Sinopsis de Destrúyeme
Lucas Santori es un hombre marcado por el odio, moldeado por un pasado donde el dolor y la traición fueron sus únicos compañeros. Valeria Montalbán, una mujer igual de rota, encuentra en él un reflejo de su propia oscuridad. Unidos por una atracción enfermiza, su relación se convierte en un campo de batalla entre el amor y el deseo de destrucción. Juntos, navegan por un abismo de crímenes, secretos y obsesiones, donde la línea entre víctima y verdugo se desdibuja. En su mundo, amar significa destruir y ser destruido.
NovelToon tiene autorización de DayMarJ para publicar esa obra, el contenido del mismo representa el punto de vista del autor, y no el de NovelToon.
CAPITULO 9
...Días antes...
...Lucas...
El sonido de mis pasos se funde con la sinfonía nocturna de la ciudad. Todo está en calma. Demasiado en calma.
Esta noche es especial. No porque sea distinta a las demás, sino porque cada asesinato es una obra única, una sinfonía de dolor que nunca pierde su magia. No importa cuántas veces Lo haga, la emoción sigue siendo la misma, intensa, inquebrantable, como si fuera la primera vez.
Y esta muerte… esta es personal.
Nicolas Delacroix.
Un nombre que evoca poder, riqueza, prepotencia. Un hombre que se deslizaba por el mundo con la arrogancia de quien cree que todo le pertenece, que no hay límites ni consecuencias. Se movía entre los demás como si fueran insectos a sus pies.
Como si yo fuera un insecto a sus pies.
Ese pensamiento me quema por dentro, como una brasa encendida en el pecho. Siempre ha sido así. Desde niño, aprendí que hay dos tipos de personas en este mundo: los que pisan y los que son pisoteados. Durante años me obligaron a arrastrarme, a morder el polvo, a sentirme insignificante. Pero aprendí. Aprendí a resistir, a levantarme, a devolver cada golpe con algo peor.
Nicolas Delacroix nunca me vio como un igual. Pero esta noche, en esta habitación, con su piel arrancándose en jirones bajo mis manos, aprenderá una última lección.
Lo observé aquella noche, en la ceremonia de premiación, pavoneándose con su traje caro y su sonrisa de satisfacción. Se movía con la arrogancia de quien se cree intocable, rodeado de aduladores que asentían a cada palabra suya. No miró a nadie que no considerara de su nivel. Ni siquiera cuando pasé frente a él.
Ni siquiera cuando lo observé fijamente, esperando. Dándole la oportunidad de notar mi presencia.
No lo hizo. Me miró como se mira a una sombra irrelevante.
Como si yo no existiera. Como si no mereciera ni una fracción de su atención.
Pero su mayor error no fue ignorarme.
Fue perder el control.
Días atrás, su hijo cayó bajo la hoja de un cuchillo. No en un ajuste de cuentas, no por un enemigo de su imperio. Valeria lo apuñaló. Y eso, para alguien como Nicolás Delacroix, era una humillación imperdonable.
Esa noche, cuando la vio, la rabia lo cegó. La tomó del cabello, intentó someterla ahí mismo, frente a todos. No porque le importara su hijo, sino porque no podía permitir que una mujer desafiara su autoridad y quedara impune.
Pero Valeria no es el tipo de mujer que se inclina ante nadie.
Se resistió, lo enfrentó, y por primera vez, vi en Delacroix algo más que arrogancia. Vi miedo.
Miedo a la idea de que no era tan poderoso como creía.
Miedo a perder el control.
Y ese miedo sería su sentencia.
No es la primera vez que elijo a una víctima así. Los arrogantes, los que creen que son intocables. Aquellos que, cuando la muerte les roza el cuello, muestran el mismo pánico infantil que cualquier otro.
Nicolas Delacroix no sería la excepción.
Llevo días siguiéndolo. Observándolo, estudiando cada uno de sus movimientos, esperando el momento perfecto. Nicolás Delacroix es un cerdo hipócrita, de esos que se venden como hombres de familia mientras se arrastran en el fango. Un drogadicto de mierda, infiel a su esposa con niños que apenas rebasan los quince años, criaturas que compra con billetes sucios y un par de promesas vacías. Asqueroso. Repugnante. No hay nada más despreciable que un hombre que se aprovecha de la inocencia, que se arrastra en su propia podredumbre sin el menor remordimiento.
Y ni siquiera la vergüenza de tener a su hijo pudriéndose en la cárcel lo detiene. Sigue pagando sobornos para que lo traten como un rey, para que le den privilegios que otros jamás tendrán. Asqueroso.
Pero yo no mato a cualquiera. Solo a los que elijo. Solo a los que lo merecen.
Lo veo entrar al Nightclub, balanceándose con ese aire de superioridad que tanto me asquea. Va con su fiel chófer, un gorila de seguridad que lo sigue como un perro faldero. Patético.
Me muevo entre la gente, invisible bajo la gorra negra, el tapabocas y la ropa oscura que me camufla en la penumbra del lugar. Espero. La paciencia es mi mejor aliada.
El momento llega cuando su guardaespaldas se dirige al baño. Lo sigo sin hacer ruido, como una sombra. En cuanto cierra la puerta, actúo.
Lo tomo por sorpresa, mi brazo alrededor de su cuello en una llave perfecta. Sé exactamente cuánta presión aplicar, cuántos segundos necesita su cuerpo antes de rendirse. Patea, forcejea, trata de alcanzarme con sus brazos torpes. No hay piedad en mí. Siento cómo su desesperación se convierte en debilidad.
Pero no lo mato. El no es mi objetivo.
Saco la jeringa y le inyecto un sedante fuerte. Con el cuerpo flojo como un muñeco de trapo, lo arrastro hasta uno de los cubículos y lo acomodo en el inodoro, como cualquier borracho desplomado en un baño sucio.
Me agacho y desabrocho su chaleco con calma, sin prisa, como si estuviera desvistiendo a un cadáver. Se lo arranco del cuerpo aún caliente y me lo coloco, ajustándolo sobre mi propia ropa. Encajo en su lugar a la perfección.
Mis guantes siguen intactos. No hay huellas, no hay rastros. No hay errores. Nunca los hay.
Me miro en el espejo del baño. La transformación está completa.
Ahora, solo queda ir por Delacroix.
Salgo del baño con pasos medidos, sintiendo el peso del chaleco sobre mis hombros. Ya no soy un extraño en este lugar. Ahora soy parte del escenario.
Lo busco entre la multitud, moviéndome con la seguridad de quien pertenece allí. No tardo en encontrarlo.
Delacroix sale de una habitación privada, con los ojos vidriosos y la camisa mal puesta. Se abrocha el pantalón con dedos torpes, como si el acto en sí fuera solo un trámite más en su vida de excesos. Parece satisfecho. Relajado.
Hijo de puta.
No miro dentro de la habitación. No quiero. Sé que lo que encontraría solo haría que el odio me dominara, y no puedo permitirme perder el control.
Pero entonces lo escucho.
Un sollozo.
Ahogado. Frágil. Roto.
Algo se rompe dentro de mí.
Mis dedos se tensan dentro de los guantes. Respiro hondo, tragándome el veneno que me sube por la garganta. No ahora. No aún.
Levanto la vista y camino hacia Delacroix. Es el momento.
Delacroix está tan intoxicado que ni siquiera me mira bien. Su mundo es un delirio de alcohol, drogas y lujuria, y en ese estado, todos le parecemos iguales.
Se tambalea al caminar, ajustándose el cinturón con torpeza. Ni siquiera nota que no soy su maldito guardia.
Mi gorra oculta la mitad de mi rostro. El tapabocas hace el resto.
—Paga al encargado por los servicios —murmura con la voz arrastrada, apenas enfocándome con esos ojos vidriosos.
Mi sangre hierve.
No respondo. Solo asiento como si fuera un perro bien entrenado. Si supiera quién soy realmente, estaría suplicando.
Lo tomo del brazo con firmeza. Nada brusco. Nada sospechoso.
—El auto está listo, señor —digo con voz neutra.
Él asiente, satisfecho. No cuestiona nada.
Salimos del pasillo en dirección a la salida trasera. Aceleramos el paso. Nadie nos detiene. Nadie sospecha. El infierno está a punto de cerrarse sobre él.
Vengo preparado. Siempre lo hago.
Dentro de mi chaqueta, llevo varios sedantes en aerosol, listos para ser usados en el momento preciso. Incoloros. Inodoros. Letales en las dosis correctas.
También traigo una máscara especial bajo el tapabocas. No pienso correr riesgos innecesarios.
Lo ayudo a meterse en el auto, asegurándome de acomodarlo bien en el asiento trasero. Pesa más de lo que imaginé, o tal vez soy yo quien está conteniendo demasiada adrenalina.
Cierra los ojos por un segundo, murmurando algo ininteligible. Está lo suficientemente drogado como para desplomarse en cualquier momento, pero no quiero correr riesgos.
Quiero que esté en sus cinco sentidos. Quiero que sienta cada maldito segundo.
Saco el aerosol y, sin dudar, rocio su rostro con el sedante. Él frunce el ceño, intenta reaccionar, pero es demasiado tarde.
Sonrío detrás de la máscara. Ahora sí, comienza el verdadero espectáculo.
...ΩΩΩΩΩΩΩΩΩΩΩΩΩΩΩΩ...
...Horas después...
Los gritos de Delacroix son música para mis oídos.
Su voz, antes arrogante, se ha convertido en un aullido de puro terror. Un sonido crudo, desesperado, que me llena de satisfacción.
La mitad de su cuerpo ya no tiene piel. Cada centímetro de músculo expuesto tiembla, bañado en sangre, latiendo con cada espasmo de su agonía. Su carne abierta es un espectáculo fascinante.
En la otra mitad, continúo con mi obra. Clavo una puntilla tras otra, despacio, sintiendo cómo su piel cede ante el metal. Cada nuevo pinchazo arranca un nuevo alarido, más alto, más desgarrador.
Nunca imaginé que alguien mereciera tanto esto.
Pero después de lo que vi hoy, después de lo que escuché en aquella habitación… lamento no tener más tiempo. Lamento que su cuerpo no tenga más sangre para que sufra por horas, por días. Pero todo tiene un límite. Incluso la resistencia de un cerdo como este.
—¡P-Por favor…! —balbucea, con la voz rota. Sus lágrimas se mezclan con el sudor y la sangre que resbala por su rostro deformado por el miedo.
—Te daré dinero… lo que quieras… ¡solo detente!
Me río bajo. Típico.
Cuando la muerte les respira en la nuca, todos creen que el dinero puede salvarlos. Pero hay cosas que el dinero no compra.
Y mi satisfacción es una de ellas.
El último grito de Delacroix es tan desgarrador que incluso mis oídos zumban.
La puntilla atraviesa su miembro sin piedad, hundiéndose hasta la base. Su cuerpo convulsiona, la piel ya deshecha se contrae sobre el músculo expuesto, y por un instante pienso que se desmayará. Pero no se lo permito.
Tomo una bolsa gruesa de plástico y se la coloco sobre la cabeza. Su agonía aún no ha terminado.
Lo escucho jadear, intentando desesperadamente tomar aire. Su pecho sube y baja con violencia, el plástico se pega a su rostro cada vez que succiona, buscando un respiro que nunca llega. Sus dedos ensangrentados arañan la mesa, su cuerpo se retuerce como un pez fuera del agua.
Es perfecto. Cada sonido, cada estertor, cada latido que se apaga lentamente.
Y entonces, el silencio.
Espero unos segundos más antes de retirar la bolsa. Su rostro está morado, los ojos abiertos en una expresión de horror absoluto.
Me siento satisfecho. Completamente.
Pero todavía hay trabajo por hacer.
Tomo un bisturí quirúrgico y lo deslizo con precisión por su talón derecho. El tendón de Aquiles se corta como si fuera seda. Me aseguro de que el número 13 quede grabado justo en el centro, con la misma precisión con la que un artista firma su obra.
Después, es hora de despedazarlo.
Con una sierra eléctrica, separo su cabeza, sus brazos y sus piernas. Corte limpio, sin prisas. La carne se abre sin resistencia, los huesos crujen y la sangre fluye sin interrupciones. Cada parte, cada extremidad, la empaco en bolsas negras individuales.
Cuando termino, me siento en una silla, saco un cigarro y lo enciendo con calma.
El humo llena mis pulmones, y una satisfacción absoluta me invade.
Esta noche dormirá tranquilo, y yo también.