Alonzo es confundido con un agente de la Interpol por Alessandro Bernocchi, uno de los líderes de la mafia más temidos de Italia. Después de ser secuestrado y recibir una noticia que lo hace desmayarse, su vida cambia radicalmente.
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Saga: Amor, poder y venganza.
Libro I
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Capítulo 08. Mejor acostumbrarse.
El frío del mármol penetraba en su piel, pero Alonzo apenas lo notaba. El cansancio y el miedo nublaban sus sentidos. Cerró los ojos, tratando de contener el pánico que lo invadía como una marea imparable. ¿Cómo había llegado hasta este punto? Su vida, aunque difícil, siempre había tenido cierto orden. Había aprendido a navegar por las dificultades con astucia y resistencia. Pero ahora, todo lo que había construido pendía de un hilo. Un hilo frágil sostenido en las manos de un hombre despiadado.
Las palabras de Alessandro resonaban en su mente como un eco siniestro, cada sílaba impregnada de una amenaza latente que parecía envolverlo. "Te buscaré hasta el mismo infierno si es necesario", había dicho con la certeza de alguien que nunca falla en sus promesas. Y Alonzo sabía que esas no eran meras palabras. Alessandro Bernocchi no era un criminal cualquiera. Tenía la capacidad y los recursos para hacer cumplir cada una de sus amenazas. Perseguido por la Interpol, con fortunas incalculables y un ejército de hombres bajo su mando, era un enemigo implacable.
—Quedarme o morir intentando huir..., —murmuró Alonzo para sí mismo, observando las sombras que se alargaban en la habitación, como si intentaran atraparlo también—. Ninguna opción parece viable.
Sin embargo, incluso en la más profunda oscuridad, una pequeña chispa de esperanza se negaba a extinguirse. Alonzo no era ingenuo. Sabía que la sumisión, al menos por el momento, podría ser su única forma de ganar tiempo. Si se mostraba dócil, podría vivir un día más, y tal vez en ese lapso encontraría una oportunidad para escapar. Era un juego peligroso, pero no le quedaba otra opción.
—Debo ser más inteligente que él, —susurró, aferrándose a ese pensamiento mientras su mente trazaba posibles estrategias. Si Alessandro lo consideraba derrotado, podría bajar la guardia, y esa sería su única oportunidad. Cada vez que lo subestimaran, cada segundo de descuido, sería su ventaja.
Con torpeza, se levantó del suelo, sacudiendo el polvo de sus pantalones. Su corazón aún latía con fuerza, pero ahora latía con una nueva determinación. Alessandro podía controlarlo en ese momento, pero no lo haría para siempre.
—Venga conmigo, —ordenó una voz firme desde la puerta, haciéndolo girar lentamente. Era el mismo hombre que lo había escoltado antes. Su rostro era impenetrable, tan frío como el mármol bajo sus pies.
Alonzo lo siguió en silencio, escoltado de regreso a la pequeña habitación que ya empezaba a sentir como una celda. Al entrar, el hombre se aseguró de cerrar la puerta tras de sí con un ruido seco y metálico que resonó en la mente de Alonzo como un recordatorio de su cautiverio.
—En breve le traerán su comida, —anunció desde el otro lado de la puerta, su voz carente de cualquier atisbo de empatía.
Alonzo se dejó caer al suelo, apoyando la espalda contra el borde de la cama. Sus pensamientos giraban en torno a cómo podría escapar de ese lugar. Aunque lograra salir de la habitación, se encontraría perdido en la vasta mansión, rodeado por hombres que no dudarían en matarlo. Sabía que debía esperar el momento adecuado, pero ¿cuándo llegaría ese momento? ¿Y cómo sabría que era el correcto?
—Aquí está su comida, —la voz del hombre lo sacó de sus pensamientos. Tan silencioso había sido su paso que ni siquiera se dio cuenta de cuándo había entrado. Un plato humeante y una botella de agua fueron depositados frente a él. Luego, una muda de ropa, perfectamente doblada, apareció sobre la cama.
—Vendremos más tarde por si necesita algo más, —añadió el hombre, con la misma frialdad que antes.
Alonzo levantó la vista, mirando al hombre que se mantenía erguido, esperando. Era una oportunidad, pequeña, pero una oportunidad al fin.
—Me gustaría saber sus nombres, —dijo con voz baja, tratando de sonar lo más sincero posible—. Solo quiero saber a quién agradecerle por lo que me traen.
El hombre lo miró con indiferencia.
—No lo hacemos por nosotros. Si quiere agradecer, hágalo al señor Bernocchi. —Con una mirada helada, el hombre y su compañero se retiraron de la habitación.
Alonzo dejó escapar una risa amarga, apenas un susurro para sí mismo. "Qué idiota fui al creer que me lo dirían...", pensó mientras arrastraba el plato hacia sí. La comida, aunque bien presentada, no despertaba en él más que repulsión. El aroma que emanaba de la comida, en lugar de abrirle el apetito, le provocó náuseas. Apenas tuvo tiempo de levantarse antes de correr hacia el baño, donde vomitó un líquido amargo que lo dejó exhausto.
Se enjuagó la boca y apoyó la cabeza contra la fría pared del baño. Sus dedos tocaron instintivamente su abdomen, recordando la preocupación que lo había atormentado desde hacía días.
—¿Estaré realmente enfermo? —murmuró para sí, dejando caer las manos a sus costados.
La sensación de vulnerabilidad lo abrumaba. No quería resignarse tan pronto, pero las posibilidades de salir de allí con vida se desvanecían con cada segundo que pasaba. Había visto suficientes películas de mafiosos para saber cómo terminaban esas historias. Y aunque la ficción podía exagerar, siempre había un grano de verdad en ellas. "Sin testigos", esa era la regla de oro. La muerte parecía una certeza, solo quedaba por saber cómo y cuándo llegaría.
Con ese oscuro pensamiento, se levantó y regresó a la habitación. El hambre persistía, pero la comida frente a él le resultaba intolerable. "¿Qué me está pasando?", se preguntó mientras apartaba el plato. Se dirigió al baño y, aprovechando que había artículos de aseo, tomó la ropa limpia y se duchó. El agua caliente le brindó un breve consuelo.
Al salir, se encontró con uno de los hombres recogiendo el plato de comida intacto.
—No piense que una huelga de hambre lo ayudará. Aquí, eso no funciona. Si sigue así, morirá de inanición antes de que pueda siquiera considerar huir. —La advertencia fue directa, sin un atisbo de simpatía.
—No es que no quiera comer, es solo que mi estómago está mal. Las náuseas no me permiten ingerir nada. —Alonzo intentó justificar su situación. Quizá, si sabían que no se negaba a comer por rebeldía, podrían ofrecerle algo más que pudiera tolerar.
—Lamentablemente para usted, no está aquí en calidad de invitado. No puede elegir el menú. —El hombre se detuvo en el umbral antes de salir, volviendo la cabeza para una última advertencia—. O come, o muere de hambre. Usted decide. —Y con esas palabras, la puerta se cerró de nuevo.
Exhausto y frustrado, Alonzo se dejó caer sobre la cama. Algo más había cambiado en su cuerpo. Un cansancio abrumador lo envolvía, una somnolencia constante que lo tomaba desprevenido. "Si voy a estar aquí, es mejor que me acostumbre", pensó con resignación, mientras el sueño lo envolvía una vez más.
cada episodio quedando en espera del siguiente,siempre en suspenso,,,