Todos los años, en otoño, un alma humana desaparece del internado. Este año, ella llegó para quedarse.
Annabelle Drayton es enviada a estudiar al Instituto St. Elric tras una tragedia familiar. Ubicado en una antigua abadía sobre un acantilado, rodeado de bosques y niebla perpetua, el lugar parece congelado en el tiempo.
Lo que no sabe es que algunos de los alumnos no envejecen. No respiran. No sueñan. Y cada uno de ellos guarda un pacto sellado hace siglos: nunca acercarse demasiado a los humanos.
Théodore Ravencourt, el más enigmático entre ellos, ha seguido esa regla por más de cien años. Hasta ahora.
Annabelle no es como las demás. Hay algo en su sangre, en sus sueños, en su presencia, que lo arrastra hacia la vida… y hacia el peligro.
Pero cuando ella comienza a desenterrar verdades prohibidas, descubre que ser amada por un inmortal no es un privilegio… sino una sentencia.
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🩸Capítulo 9 – El precio de recordar
Théodore
Hay silencios que se sienten como cuchillas.
No los que emiten los labios cerrados, sino los que provienen del interior, donde la culpa se disfraza de calma y el deseo de olvidar es más fuerte que cualquier orden.
Annabelle lo ha visto.
Mi pasado.
La grieta que juré sellar para siempre.
Y sin embargo, en sus ojos no encontré condena.
Solo esa luz… esa llama obstinada que incendia todo a su paso.
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Desde que Annabelle tocó el espejo del Archivo, algo despertó en mí.
El nombre de Élise ya no es un murmullo lejano, sino una herida abierta.
Sus palabras, su voz… regresan en oleadas que me desarman.
El amor que compartimos —imposible, condenado, eterno— no desapareció con su muerte.
Solo se convirtió en piedra.
Y yo, en estatua.
Hasta ahora.
Porque Annabelle tiene su voz.
Pero no es ella.
Es algo nuevo.
Algo que amenaza con romper lo que queda de mí.
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El Cónclave se reunirá en tres noches.
La última vez que lo hicieron, sellaron mi condena al silencio.
La muerte de Élise fue disfrazada de justicia.
Y yo… sobreviví. A medias.
Ahora me convocan otra vez.
Pero no como testigo.
Como amenaza.
Camino por los corredores de mármol como si cada paso pudiera abrir una grieta.
Los rostros de los Eternos me miran con ojos de cera.
No hay palabras. Solo protocolos.
Las cartas están echadas, dicen los susurros.
Y el Fragmento —el que Annabelle despertó— ya no se oculta.
Su energía vibra como un corazón recién nacido.
Y ese latido… me llama.
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Una vez fuimos humanos.
Antes del Pacto.
Antes del fuego.
Antes de Velharrow.
Las reglas fueron grabadas en piedra:
No amarás a una mortal.
No desafiarás el ciclo.
No abrirás lo sellado.
Romperlas significaba la disolución.
El olvido.
Yo rompí la primera.
Y ahora ella ha quebrado la tercera.
¿Qué queda?
Solo esperar el juicio.
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Esa noche volví a la torre norte, donde la lluvia cae como si lavara los pecados del cielo.
Me senté frente al espejo antiguo.
Esperando ver a un monstruo.
Pero lo que vi fue peor.
Un joven.
El que era antes de ser Eterno.
Antes del beso de sangre.
Antes de perderla.
Sus ojos estaban llenos de miedo.
Y al mirarlo, entendí algo terrible:
Nunca dejé de ser él.
Solo aprendí a fingir que no me dolía.
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Escribí su nombre.
Annabelle.
Solo eso.
Una palabra con el peso de una historia no vivida.
Quise advertirla.
Decirle que no existe salvación en este mundo de sombras.
Que los Eternos no perdonan.
Que todo lo que toca se convierte en tragedia.
Pero rompí la hoja.
Porque aunque quisiera protegerla…
no puedo alejarme.
Ella me mira como si aún quedara algo en mí que vale la pena salvar.
Y eso es lo más peligroso de todo.
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Ya han comenzado los ritos.
La capilla del fuego ha sido encendida.
Los espejos han sido cubiertos.
Los nombres de los acusados susurrados en lenguas que tiemblan el aire.
Me han asignado una cámara en la parte más alta.
Una celda con vistas al abismo.
Y allí me esperan tres objetos:
Un anillo de plata negra con el símbolo de Velharrow.
Un frasco de sangre sellada, que solo puede beberse si el juicio se pierde.
Una pluma blanca, símbolo de elección.
Los tres juntos componen el ritual del Juicio Silente.
Solo uno puede usarse.
Solo uno sobrevivirá.
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Estoy solo.
Pero no vacío.
Porque en la penumbra, escucho una voz.
No es la de Élise.
Es más joven. Más clara.
Annabelle.
No está conmigo físicamente.
Pero algo en ella ha atravesado los muros de esta prisión de mármol y culpa.
La oigo decir mi nombre.
Y por primera vez en siglos, quiero responder.
No como un Eterno.
No como un traidor.
Sino como el muchacho que alguna vez se arrodilló bajo las rosas negras…
y juró amor eterno.
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La víspera del Cónclave, bajé al jardín prohibido.
Donde todo comenzó.
Las rosas negras seguían ahí.
Marchitas.
Pero no muertas.
Las toqué, y el mundo pareció inclinarse.
Una memoria despertó.
Ella —Annabelle— corriendo entre las columnas.
Sus manos cubiertas de tinta.
Su risa entrecortada por el miedo.
Y entonces supe:
No era solo el eco de Élise lo que vivía en ella.
Era otra historia.
Otra oportunidad.
Otra chispa.
Y esta vez… no pienso huir.
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El amanecer del juicio se aproxima.
Los relojes han sido cubiertos.
Los nombres han sido sellados.
Y el Fragmento… respira.
Yo también.
Por primera vez en siglos, respiro de verdad.
Porque aunque sé que puedo perderlo todo…
También sé que si ella lucha a mi lado,
tal vez —solo tal vez— esta historia tenga un final distinto.