenta que lo devoraba por dentro. Silver se dejó caer de nuevo en su asiento, las manos cubriendo su rostro en un gesto de frustración y desesperación. Sus dedos temblaban, y su respiración era agitada, como si luchara por recuperar el control.
—No sé qué hacer... —susurró, con una voz quebrada que apenas lograba salir de sus labios—. Yo me niego a perderte.
Las palabras, cargadas de angustia, flotaron en el aire como un lamento. Silver cerró los ojos con fuerza, como si pudiera alejar la realidad que lo atormentaba. Pero no había escapatoria. La imagen de Lavender, su Lavender, con otro hombre, con un hijo que no era suyo, lo perseguía sin piedad.