Este relato cuenta la vida de una joven marcada desde su infancia por la trágica muerte de su madre, Ana Bolena, ejecutada cuando Isabel apenas era una niña. Aunque sus recuerdos de ella son pocos y borrosos, el vacío y el dolor persisten, dejando una cicatriz profunda en su corazón. Creciendo bajo la sombra de un padre, el temido Enrique VIII, Isabel fue testigo de su furia, sus desvaríos emocionales y su obsesiva búsqueda de un heredero varón que asegurara la continuidad de su reino. Enrique amaba a su hijo Eduardo, el futuro rey de Inglaterra, mientras que las hijas, Isabel y María, parecían ocupar un lugar secundario en su corazón.Isabel recuerda a su padre más como un rey distante y frío que como un hombre amoroso, siempre preocupado por el destino de Inglaterra y los futuros gobernantes. Sin embargo, fue precisamente en ese entorno incierto y hostil donde Isabel aprendió las duras lecciones del poder, la política y la supervivencia. A través de traiciones, intrigas y adversidades
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Capítulo 8
La Última Batalla de María
El ambiente era denso y pesado en Londres. El aire del palacio de Westminster parecía tan cargado de tensión como los cielos oscuros que anunciaban tormenta. María, ahora reina de Inglaterra, se encontraba en medio de una guerra interna, una batalla no solo contra los opositores protestantes que resistían su ferviente deseo de restaurar el catolicismo, sino también contra las fuerzas que amenazaban con desmoronar su reinado.
Isabel, su hermana menor, no dejaba de estar presente en sus pensamientos. Aunque compartían la sangre Tudor, sus diferencias religiosas y políticas las habían separado como nunca. María luchaba por devolver a Inglaterra a la fe católica, la fe que su madre, Catalina de Aragón, había defendido con tanto fervor. Isabel, sin embargo, había abrazado el protestantismo, simbolizando la nueva era que María tanto odiaba.
María estaba sentada en su trono, en la gran sala del consejo, rodeada de consejeros leales que observaban sus decisiones con preocupación. Los rumores corrían por la corte: Isabel tenía apoyo en los rincones más oscuros, y su influencia crecía con cada día que pasaba. Aún con todo el poder del reino a su disposición, María sabía que su posición no era tan fuerte como desearía.
Los opositores protestantes, encabezados por nobles influyentes, no cesaban de desafiarla. La rebelión de Wyatt había sido solo el principio, y ahora había disturbios en las regiones más alejadas del reino. Cada día, más voces se alzaban en contra de su reinado, exigiendo el retorno a la reforma que su padre, Enrique VIII, y su hermano, Eduardo VI, habían iniciado.
Era precisamente el recuerdo de Eduardo lo que más la atormentaba. Su hermano, tan joven y lleno de ideales protestantes, había muerto con fiebre alta, su cuerpo consumido por la enfermedad. María recordó aquella noche sombría en la que, justo antes de su muerte, Eduardo la había llamado a su lado.
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—María… —susurró Eduardo, con la voz quebrada por la fiebre y la debilidad.
Ella se inclinó sobre su cama, viendo cómo la vida se escapaba lentamente de su hermano. Él la miraba con una mezcla de pena y desesperación.
—No cedas, hermana. Inglaterra no debe regresar al viejo orden... —dijo con esfuerzo.
María lo observó con ojos llenos de lágrimas, incapaz de responder a las súplicas de un muchacho que ya no podía comprender la magnitud de lo que vendría. Eduardo no sabía que su hermana tenía planes más grandes, que su reino se sumergiría de nuevo en la fe que ella consideraba verdadera.
Isabel también había estado allí, más distante, observando en silencio cómo la vida se apagaba en el joven rey. Sus ojos no mostraban emoción, pero María sabía que Isabel también sufría. Sin embargo, sus pensamientos estaban en otro lugar, en otro tiempo.
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Con la muerte de Eduardo, María había asumido el trono, decidida a restaurar el catolicismo. Pero Isabel se apartó de ella. Desde ese momento, cada vez era más clara la división entre ambas.
En una ocasión, Isabel se había reunido con María, tratando de hablar con ella sobre la situación del reino, pero la conversación fue corta y tensa. Isabel no podía apoyar la represión de los protestantes, y María no toleraba la insubordinación. Ahora, con el trono asegurado y los opositores aplastados en batallas sangrientas, María había logrado lo que tanto anhelaba: el control. Pero la victoria tenía un costo.
—Tu hermano fue el último eslabón de la herejía —dijo María, volviendo al presente y mirando a sus consejeros—. Inglaterra será devuelta a Dios, aunque eso me cueste la vida.
Sus palabras resonaban con una determinación inquebrantable, pero había algo que la inquietaba. En el fondo, sabía que su poder se desmoronaba lentamente. La salud la abandonaba, y con cada día que pasaba, su cuerpo se debilitaba más. Las noticias de nuevas conspiraciones llegaban a sus oídos, y, a pesar de los esfuerzos por contenerlas, María sabía que Isabel siempre estaría ahí, al acecho.
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Una tarde, Isabel decidió que debía ver a su hermana. Entró en la gran sala del consejo, donde María estaba de pie junto a la ventana, observando las nubes grises que cubrían el cielo. Habían pasado meses desde que habían hablado cara a cara, y las palabras que intercambiaron no fueron amables.
—Veo que sigues luchando por lo que crees, hermana —dijo Isabel, con una mezcla de amargura y resignación en su voz.
María no se volvió para mirarla. Su mirada seguía fija en el horizonte.
—Lo que creo es la verdad —respondió María con dureza—. Lo que tú sigues es una herejía.
Isabel suspiró, consciente de que aquella conversación solo llevaría al mismo punto.
—Nuestra madre no desearía que termináramos así —dijo Isabel, intentando suavizar el tono—. Somos lo que queda de los Tudor, y aun así, luchamos entre nosotras.
María finalmente se giró, sus ojos llenos de determinación.
—No te equivoques, Isabel. No lucho por mí, ni siquiera por nuestro apellido. Lucho por la salvación de Inglaterra, por la salvación de tu alma. Y si no puedo salvarte, entonces no hay lugar para ti aquí.
Las palabras colgaban en el aire como una sentencia. Isabel, sin nada más que decir, asintió lentamente, sabiendo que ya no había reconciliación posible entre ellas. Con una reverencia fría, se dio la vuelta y salió de la sala.
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Poco después de esa conversación, los consejeros reales decidieron apartar a Isabel y a María de la corte. Cada una fue enviada a vivir en castillos separados, rodeadas de sus propios apoyos y sirvientes, pero nunca más volverían a compartir el mismo techo.
La batalla entre el catolicismo y el protestantismo seguía siendo la línea divisoria que las separaba. Isabel, joven y con un futuro incierto, no sabía si volvería a ver a su hermana. Pero en lo más profundo de su corazón, entendía que el reino estaba cambiando, y que, con el tiempo, ella tendría que asumir el poder.
Mientras María continuaba su reinado, Isabel esperaba pacientemente, observando cómo el tiempo y las circunstancias preparaban su propio ascenso al trono.
El poder había cambiado de manos, pero la lucha por el alma de Inglaterra aún no había terminado.
Los Últimos Días de Eduardo
Recuerdo esos días como si fueran un sueño lejano, uno teñido de dolor y confusión. Mi hermano Eduardo, el joven rey de Inglaterra, yacía en su lecho de muerte, su cuerpo consumido por la fiebre y la enfermedad. Estaba allí, en esa habitación oscura y sofocante, viendo cómo la vida de mi hermano se desvanecía poco a poco, incapaz de hacer nada para detenerlo.
Aquella imagen está grabada en mi memoria, la palidez de su rostro, el temblor de sus manos, los murmullos entre los médicos que ya no podían hacer más. María estaba cerca, tan firme y decidida como siempre, aferrada a su fe católica, mientras yo me mantenía en silencio, observando cómo la muerte se acercaba.
Eduardo, incluso en sus últimos momentos, no dejaba de pensar en su reino. Entre los delirios de la fiebre, me habló de su deseo de mantener a Inglaterra en la senda del protestantismo. Quería que yo, su hermana Isabel, ayudara a María a convertirse, que la convenciera de aceptar las reformas que él tanto defendía. Pero sabía que era imposible. María nunca cedería, al igual que nuestra madre, Catalina de Aragón, su fe católica era inquebrantable.
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—Isabel... —me dijo Eduardo, con la voz apenas audible—. Tienes que hacer que María lo entienda. Inglaterra no puede regresar a lo que fue. Tú eres la clave...
No respondí. ¿Qué podía decir? Sabía que no podría convencer a María, y menos en los últimos días de su reinado católico. Sabía que este enfrentamiento entre nuestras creencias se intensificaría una vez que él se fuera. María ya estaba planeando su restauración católica, y el conflicto era inevitable.
Eduardo, debilitado por la fiebre, cerró los ojos. Esa fue la última vez que lo vi consciente. Poco después, falleció, y con su muerte, todo cambió. María asumió el trono, y yo sabía que mi lugar en la corte sería cada vez más incierto.
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Poco tiempo después, decidí alejarme. La corte, con sus intrigas, traiciones y disputas religiosas, ya no era un lugar seguro para mí. Me retiré a una de mis residencias en el campo, lejos del bullicio de Londres, lejos de las tensiones políticas que sacudían el reino.
Me rodeé de mis damas de compañía y algunos hombres leales que se encargaban de las tareas más arduas. Aunque me alejé de todo, la sombra de lo que ocurría en la corte me perseguía. No podía evitar pensar en cómo había llegado a este punto, en cómo mi hermano Eduardo, incluso en sus últimos días, había sido manipulado por aquellos que querían mantener el control protestante en Inglaterra. ¿Cómo pudo permitir que la situación llegara a este extremo?
No podía creer que Eduardo aceptara el destino que le habían impuesto. Él, que había sido criado para ser fuerte y decidido, había sido llevado por el camino de la enfermedad y la manipulación. Me dolía pensar en ello, en la fragilidad de su corta vida y en cómo había dejado el reino en un estado tan incierto.
A pesar de la distancia que había puesto entre la corte y yo, el eco de los acontecimientos en Londres no dejaba de resonar en mi mente. Sabía que tarde o temprano, tendría que enfrentar la realidad de lo que significaba ser una Tudor en tiempos tan turbulentos. Por ahora, me mantenía en mi retiro, intentando encontrar paz en medio de la tormenta.
Los Recuerdos de Isabel - Conversaciones con María y Eduardo
Las discusiones entre María y Eduardo aún resonaban en mi mente como el eco de un trueno lejano. Aquellos enfrentamientos llenos de furia y sarcasmo eran una constante en la corte durante los últimos días de mi hermano. A menudo me encontraba en medio de ellos, sin decir nada, solo observando cómo el conflicto entre el catolicismo de María y el protestantismo de Eduardo los desgarraba más allá de lo fraternal.
Primera Conversación - El Primer Choque de Voluntades
Estábamos en el gran salón del palacio, y la tensión era palpable. María, de pie junto a la ventana, su mirada fija en las campanas de una iglesia cercana, habló con frialdad:
—Eduardo, eres el rey, pero eso no te da derecho a despojar a nuestra tierra de su fe verdadera. ¡Inglaterra es católica y siempre lo será!
Eduardo, sentado en su trono, casi enfermo ya, levantó la cabeza con esfuerzo. Aunque su voz era débil, el tono era inflexible.
—María, Inglaterra ha avanzado. No vamos a regresar a las supersticiones y rituales que han atado al pueblo durante siglos. Tú eres la hereje, la que no comprende que la salvación de nuestra nación depende de la Reforma.
María lo miró con desprecio, y su voz se volvió amarga, casi sarcástica.
—¿Reforma? ¿Llamas a esto una reforma? Has permitido que los libros sagrados sean quemados, que los sacerdotes fieles sean ejecutados. Esto no es una reforma, Eduardo, es un caos que has desatado, y tú, tú serás juzgado por ello.
Eduardo apretó los puños, su rostro se tornó rojo de ira. A pesar de su debilidad física, el fuego de su convicción protestante lo sostenía.
—El juicio será para aquellos que se aferren a la mentira, como tú, María. Nunca permitiré que arrastres a Inglaterra de nuevo al dominio del Papa. ¡Ni en vida, ni en muerte!
Yo permanecía en silencio, sin atreverme a intervenir, pero cada palabra caía como una piedra en mi pecho. María lo fulminó con la mirada, su voz cargada de veneno.
—Me gustaría verte intentar detenerlo desde la tumba, querido hermano. Porque cuando yo reine, las iglesias se llenarán de nuevo de fe verdadera. Mientras tú, serás recordado como el joven rey que destruyó todo lo que nuestros antepasados construyeron.
Segunda Conversación - La Furia de Eduardo
La segunda conversación que recuerdo fue una de las más tensas. Eduardo, ya gravemente enfermo, estaba en su lecho, y María había venido a verlo. No había misericordia en sus ojos, solo la misma determinación inquebrantable.
—Eduardo, aún tienes tiempo. Recapacita. Recuerda la fe de nuestra madre, Catalina. Era católica y vivió con dignidad. Tú también puedes encontrar la redención.
Eduardo, sudoroso y débil, la miró con el rostro desencajado por la fiebre. Pero su ira seguía ardiendo.
—¿Redención? —dijo entrecortadamente—. ¿Qué redención hay en volver a las mentiras y supersticiones? Tú hablas de mamá, pero te olvidas de todo lo que ella soportó a manos de Roma. Yo no seré su víctima. Y tú, María, no volverás a envenenar esta nación con tus oraciones vacías y tus misas interminables.
María lo miró como si ya hubiera dado por perdida su alma.
—Hablas como un hombre poseído, Eduardo. Me das pena. Pero te prometo una cosa, cuando llegue el momento, tu legado será destruido. ¡Y yo me aseguraré de que todos recuerden que Inglaterra es una tierra bendecida por Dios!
Eduardo respiraba con dificultad, pero su mirada estaba llena de desprecio.
—Cuando llegue tu momento, María, tú serás quien tenga que rogar por la misericordia que ahora desprecias. Yo dejaré este reino en las manos de aquellos que continúen lo que empecé. Tú nunca tendrás el poder que deseas.
Tercera Conversación - La Caída Final
En la última conversación que recuerdo, la enfermedad de Eduardo estaba en su peor momento. Había convocado a María, con la esperanza de una reconciliación, pero aquello terminó siendo otra batalla de voluntades.
—María —dijo Eduardo, casi en un susurro—, ya no hay mucho que pueda hacer. Pero te lo ruego, acepta la reforma. No quiero que Inglaterra caiga en la oscuridad de nuevo. Prométeme que seguirás este camino.
María no podía creer lo que escuchaba. Su rostro se endureció.
—Jamás. No hay nada que pueda apartarme de mi fe. Y menos aún una petición de un rey moribundo.
Eduardo, exasperado, intentó incorporarse en la cama, pero su cuerpo no lo permitió. Me miró con ojos suplicantes, como si yo pudiera hacer algo. Pero no podía. Estaba atrapada entre dos fuerzas que me superaban.
—Si no lo haces, María —continuó Eduardo con un hilo de voz—, te aseguro que te enfrentarás a una resistencia que no podrás controlar. Inglaterra ha cambiado, y no tolerará a una reina que quiera volver al pasado.
María lo miró fríamente.
—Que vengan entonces. Lucharé por mi fe hasta el último aliento, como lo hizo nuestra madre. Y si me cuesta el trono, que así sea. Pero nunca renunciaré.
La habitación quedó en silencio después de esas palabras. Eduardo cayó sobre las almohadas, exhausto. Sabía que la batalla por el alma de Inglaterra no terminaría con su muerte. Y yo, en medio de todo, me sentía atrapada, dividida entre dos mundos que no podía reconciliar.
Esa fue la última conversación entre Eduardo y María. Poco después, Eduardo murió, y yo supe que el destino del reino cambiaría para siempre.