Arabela, una joven tranquila, vive su adolescencia como una etapa de experiencias intensas e indescifrables.
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CAP 9. FRUTAS
—Quítate ñoña —la escuché decir, dándome un golpe en el hombro al entrar al salón. Rebeca se había vuelto odiosa.
—La puerta no es tuya —reclamé, plantándome en medio del marco enfaticé mi gesto alzando una ceja. Rebeca me miró y puso los ojos en blanco, yendo por su mochila. Nos habían dejado salir temprano porque se fue la luz en toda la escuela, eran los últimos días de clase y se aproximaban las vacaciones. Al menos en ese tiempo no tendría que aguantar su mal humor.
—Buen día, Matías —escuché una voz conocida que le hablaba a papá mientras yo estaba acomodando algunas cajas debajo de la barra de nuestro local de frutas en el mercado.
—Buen día, Mari. ¿Cómo está Rebeca? —contestó papá cordial. Al escucharlo me quedé quieta con las naranjas en la mano, aún estando de rodillas.
—Ella está bien, había estado un poco incontrolable en la escuela, solo eso, espero que las vacaciones le sienten mejor.
—¿Quieres que Arabela le ayude otra vez con las materias? —abrí los ojos como un búho y jalé del pantalón a papá negando con la cabeza.
—No es necesario —contestó su madre, suspiré de alivio, quizá se comportaba así por su hermano.
Seguí acomodando las naranjas sin dejar de escuchar.
—¿Qué pasó? ¿Se pelean? —cuestionó papá incitando la plática.
—Nada de eso —la madre de Rebeca exhaló—. Mi niño ha estado enfermo, le diagnosticaron un raro síndrome que no lo deja respirar bien —otra vez me quedé quieta y dejé caer las naranjas en la caja—. Hemos estado visitando médico tras médico pero nadie nos da un tratamiento certero.
—Lo siento mucho, Mari. Cualquier cosa que esté en mis manos con lo que te pueda ayudar, dímelo.
—Gracias, gracias. Discúlpame por contarte mis problemas es que...
—No, no hay porque, a veces llevamos cargas muy pesadas. Está bien que las compartas. No te puedo ayudar mucho, pero al menos te puedo escuchar.
La señora no respondió, papá le pasó una servilleta de papel, escuché ligeros hipidos.
—Mira, ten —papá llenó una bolsa con fruta variada —llévasela a tu hijo.
—No, no ¿cómo crees? Te lo conté por la confianza pero no es para que me regales tu mercancía.
—Anda, tómala, es un regalo. Le hará bien.
La bolsa cruzó la barra de cemento cargada de frutas.
—Gracias la escuché sorber la nariz —me saluda a su hija.
—De hecho anda aquí ayudándome.
Me sacudí las manos y me levanté.
—Buenos días, Señora.
—Hola, hija —tenía los ojos rojos y cristalinos.
—¿Cómo estás?
—Muy bien.
—Me alegra mucho escuchar eso —se limpió la nariz con la servilleta.
—Si necesitas que Arabela vuelva a ayudar a tu hija, ella encantada lo hará, ¿verdad?
Miré a papá sin ningún gesto.
—Sí —dije al mismo tiempo asentí. Observé las montañas de fruta frente a mí, tomé dos manzanas y una rodaja de sandía cubierta con playo —tenga, ¿se las puede llevar a Rebeca? — estire las manos.
—No, ya es suficiente con la fruta que me dio tu papá.
—Esas son para su hijo, estas son para ella —meneé las manos para que las tomara.
—Gracias, eres muy buena amiga —la señora vio la bolsa que le dio papá y me dejó meter lo que le ofrecía —le diré que van de parte tuya.
Se me apretó la quijada y sentí arder mis mejillas.
—No, no es necesario que le diga eso, solo, solo déselas.
—Bueno, muchas gracias por todo. Qué buen corazón tienes mi niña.
Sonreí sin responder nada.
Pasé el resto de las vacaciones ayudando a papá en el local de fruta. Era la única labor de todas las que me encomendaba que no me aburría, me la pasaba escuchando música con un audífono en un oído mientras despachaba o acomodaba las frutas.
Al llegar a casa los pensamientos se esparcían en mi mente, pensamientos sobre Rebeca, sobre su hermano. Quería saber si ella necesitaba algo; un abrazo, alguien que la escuchara, luego recordaba que tenía Edgar y todo se disolvía, bueno, no todo, quería estar con ella, decirle que podía llorar conmigo si quería, porque a veces la mente es aplastante, la vida lo es cuando te sientes sola sin nadie a quien contarle tus verdaderos sentimientos, al final lo único que se me venía a la cabeza era: Ojalá esté bien. Lo decía en serio, lo sentía así. No quería verla sufrir, el solo imaginarlo me rompía el corazón, el alma, la mente, me hacía sentir amarrada de manos y de pies y de mi propia conciencia, porque no me creía capaz de ir a su casa y ofrecerle mi apoyo. Me sentía un fraude, todos mis pensamientos me orillaban a querer ayudarla, ser su refugio, pero mis acciones me daban vergüenza. Me quedaba en casa repasando lo que podría hacer por ella sin mover un dedo para demostrárselo.