En 1957, en Buenos Aires, una explosión en una fábrica liberó una sustancia que contaminó el aire.
Aquello no solo envenenó la ciudad, sino que comenzó a transformar a los seres humanos en monstruos.
Los que sobrevivieron descubrieron un patrón: primero venía la fiebre, luego la falta de aire, los delirios, el dolor interno inexplicable, y después un estado helado, como si el cuerpo hubiera muerto. El último paso era el más cruel: un dolor físico insoportable al terminar de convertirse en aquello que ya no era humano.
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Capítulo 9: El asalto nocturno
El viento de la noche movía las copas de los árboles, creando sombras que parecían cobrar vida. Tania descansaba un momento, apoyada contra la pared del búnker, pero su instinto le decía que algo se acercaba. Cada crujido de ramas, cada susurro del viento parecía amplificado en la quietud de la noche. Entonces, un estruendo rompió el silencio: las puertas del búnker vibraron y comenzaron a ceder ante la fuerza de los monstruos.
—¡Prepárate! —gritó Tania, incorporándose y tomando el rifle que Karen le había dejado, mientras Leo la seguía de inmediato.
El olor a hierro y humedad invadió el lugar mientras las criaturas atacaban. Cada disparo debía ser preciso; cualquier error podría ser fatal. Los monstruos golpeaban con fuerza, arrancando tablas y haciendo que fragmentos de madera volaran por el aire. Tania recordó las enseñanzas de Karen: no todos los monstruos se vencen con fuerza bruta; algunos solo podían ser paralizados temporalmente para ganar ventaja estratégica.
Los rugidos resonaban en la oscuridad, mezclándose con el crujir de la madera rota. Con la mente fría, Tania dio órdenes claras:
—¡Barricad la entrada con todo lo que haya! —gritó—. ¡Leo, por aquí! ¡Explosivos en la esquina!
Leo, aunque nervioso, siguió sus instrucciones. Prepararon cargas improvisadas con botellas de gas y trapos, colocándolas en los puntos más débiles. Una vez encendidas, las explosiones hicieron retroceder a varias criaturas, dándoles un respiro. Tania aprovechó para guiar a Leo hacia un túnel lateral que habían preparado previamente, cada paso calculado para evitar un ataque sorpresivo. Sus corazones latían con fuerza, pero sus movimientos eran sincronizados y precisos, fruto del entrenamiento que Karen le había inculcado.
El ataque duró horas que parecieron eternas. Cada rugido y cada golpe de los monstruos obligaba a Tania a recalcular su estrategia, a mover barricadas, cubrir puntos vulnerables y asegurarse de que Leo no se arriesgara más de lo necesario. La sangre, el sudor y la suciedad cubrían sus rostros, pero la determinación en sus ojos permanecía inquebrantable.
Al final de la noche, exhaustos, heridos y con la ropa rasgada, lograron salir al bosque cercano. La oscuridad les daba cierta cobertura, y los árboles servían como barrera temporal. Se sentaron contra un tronco caído, respirando con dificultad y evaluando los daños.
—Lo logramos —dijo Leo, jadeando—. Pero esto no termina aquí… ellos volverán.
Tania lo miró con firmeza. Cada monstruo, cada desafío que habían enfrentado, la había fortalecido. La pérdida de Karen seguía doliendo, pero ahora entendía que su legado vivía en cada decisión que tomaba, en cada enseñanza que aplicaba para sobrevivir. No era solo una sobreviviente: era líder, estratega y guía para quienes dependían de ella. Su mirada recorrió el bosque oscuro y silencioso, anticipando el próximo movimiento de los monstruos y recordando que la vigilancia nunca podía relajarse.
En ese instante, Tania sintió que el miedo era un lujo que no podía permitirse. Debía mantenerse firme, pensar con claridad y proteger a Leo y a todos los que pudieran unirse a ellos. La noche era su enemiga, pero también su aliada: les ofrecía tiempo, sombras y la posibilidad de planear el siguiente paso. Y mientras el viento agitaba nuevamente las copas de los árboles, Tania respiró hondo y se preparó para el amanecer, consciente de que cada día sobrevivido la acercaba un poco más a reconstruir un mundo fragmentado.