NovelToon NovelToon
LA NOCHE DE LAS BRUJAS

LA NOCHE DE LAS BRUJAS

Status: Terminada
Genre:Mundo de fantasía / Fantasía épica / Dragones / Brujas / Completas
Popularitas:922
Nilai: 5
nombre de autor: Cattleya_Ari

En el imperio de Valtheria, la magia era un privilegio reservado a los hombres y una sentencia de muerte para las mujeres. Cathanna D’Allessandre, hija de una de las familias más poderosas del imperio, había crecido bajo el yugo de una sociedad que exigía de ella sumisión, silencio y perfección absoluta. Pero su destino quedó sellado mucho antes de su primer llanto: la sangre de las brujas corría por sus venas, y su sola existencia era la llave que abriría la puerta al regreso de un poder oscuro al que el imperio siempre había temido.


⚔️Primer libro de la saga Coven ⚔️

NovelToon tiene autorización de Cattleya_Ari para publicar esa obra, el contenido del mismo representa el punto de vista del autor, y no el de NovelToon.

CAPÍTULO 04

02 del Mes de Maerythys, Diosa del Agua

Día de la Tierra Quieta, Ciclo III

Año del Fénix Dorado 113 del Imperio de Valtheria

CATHANNA

Abrí los ojos de golpe, apenas unos segundos antes de que Celanina me tocara el hombro. Me levanté de inmediato con una sonrisa amplia y me dirigí al baño, donde la tina ya me esperaba lista. Me despojé del pijama y me sumergí en el agua tibia con aroma a canela, relajando mis músculos. Aún no podía creer que mis padres habían aceptado llevarme al baile de presentación.

Minutos después, me senté frente al espejo del tocador, envuelta en una bata de seda negra. El maquillaje era lo primero que realizaban en mí, con los mismos colores cálidos de siempre, el cual era hecho únicamente por Celanina, siguiendo órdenes de mi madre.

—¿Sabes a qué hora llegan los vestidos? —le pregunté, viéndola a través del espejo—. Mi madre me comunicó anoche que llegaban en la mañana de este día, pero no especificó una hora.

—No tengo mucha información sobre eso, señorita Cathanna —respondió Celanina, sin darme una mirada—. Debes tener paciencia.

Cuando ella terminó, Selene se puso detrás de mí, causándome nervios, y peinó mi cabello con delicadeza, dejándolo suelto y liso sobre mi espalda. Separó dos mechones desde la sien y los recogió hacia atrás, uniéndolos con un broche dorado en forma de hoja, atravesado por dos pequeños palillos metálicos que sacó de uno de los cajones donde se encontraban muchas de mis joyas. Después colocó una diadema del mismo color en mi cabeza, decorada con flores lilas.

—De pie, señorita Cathanna —pidió Celanina, dándome el primer intento de sonrisa de la mañana—. Te pondremos el vestido.

Me puse de pie rápido y me quité la bata, quedando en ropa interior. Intenté forzar una mirada tranquila al sentir el corsé marrón ajustarse a mi cuerpo con demasiada fuerza, elevando mis senos, y las mangas bordadas con hilos dorados en mis brazos. La falda caía hasta el suelo en pliegues refinados, y una tela de seda más clara decorada con motivos dorados recorría el centro hasta abajo. Por último, colocaron la capa del mismo color que la falda sobre mis hombros y la sujetaron con un broche negro alrededor de mi cuello.

Me paré frente a todas ellas e hice una reverencia de agradecimiento, aunque sabía que no debía hacerlo, pues mis padres —y sobre todo mi tan querido abuelo— me habían repetido incansables veces desde la infancia que solo debía inclinarme ante quienes estuvieran a mi altura, o incluso, por encima de mí. Aun así, no podía ser tan grosera con las mujeres que me ayudaban cada día a mantener esta apariencia hermosa ante los ojos ajenos.

Salí de la habitación en compañía de Celanina, rumbo al comedor, donde la mesa estaba repleta de comidas exquisitas. Anhelaba con todo mi ser poder probar más de lo que me estaba permitido. Sin embargo, mi madre solía decir que una mujer se vendía por cómo se veía, y que todas debíamos ser delgadas hasta los huesos si queríamos ser consideradas bellas ante los ojos del mundo. No la cuestionaba, pero tampoco compartía esa forma de pensar tan cruel. Aun así, me limitaba a comer solo lo que ella autorizaba, aunque terminara con hambre. Sabía también que, si comía más, terminaría vomitándolo todo, porque mi cuerpo ya se había acostumbrado a una única forma de alimentarse, y simplemente no me atrevía a forzarlo.

—Buen día a todos —saludé, formando una reverencia obligatoria. Luego me acerqué a mi abuelo, quien se encontraba sentado, mirando a todos con su habitual rostro de seriedad y dejé un beso en ambas mejillas, como cada mañana—. Buen día, abuelo.

No saludar adecuadamente a mi familia con una reverencia podía ser pasado por alto, pero omitir el beso en las mejillas a mi padre o a mi abuelo era considerado una falta gravísima de respeto. Recuerdo que la única vez que olvidé hacerlo con mi abuelo, me llevaron al templo que se encontraba en las mazmorras del castillo, que rendía culto a nuestros dioses, y me obligaron a arrodillarme y pedir perdón por mi desobediencia toda la noche, sin tener derecho a tomar agua, ni nada. No era una experiencia que quisiera repetir.

—Siéntate ya a comer.

—Enseguida, abuelo.

El tiempo pasó con la monotonía usual, hasta que finalmente los vestidos fueron traídos por los trabajadores de Lady Danely. La emoción me recorrió por dentro y, sin poder contenerlo, dejé escapar un pequeño grito de alegría, ganándome la mirada severa de mi tío Bejemin desde el gran sofá, donde hojeaba el periódico con un gesto serio. Me tranquilicé, pero por dentro seguía saltando como una niña.

Fui rápido a mi habitación acompañada por Celanina, y tomé asiento en el sofá, esperando con paciencia mientras las muchachas se alineaban frente a mí, cada una sosteniendo un vestido distinto.

El primero era de un rojo fuerte, sencillo y sin mangas; elegante, aunque demasiado simple para el baile de presentación. El siguiente era blanco, con hilos plateados en la falda, el cual descarté enseguida; no iba al palacio para casarme con nadie. Luego vi uno amarillo muy brillante. Odiaba el amarillo con mi alma. Había uno negro que me llamó la atención por un momento, pero lo pensé bien y negué. Demasiado negro para lo que esperaban de mí esa noche.

No pude evitar pensar en el peculiar gusto de mi madre; creía que me conocía, aunque fuera un poco, pero estaba completamente equivocada. Solté un suspiro pesado y dejé caer mi espalda contra el sofá, sintiendo como el aburrimiento me gobernaba. Justo cuando estaba a punto de rendirme, un diseño llamó mi atención y me dejó sin aliento: era demasiado brillante, hecho de cristales pequeños.

—Me quedo con este —murmuré, casi sin aliento, mientras sentía que mis manos temblaban de emoción al acercarme al vestido—. Es verdaderamente hermoso.

—Maravillosa idea —indicó Celanina, sonriendo.

Volví a sonreír, llevando un dedo a mi boca. Las muchachas se llevaron los otros vestidos, dejándome con el que había elegido. Celanina lo guardó en una bolsa de plástico grande antes de colocarlo en el clóset, junto con los zapatos, que no me permitió ver ni por error. Tampoco me interesaba; lo único importante era el vestido, y ya lo tenía en mi poder.

Salí emocionada de mi habitación en busca de mi madre. Siempre tardaba varios minutos en encontrarla, porque el castillo era enorme y, aunque lo deseara, no tenía permitido correr. Subí hasta el sexto nivel y avancé rápido hacia la habitación que usaba para leer. Empujé la puerta con cuidado, y ahí estaba ella: recostada en el sofá frente a la ventana, con un libro abierto entre las manos.

—Madre, qué alegría encontrarte —dije, inclinando la cabeza respetuosamente antes de cerrar la puerta detrás de mí—. Ya han llegado los vestidos y debo admitir que ninguno me emocionó al principio. Sin embargo, uno en particular logró cautivarme. Es como si fueran cristales, madre. Es simplemente mágico.

—Lo mejor para mi hija —habló ella, dejando el libro en su regazo—. Ven, siéntate aquí.

Asentí y me acerqué.

—Recuerda, mi querida hija —indicó mientras acariciaba suavemente mi rostro—, el baile es el acontecimiento más importante en todo el imperio. Las familias más influyentes asistirán junto a sus hijos, y tu tarea es cautivar a cada uno de ellos, hasta despertar el deseo de que formes parte de sus linajes. —Tomó mis manos y me dio un apretón leve—. Sin embargo, deben saber que eso nunca sucederá: ya estás prometida a un hombre, y aunque muchos te anhelen, nunca les concederás ese privilegio tan codiciado de tenerte.

—Siempre rechazar las propuestas —dije, viéndola a los ojos con una gran sonrisa, conteniendo la respiración—. Ten por seguro que lo haré, madre. No te decepcionaré nunca en la vida.

—Espero que así sea, Cathanna.

—¿Puedo… preguntarte algo, madre? —Dejé escapar el aire de forma lenta—. Es sobre… —Las palabras se quedaron atrapadas en mi garganta—. Sobre… no lo sé, madre. Me siento extraña, desde hace mucho tiempo, por cómo funciona mi mente. No sé si estoy loca o si todo es real. Y... —Negué con la cabeza—. Mejor olvídalo… —Sonreí.

Quería preguntarle sobre lo que escuché anoche, sobre que yo hacía parte de una ridícula maldición, pero no me atreví. No podía hacerlo, cuando no quería saber la verdad de nada. Solo me quedaba la opción de creer que era producto de mi mente, y que realmente esas palabras nunca llegaron a mis oídos. Porque, qué desastres lo demás.

—¿Estás segura? —Puso su mano en mi cabello y me dio pequeñas caricias que me estremecieron—. Soy tu madre, Cathanna. Puedes decirme lo que quieras. Te escucharé.

—No es nada, madre. No me hagas caso.

Luego de unos minutos intercambiando palabras, crucé el umbral de la habitación para adentrarme en el pasillo. Tenía las manos unidas, casi temblorosas, y mi cabeza era un enjambre insoportable de pensamientos que no sabía cómo deshacer. Por supuesto que no entendía nada de lo que estaba sucediendo. Tampoco quería entenderlo, más no significaba que la curiosidad hubiera desaparecido.

Caminé por unos minutos, tensa, hasta llegar a las grandes puertas doradas de hierro con relieves, las cuales se fueron abriendo lentamente, revelando una enorme sala, esa que siempre estaba helada, ya que no había ventanales que permitieran la entrada al sol.

Entré despacio, tomando los bordes de mi vestido para subir los pequeños peldaños de mármol. Había varios cuadros y tapices que relataban historias que no había logrado aprenderme, puesto que la información me entraba por un ojo y salía rápidamente por el otro.

Mi mirada se clavó en el árbol genealógico de la familia de mi padre. Ese enorme tapiz lleno de nombres exageradamente largos y presuntuosos. Elevé la mirada y luego la descendí hasta encontrarme con el retrato hecho a mano de mi madre, yo, mis hermanos, todos atados con hilos dorados que brillaban con fuerza. Sonreí un poco.

Pero entonces, recordé algo: nunca había visto el árbol de mi familia materna. Ni un cuadro, ni un tapiz, ni un apellido más allá del de ella. Nada. Un vacío completo que no encontraba forma de llenar.

Solté un suspiro pequeño, casi como si quisiera vaciarme un poco por dentro, y seguí caminando, mirando cada cuadro, hasta que me detuve sin darme cuenta frente al tapiz más imponente de todos: el de los Cincuenta Sagrados, o los Siems. Ocupaba toda una pared.

Incliné un poco la cabeza para observar el primer apellido, justo debajo del escudo de armas que lo representaba. El de mi familia estaba a su derecha, apenas unos centímetros más abajo. Eran dos espadas entrelazadas con un cáliz de fuego y una serpiente cubierta de joyas de oro, diamantes y zafiros. Era un escudo viejo, tan viejo que ni siquiera sabía cuántas eras de existencia cargaba encima. Y siendo sincera, tampoco me importaba demasiado conocer su historia. Lo único que sabía era que existía desde antes de Valtheria, cuando la monarquía de la Reina Roja gobernaba gran parte de Garbania, ese lejano continente donde, según sabía, la magia ya no existía como aquí.

En aquellos remotos tiempos, eran diez reinos en diferentes partes del mundo, todos gobernando bajo una misma corona. Luego empezaron las grietas. Las traiciones. Las guerras entre hermanos a los que se les había cedido el trono en los reinos. Eso ocasionó que las coronas se separaran, y Valtheria emergió como el gigante orgulloso que dominó la mitad de todo Artia, nuestro continente. Solo Alastoria les hacía frente, ese eterno rival con el que compartían fronteras, con quien parecíamos estar destinados a pelearnos desde… siempre.

De pronto, un olor se metió en mi nariz.

—Señorita Cathanna —escuché la voz de Selene, y me giré a ella.

—¿Sucede algo, Selene? —solicité, tratando de sonar calmada.

—Ya casi es hora de su clase de baile, señorita.

Torcí los labios.

—Iré enseguida a la alcoba.

El tiempo pasó rápido, y yo no podía contener la emoción que sentía en mi pecho. Tomé los brazos de las muchachas para apoyarme y comencé a ponerme las zapatillas de cristal que combinaban con el vestido. La tela lila se había acomodado con una facilidad casi mágica a mi cuerpo, y el escote simulaba la forma de una llama, mientras que los hombros quedaron apenas cubiertos por una malla transparente salpicada de cristales de colores. Pasé la mano por mi cabello suelto en ondas suaves sobre mi espalda, también con pequeños cristales.

—Definitivamente, te ves hermosa, señorita Cathanna —dijo Celanina, viéndome de arriba abajo, con una sonrisa grande.

—El vestido hace su trabajo —respondí, bajando la mirada.

—No hay que darle todo el crédito al vestido —intervino Selene, limpiando mis zapatos con un pañuelo—. Usted es hermosa, señorita Cathanna. Créame que, con o sin el vestido, seguiría viéndose igual que en este momento. —Me regaló una sonrisa tierna.

Mi corazón se detuvo por un instante.

¿De verdad ella creía eso?

—Les agradezco por sus palabras. —Hice una reverencia temblorosa por la mirada de Selene en mí.

Pocos minutos después, llegué a la entrada principal del castillo, cuyas puertas se encontraban abiertas de par en par, dejando ver el carruaje dorado, con dos caballos blancos al frente y dos guardias serios sobre sus lomos. Mi madre ya se encontraba dentro, así que me apresuré a subir con ayuda de uno de los guardias.

Uní las manos y, conteniendo la respiración por la mezcla de sentimientos en mi interior, cerré los ojos justo cuando el carruaje inició su marcha, avanzando lentamente hacia las rejas del castillo, a varios minutos de la entrada principal.

—¿Sigues sin saber quién es la novia de tu hermano? —Su voz aterciopelada me sacó de mis pensamientos.

—No sabría responder, madre. —Me acomodé sobre el respaldo del carruaje—. Calen no es muy expresivo con su sentir.

—Pensé que tenían mucha confianza para decirse ese tipo de cosas. —Me miró con severidad.

—La tenemos, madre. —Suspiré pesadamente, tratando de mantener la calma—. Sin embargo, él valora mucho su privacidad. No siempre me comparte lo que ocurre en su vida. Además, casi no coincidimos como quisiera; las cartas que nos enviamos rara vez llegan a tiempo, y cuando está en casa, prefiere quedarse en su habitación. No puedo hacer mucho para cambiar eso.

—Eres su hermana. Es tu obligación, Cathanna, saber lo que ocurre en la vida de tu hermano. No importa si es bueno o malo. No podemos permitir que Calen caiga en manos de cualquier mujer. Sería un escándalo total. La alta sociedad nos vería como ropa vieja y desechada. Debe estar con una joven refinada, de clase, y lo más importante, de una familia a la altura de la nuestra.

—Lo siento, realmente no sé con quién está mi hermano, madre —recité, encogiéndome de hombros. Podría ser Katrione, lo que me parecía terrible, a pesar de que ella fuera mi mejor amiga, o cualquier otra mujer en Valtheria—. Sé que Calen no me lo dirá. Y está en todo su derecho. Obligarlo no puedo, aun si quisiera hacerlo.

—Mmm, solo espero que no sea como esa mujer. Todavía no logro entender que le vio Calen —habló con desdén, arrugando la nariz como si el simple pensamiento le resultara nauseabundo—. Mi hijo, un hombre tan de buena familia con esa... cosa. Creo que esa mujer lo hechizó para que le hiciera caso. No hay otra respuesta lógica.

Ambas guardamos silencio. Levanté la mirada a la ventanilla del carruaje cuando todo se volvió oscuro de repente. Estábamos pasando por un portal, usado por la mayoría en el imperio, porque acortaba la distancia entre un lugar a otro. Salimos en pocos minutos, aterrizando en un sendero adornado con flores. Al final, se alzaba el imponente castillo de Valtheria, con sus torres gigantescas y puntiagudas que rozaban el cielo, perdiéndose en las nubes grises.

Cuando bajé del carruaje, me quedé con la boca abierta, tratando de asimilar lo que veía. Todo lo que había imaginado sobre el castillo se quedó corto con la bendita realidad. Mi madre avanzó rápido. No reaccioné hasta que ella llamó mi nombre. Agarré los bordes de mi vestido y la alcancé lo más rápido que pude.

—Cathanna, avanza junto a mí —ordenó mi madre, mirándome de reojo—. No vienes a hacer turismo. Ya tendrás tiempo para eso después. Por ahora, camina. Tienes personas que deslumbrar.

Asentí, aunque la tentación de explorar por mi cuenta era casi irresistible. Sin embargo, la seriedad en su rostro me recordó que esa noche no era para juegos. Y por supuesto que no lo era. Estaba en el castillo más importante de todo el imperio, por no decir del continente, en el baile de presentación, que llevaba realizándose desde hacía muchísimas eras. Simplemente fabuloso y no quería arruinarlo.

Avanzamos por un pasillo repleto de imponentes estatuas de mujeres abrazando sus cabellos, hasta llegar a una gran puerta doble, decorada con relieves de dragones y lunas crecientes, custodiada por dos guardias de rostro serios. Poco a poco, el lugar comenzó a llenarse de más personas; muchas saludaron a mi madre mientras yo me distraía contemplando la majestuosidad de las esculturas.

Al cabo de unos minutos, los guardias tomaron los picaportes y abrieron las puertas lentamente. Sentía el corazón retumbando en mi pecho, como si en cualquier momento fuera a escapar de mi cuerpo. Mi madre me tomó de la mano y me acomodó detrás de una joven de cabello rubio, antes de alejarse escaleras abajo junto a otros familiares.

—¿Y esta es tu primera presentación?

Fruncí el ceño, girando un poco la cabeza. Quien me habló, fue una chica de mirada inocente y unos ojos peculiarmente extraños de color miel. Quise reír, no por ella, sino por la estupidez que había salido de su boca, pero me contuve, cubriéndome la mía con la mano.

—¿Acaso puede haber más de una? —pregunté curvando una ceja—. No estaba al tanto de eso. Me parece sumamente increíble.

—Oh, claro. —Soltó una risa suave, moviendo sus manos—. Por supuesto que es tu primera presentación; de no ser así, no estarías aquí. No sé cómo se me ocurrió preguntar algo tan absurdo. Disculpa mi torpeza, es que estoy demasiado nerviosa de estar en este lugar.

Sonreí y volví la vista al frente justo cuando anunciaban a la primera persona ante la corte y, por supuesto, frente al mismísimo emperador. Respiré hondo, avanzando un paso cuando la segunda persona salió de la fila. Yo ocupaba el quinto lugar, así que sentía la presión acercándose con cada segundo que pasaba.

Cuando llegó mi turno, tomé aire de nuevo y avancé con cuidado de no tropezar con el largo del vestido. Sentí todas las miradas clavarse en mí, pero a mí solo me interesaba una. Busqué entre los tantos hombres que se encontraban sentados en la mesa del consejo, junto al trono del emperador. Lo encontré pocos segundos después, observándome con una expresión calculadora, como si quisiera asegurarse de que nada saliera mal esta noche.

Mis manos temblaron sobre el vestido, pero logré esbozar una sonrisa digna, mirando al frente, viendo a las personas.

Dioses.

—Ante la corte, y en presencia de su majestad, el emperador Deyaniro Vincenty Valeronk, soberano del imperio de Valtheria —comenzó el heraldo, con una voz tan fría que me estremeció toda, leyendo el pergamino en sus manos—, presento a Cathanna Annelisa Ivelle D'Allessandre Dorealholm, hija del honorable consejero real Vermon Lee D'Allessandre Finlaouth, perteneciente a la santísima línea D'Allessandre, la cual, por incontables generaciones, ha servido con fidelidad al trono de Valtheria. Sea bien recibida entre nosotros.

Incliné la cabeza, mostrando respeto ante todas las miradas que se posaron en mí. Cuando volví a alzarla, el heraldo me indicó que tomara mi lugar entre los demás presentados, en una larga mesa de cristal situada frente a la corte. Todas las sillas estaban dispuestas de cara a ellos, pues dar la espalda era considerado una falta de respeto.

Descendí las escaleras con calma mientras los murmullos llegaban a mis oídos. No me incomodaban; en realidad disfrutaba de la atención, aunque en ese momento, los nervios me estaban apretando el pecho con fuerza, y temía cometer algún error que pusiera en vergüenza a mi linaje. Para mi suerte, todo salió bien.

Me senté con la vista fija en la corte, que observaba atenta la mesa de los presentados. Recorrí uno a uno sus rostros hasta detenerme en el hombre sentado a la derecha del emperador Deyaniro: el primogénito y futuro dueño de la corona en un par de años, si es que el emperador no moría antes.

Cuando la presentación terminó, el emperador se levantó para dar unas palabras, pero no les presté atención; estaba demasiado pendiente de su hijo. Había algo en él que me atrapaba. Tal vez eran sus ojos, tan negros como la noche, o su cabello largo, recogido en una coleta alta. Quizá era su mirada, intimidante y atractiva al mismo tiempo. O quizá era solo el hecho de que era un príncipe heredero.

¿A quién no le parecía atractivo un posible emperador?

—El príncipe no deja de verte —me dijo la chica que me había hablado cuando estábamos en la fila, con una risita cómplice—. Eres la única que ha capturado su atención. Debes estar feliz.

—No es el único hombre que me ha mirado esta noche —formulé, alzando la copa de vino—. Pero no puedo evitar sentirme halagada por su atención. No creo que tardemos en tener alguna interacción. —Moví la comisura de mis labios hacia arriba, formando una sonrisa—. Al fin y al cabo, mi padre trabaja codo a codo con el suyo.

—Tienes un ego exuberante —agregó una chica que se encontraba al lado de ella, con una sonrisa que percibí como altanera—. ¿No conoces acaso la palabra humildad?

—¿Y por qué tendría que conocerla? —ataqué, arqueando de nuevo una ceja—. ¿Acaso mi linaje exige saber la definición de esa palabra? No lo creo. Mejor se lo dejo a personas como tú. O, mejor aún, tal vez deberías aprender a no entrometerte en conversaciones ajenas. Te vendría muy bien. —Volví la mirada al frente, bufando.

—Eres una altanera desagradable —escupió ella.

—¿Algo más que quieras añadir a esta conversación? —repliqué, sin siquiera mirarla—. Tal vez pueda tomarlas en cuenta.

Ella no dijo nada, y yo sonreí, negando con la cabeza.

El baile no tardó en comenzar. Todos nos levantamos y nos dirigimos al centro de la pista, bajo la mirada de la corte y nuestras familias. Los movimientos que daríamos bajo los violines se nos enseñaban desde la infancia, para evitar errores al momento de ejecutarlo frente a todos. Me puse frente a mi pareja: un hombre de piel bronceada y un rostro que parecía tallado por las mismísimas manos de Yvelis, la diosa del amor, la obsesión y la belleza.

—Linda mujer —expuso él, viéndome con una sonrisa que dejaba ver sus dientes algo torcidos. Entrecerré los ojos, asqueada—. Es un gusto poder conocer a la más famosa de los D'Allessandre.

—No sabía que era famosa. —Forcé una sonrisa.

—Claro que lo es, señorita. Quienes tuvieron el placer de conocerla aseguran que usted es la mujer más hermosa que los ojos humanos puedan contemplar, y ahora puedo jurar que no han exagerado. Dígame... ¿Dónde se había ocultado todo este tiempo, negándome el privilegio de admirar su rostro?

—Estuve encerrada en un castillo —respondí con una sonrisa delicada, conteniendo la carcajada que amenazaba con escaparse—. Muy protegida, al parecer, de este tipo de comentarios tan... rebuscados. No digo que estén mal, pero no sé qué esperas que haga con algo así. ¿Qué me emocione mucho y termine rendida a tus pies?

—Mujer difícil, ¿eh? —habló él con una sonrisa ladeada, mirándome como si acabara de encontrar un reto que le fascinaba—. Me gustan así... como tú: difíciles de cautivar con simples palabras.

—Fingiré que no escuché eso.

Tomé aire y entrelacé mis manos con las suyas. El canto de los violines comenzó a sonar lentamente, y sentí cómo mi corazón saltaba de alegría. No era por bailar con aquel hombre —eso era lo de menos—, sino por la pura felicidad de escuchar la música por primera vez en la vida. Di un giro elegante, luego incliné la cabeza al compás de mi pareja y volvimos a girar sobre nuestros pies. Unimos nuevamente nuestras manos y avanzamos en círculo.

Un fuerte olor a hierbas y frutos secos se me metió por la nariz, causando un fuerte ardor que me mareó por un segundo. Traté de ignorarlo, continuando el baile. Sin embargo, con el pasar de los segundos, el aroma se intensificó, al punto que las náuseas se acomodaron con facilidad en mi estómago, y al mirar uno de los cuadros colgados en la pared detrás del trono, noté cómo una sombra se movía con rapidez. Fruncí el ceño y volví la mirada a mi pareja, convencida de que solo era una ilusión de mi mente. Pero, entonces, el aroma de Selene inundó mi cabeza. ¿Por qué olía a Selene?

Debía tratarse de esa extraña fascinación que sentía por ella, lo que me estaba impulsando a imaginar su característico olor en todas partes. No sería la primera vez que algo como eso me sucedía, y no me desagradaba. Al contrario, amaba tenerla presente siempre.

Cuando el baile dio por terminado, me acerqué rápido a mi madre, que se encontraba en ese momento hablando con mi padre. Él me miró de arriba abajo, luego esbozó una sonrisa y me envolvió en sus brazos con fuerza, sin llegar a lastimarme. No lo había visto desde hacía un par de semanas, por lo que me sentía algo feliz de volver a sentir su calor contra mí. Cerré los ojos, después me separé, viéndolo.

—Padre, estoy muy feliz de verte. —Sonreí.

—Mira lo hermosa que estás, Cathanna —dijo, tomando mi mano y levantándola suavemente para hacerme girar—. No imaginas lo feliz que me hace tener una hija tan bella como tú. —Acarició mi mejilla—. Ven, te presentaré personalmente ante nuestro emperador.

—Mi Cathanna, recuerda sonreír —pidió mi madre, poniendo mis hombros más rectos—. En todo momento.

Asentí con una sonrisa amplia en el rostro. Caminé detrás de él, con el pecho subiendo y bajando al compás de mis nervios. La emperatriz se encontraba sentada a la izquierda, el emperador en el centro, con una mirada calculadora, el príncipe heredero a su derecha y, a su lado, el resto de los príncipes. Me incliné levemente con los labios en una línea, sintiendo todas sus miradas puestas en mí.

—Su majestad —dijo mi padre, inclinando sutilmente la cabeza ante el emperador—, tengo el honor de presentarle personalmente a mi única hembra, Cathanna D’Allessandre.

La sonrisa en mi rostro se desvaneció lentamente al escucharlo decir aquello. Lo miré de reojo, esperando que corrigiera sus palabras, pero no parecía tener la mínima intención de hacerlo. “Hembra”, como si yo fuera un simple animal y no su hija. Soy mujer, su única hija mujer; no debería nombrarme de esa manera tan horrible. Pero tampoco podía esperar mucho de él. A pesar de ser mi padre, seguía siendo un hombre y todos en el imperio eran igual de idiotas.

—¿Así que tú eres esa niña de la que tanto habla Vermon? —mencionó el emperador, inclinándose hacia adelante, clavándome la mirada.

Respiré hondo, obligándome a recuperar la sonrisa antes de inclinarme ante el emperador de nuevo. Luego alcé la mirada hacia el príncipe, que no dejaba de observarme con un gesto inexpresivo. Pero, de pronto, algo detrás de él capturó mi atención: una sombra que se deslizó lentamente por la pared. Entrecerré los ojos, aunque decidí no darle demasiada importancia.

—Así es, su majestad. Soy Cathanna D’Allessandre, hija del consejero D’Allessandre —remarqué la palabra hija como si fuera una piedra que dejaba caer entre nosotros, mientras forzaba una sonrisa que me tensaba la cara—. Es un gusto estar frente a la familia real.

—¿Cathanna... como la espada? —examinó el príncipe, arqueando una ceja mientras acomodaba un brazo sobre el apoyabrazos de la silla, con aires despreocupados.

—Exacto, su majestad —respondí con una sonrisa ligera, sin apartar la mirada de sus ojos negros—, solo que sin la “K”.

—Interesante diferencia —murmuró él, inclinando la cabeza.

—Supongo —susurré, como si la palabra se resbalara de mi lengua sin permiso.

Los minutos transcurrieron con una lentitud casi torturante. Pedí unos momentos y me escabullí hacia el baño. Me acerqué al espejo para comprobar que mi maquillaje siguiera intacto, cuando de pronto la antorcha que iluminaba el baño se apagó sin motivo, pues no había aire dentro. Me giré de golpe, entrecerrando los ojos en la penumbra. Sacudí la cabeza, intentando convencerme de que solo era un descuido, y me dispuse a salir.

Entonces sentí que algo se metía por mi cuerpo, como un veneno helado recorriéndome las venas hasta llegar a mis huesos y volverlos hielo. Me sostuve de la pared, respirando de manera errática, y en ese momento vi —vagamente— como una sombra se deslizaba lentamente por la piedra. Abrí la boca, intentando soltar algo, pero mi voz parecía estar encerrada en una caja imposible de destruir.

Salí a gran velocidad, con el miedo devorándome por dentro. No podía contar lo que había visto; solo me tacharían de loca. Incluso en un lugar donde la magia estaba impregnada en cada rincón, admitir haber visto algo moverse en las paredes era una sentencia directa de muerte. Lo llamaban brujería. Y por supuesto, solo recaía en nosotras las mujeres; todas las brujas eran mujeres. Los hombres podían hacer, ver, decir sin consecuencia, pero nosotras no teníamos esa bendición.

—Definitivamente, estoy volviéndome loca.

Sacudí mi cabeza, sin dejar de caminar. Busqué con la mirada a mi madre, pero no se encontraba en ningún lado, algo que me resultó extraño, pues antes de que me dirigiera al baño, ella se encontraba hablando con los miembros de la familia Aliante.

—Es acaso usted Cathanna D'Allessandre, ¿cierto? —me preguntó un hombre, con voz temblorosa. Lo miré de arriba abajo y asentí, torciendo los labios—. Soy Víctoryu, heredero del linaje Hurianel. Es un gusto estar ante ti esta noche, señorita D’Allessandre.

—Encantada, señor Hurianel —dije, uniendo mis manos en mi regazo—. ¿Puedo servirle en algo?

—Me gustaría invitarla a un baile —charló tan rápido que me costó entenderle—. ¿Sería tan amable de aceptar?

Pretendí abrir la boca para rechazar su propuesta, pero antes de que pudiera hacerlo, él ya había tomado mi mano con atrevimiento, arrastrándome hacia la pista de baile. El impulso de apartarlo de un golpe me recorrió el cuerpo, pero sabía que eso solo llamaría la atención de la peor forma. Así que me obligué a seguirle el paso, bailando con él de manera torpe e incómoda.

Mis ojos buscaron desesperadamente a mi padre. Después de varios segundos, lo encontré conversando animadamente con los miembros del consejo. Por primera vez en mucho tiempo anhelé ese control asfixiante que solía tener sobre mí. Necesitaba que interviniera, que me apartara de este hombre con la excusa de que no debía establecer una conversación con uno. Pero ni siquiera me miraba. ¿Por qué justamente hoy decidió darme libertad?

—Posees una belleza exótica —dijo él, sacándome de mis pensamientos—. La más hermosa de la noche, sin duda.

—No es la primera vez que me lo dicen. —Sonreí, incómoda—. Pero gracias por el cumplido. Los guardaré en alguna parte.

Cuando la música cesó, me alejé tan rápido como pude de él, sin darle explicaciones. Podía sentir su pesada mirada en mi espalda, pero era lo de menos. Quería encontrar a mi madre, pero pareciera que la tierra se la hubiera tragado. ¿Dónde estaba esa mujer?

—Señorita Cathanna.

Solté un suspiro dramático y me di la vuelta, sonriendo de la forma más falsa posible, pero rápidamente la borré, no porque fuera una persona desagradable, sino porque tenía al príncipe Kaemon frente a mis ojos. No había reconocido su ronca voz debido al bullicio del salón.

Sentí un remolino de cosas en mi interior y retrocedí un paso. Claro que pensaba que tendríamos al menos una interacción extensa en la noche, pero no creí que sucedería tan pronto. Sin embargo, en lugar de dejar que los pensamientos me dominaran, hice una reverencia apresurada, demasiado torpe.

—Príncipe. —Mi voz salió temblorosa.

No es que él me pusiera de esa manera solo por la forma en la que me observaba —o tal vez si—, sino porque era un príncipe, y solo los dioses sabían lo mucho que amaba a los príncipes; poseían mucho poder, muchas riquezas, suficiente para comprar territorios inmensos. No digo que mi familia no sea adinerada, solo que nunca podrá ser comparada con la de una persona ligada directamente con la realeza.

—¿Sería tan amable de concederme esta pieza? —Extendió su mano a mí—. Aunque debo aceptar que no soy el mejor bailando.

Curvé una ceja.

—Será un gusto, su majestad. —Sonreí, tomando su mano.

—Dejémonos de formalidades —susurró, con esa sonrisa que me pareció descaradamente coqueta—. Te concederé el privilegio de llamarme por mi nombre… solo por hoy. —Rió bajo mientras me guiaba al centro de la pista, bajo la mirada de todos los presentes.

—De acuerdo, Kaemon —pronuncié su nombre despacio.

Su mano se entrelazó con la mía, sin dejar de mirarme de esa forma que podía incendiar hasta la superficie más fría. Tuve que obligarme a fingir que el calor en mis mejillas era culpa de las antorchas —que, por cierto, estaban demasiado lejos— y no de él, porque nunca me había sentido tan nerviosa frente a un hombre. Posiblemente era por el hecho de estar bailando con el futuro emperador de Valtheria, o por las miradas de todos fijas en nosotros, como si fuéramos el espectáculo más asombroso de la noche.

Si tuviese la opción de casarme por voluntad propia, lo haría con un hombre poderoso como él. Era curioso, porque me parecía horrible el matrimonio por conveniencia, pero entendía que existían ocasiones en que las circunstancias lo exigían. Y si debía rendirme ante alguien, no quería que fuera un pobre sin apellido —como solía decir mi hermano con ese tono despectivo que me hacía reír— sino alguien que pudiera paralizarme entera con una sola mirada.

—Eres tan hermosa —comentó él, acercándose más a mí.

—Lo sé —reconocí con una sonrisa ladeada, sin apartar la mirada de la suya—. Pero me temo que cualquier idea que esté cruzando por vuestra mente en este momento debe ser totalmente descartada. Ya pertenezco a un hombre… y me casaré con él en algunos meses.

—¿Y quién es ese hombre comparado conmigo?

—Nadie. Ya debes saberlo.

Él soltó una risa pequeña.

—¿Queréis acompañarme a un lugar más… íntimo?

—¿Acaso el príncipe se está insinuando a algo descaradamente? —murmuré, arqueando una ceja, aunque me sentía bastante nerviosa.

El muy desgraciado soltó una risa baja.

—Si fuera descarado, lo sabrías —respondió él.

—Le advierto, su majestad… soy bastante buena distinguiendo entre cortesía y descaro.

Que las personas intentaran halagarme me había servido de mucho para saber identificar este tipo de situaciones.

Él no mencionó palabra alguna; solo tomó mi mano como si fuera lo más normal del mundo y empezó a jalarme entre la multitud. Ese roce bastó para que mi estómago se revolviera. Levanté la mirada a él. Ni siquiera observó a las personas que nos seguían con la mirada. Pero yo sí me obligué a hacerlo. Sobre todo, vi a mi padre con el rostro arrugado, ignorando por completo las palabras del hombre a su lado. Y aun así seguí caminando detrás de él como una idiota fascinada.

El pasillo era una galería llena de cuadros antiguos y rostros muertos desde hace eras, pero no pude procesar nada porque Kaemon no aflojaba el paso. Mi mano seguía atrapada entre sus largos dedos fríos, y juré que podía sentir mis nervios treparme por el brazo como si fueran corrientes eléctricas, amenazando con destruirme.

Yo tragué saliva.

Estaba nerviosa.

Muy nerviosa.

Demasiado nerviosa.

Luego de unos minutos, en un silencio cómodo, llegamos a unas escaleras enormes de piedra blanca con barandas de metal doradas. Descansé la mano en una de ellas, mientras que con la otra me apoyaba en la mano de Kaemon, quien me ayudó a bajar con paciencia. Llegamos a un pasillo igual de hermoso que el anterior, y al desviarnos por otro pasillo, nos encontramos con la salida, que nos dirigió a un encantador jardín que me recordó al Valle de Lila. Era igual de mágico que él.

Seguimos caminando, compartiendo algunas palabras, y entonces, un santuario apareció delante de nosotros. Era majestuoso y hermoso de una manera casi aterradora. Observé a Kaemon con los ojos bien abiertos, asombrada, y volví la mirada al frente. La construcción era una mezcla de concreto y cristal, como si a alguien se le hubiera ocurrido combinar fuerza y fragilidad en una sola cosa.

Bajé la mirada, encontrándome con alfombras negras tejidas con hilos dorados, protegiendo las patas de cristal de las mesas repletas de ofrendas: frutas pulposas, pan, vasos con líquidos rojos.

—Este lugar es hermoso, Kaemon —murmuré, sin poder evitar mirarlo en vez de mirar el santuario—. Me has dejado asombrada.

—Lo es, señorita —admitió, mirándome con una sonrisa.

—¿Traes a todas las señoritas aquí? —pregunté, intentando sonar tranquila, pero mi voz me traicionó al salir temblorosa.

—Solo a aquellas que me han cautivado de verdad —respondió, arrastrándome hasta el santuario—. Y usted, señorita D’Allessandre, es verdaderamente difícil de ignorar. Más aún con ese vestido.

Mis dedos temblaron en su mano.

—Además —susurró, soltando mi mano—, aquí nadie nos interrumpe, ni nos observan en demasía. ¿No lo cree usted, señorita?

—Supongo que está en lo correcto. —Sonreí, tensa.

—Siempre vengo a este lugar cuando quiero escapar de mis responsabilidades. —Pasó la mano por la mesa, tocándola con suavidad, como si temiera que sus movimientos pudieran romperla.

—¿Qué tipo de responsabilidades tiene un príncipe? —pregunté, sintiéndome curiosa, mientras me ponía frente a él, solo separados por la enorme mesa. Bajé la mirada a ella, analizándola.

—Demasiadas para poder enumerarlas esta noche —bromeó él, con esa mirada que parecía querer atravesarme. Luego su expresión se tensó—. Se supone, señorita D’Allessandre, que no debería decir esto, pero siendo usted la hija de uno de los consejeros más fieles de mi padre… puedo confiar en que será prudente con la información.

—¿Es algo extremadamente malo, príncipe?

—Mi padre está enfermo —reveló, en bajo tono—. Su tiempo… está contado. Meses, tal vez un par de años, si los dioses quieren jugar un poco más con nosotros. Y cuando él muera, el poder recaerá en mí. —Sus ojos negros bajaron hacia la mesa—. Y para que pueda gobernar Valtheria, necesito una esposa, porque “un gran hombre necesita una gran mujer”. —Se burló suavemente de la frase, pero su sonrisa se desvaneció de inmediato, observándome—. Tengo el tiempo encima para hacer una propuesta de matrimonio. No me desagrada la idea, pero… es extraño. Muy extraño. No sé si quiero casarme por deber. No sé si quiero meter a alguien en una vida que ni siquiera yo sé si quiero.

—¿No deseas convertirte en emperador? —Eso sí que me dejó sorprendida. Él asintió, despacio—. Pero… ¿Por qué motivo, príncipe?

Él soltó una risa sarcástica.

—Valtheria es un imperio muy jodido —respondió al fin—. Tiene muchas leyes con las que no estoy de acuerdo, y no quiero ser partícipe de eso. Y, realmente, no puedo cambiarlas, por mucho que sea el nuevo emperador. Es complejo. Cuando estuve en Garbania, en un reino pequeño… todo era tan diferente. Las personas… las mujeres eran muy libres, algo que nunca he visto en este imperio. Es raro. Me hizo plantearme muchas cosas que había estado ignorando por años.

—¿Qué tipo de cosas? —Sus palabras me causaron intriga.

—Señorita, en Valtheria crecí creyendo que todo estaba en orden. —Entrecerró los ojos, sin dejar de verme—. Que las reglas eran para mantener un orden perfecto. Que una mujer debía casarse, parir hijos como fuera posible, obedecer sin cuestionar nada… que un varón debía mandar, pelear las guerras, tomar lo que quisiera y cuando lo quisiera. Y cuando eres apenas un niño, no sueles cuestionar las acciones. Es lo que ves diariamente, lo que respiras, lo que te enseñan. Pero luego fui a ese… pequeño pueblo, Cathanna… y de golpe vi a mujeres gobernando sus hogares, sus comercios, sus templos. Vi a varones cuidando a sus hijos sin que nadie les dijera que eran “menos”.

Se frotó la nuca, frustrado, como si intentara arrancarse la impotencia con los dedos, y yo no supe qué decir. No tenía palabras.

—Regresé al imperio y todo me pareció podrido —admitió él, bajando la voz—. Cada ley, cada decreto, cada tradición. Todo eso me huele a puro control. A cadenas disfrazadas de costumbres. ¿Cómo carajos se supone que gobierne un lugar que trata a la mitad de su población como ganado? ¿Cómo me paro frente al trono sin sentir que estoy perpetuando la misma mierda que he visto destruir tantas vidas?

La forma en que hablaba… no era la del príncipe arrogante que muchos pintaban ahí afuera, en las calles del imperio. Era la de un hombre atrapado entre lo que debía ser y lo que quería ser.

—¿Soy malo por querer enmendar este error?

—Príncipe… —El temblor abrazó mis manos—. Los demás reinos no son como Valtheria. Aquí… las reglas son para bien.

—Eres mujer —dijo él, evidentemente confundido—, ¿cómo puedes estar a favor de Valtheria y sus costumbres tan… horribles?

—Soy mujer y conozco mi lugar. No debo ser como un hombre. —Aquellas palabras abandonaron mi boca automáticamente, como si fuera lo único que debía decir cuando alguien mencionaba libertad—. Las mujeres tenemos nuestro rol en la sociedad, que es contribuir con los hijos, y nuestros esposos deben protegernos y darnos de comer.

—Cathanna… —murmuró, inclinándose un poco hacia mí. En su rostro vi una mezcla de emociones extrañas—, ¿acaso escuchas tus palabras? Eso no es conocer tu lugar. Es repetir lo que te dijeron para mantenerte como una mujer dócil. Te enseñaron a verte como un objeto que solo sirve para parir. Eso no es un rol, eso es una condena.

Desvié la mirada al suelo, sintiendo un nudo incómodo en la garganta. Quería contradecirlo, decirle que estaba equivocado, que yo estaba bien, que así era como funcionaba todo en el imperio para que no pasaran cosas terribles… pero mis palabras se sintieron huecas incluso para mí. ¿Qué iba a saber un hombre sobre las mujeres? ¿Qué iba a saber un hombre sobre lo que nos obligaban a hacer para complacerlos a ellos y así proteger nuestras vidas? ¿Sobre las cosas que nos dicen acerca de nuestros cuerpos… lo que debemos hacer con ellos?

—No estoy condenada —susurré—. Solo… así debe ser. Las mujeres damos vida. Los hombres protegen. Es lo justo para vivir.

—¿Crees que Valtheria puede cambiar?

Levanté la mirada a su rostro, tragando con fuerza. Sus palabras me generaban un miedo irracional. No me estaba haciendo nada, no me estaba tocando, ni estaba cerca de mí, pero aun así sentía que me estaba atacando. ¿Cambiar? ¿Libertad? Qué ridiculez tan grande la que decía el que, en un tiempo cercano, sería el emperador de Valtheria. Parecía existir en un mundo aparte solo porque conocía un ridículo reino donde las mujeres podían hacer lo que quisieran sin que un hombre estuviera jodiéndolas. Quién quería esa maldita libertad de la que tanto me hablaba. Nadie quería esa asquerosidad.

—Parece que te ofendí —murmuró él, notando cómo tensé los hombros—. No fue mi intención hacerlo, Cathanna. Lo lamento tanto.

Bufé, solo un poco, incapaz de contenerlo.

—Me dices que mi vida es un desastre solo porque en alguna parte del mundo las mujeres son libres en cuerpo y alma —repliqué, apretando las manos contra la falda de mi vestido—. ¿Y qué importa eso? ¿Qué importa lo que hagan ellas? No es mi vida. No me interesa.

—Cathanna, importa porque, al parecer, te enseñaron a pensar que querer algo diferente es pecado. —Ladeó la cabeza, cruzándose de brazos—. Y te aterra incluso imaginarlo. Lo noto en tu delicada voz.

Me hirvió la sangre.

No por lo que dijo, sino porque tenía razón. Y detestaba eso.

—No me aterra nada —espeté, dando un paso atrás—. Y no quiero esa libertad repugnante que dices. No quiero ser como esas mujeres. No quiero vivir como ellas. Estoy bien así. No necesito más.

—Cathanna —susurró—, tú no sabes lo que quieres. Solo sabes lo que te dijeron que debías querer. E hay una diferencia muy grande.

Me quedé en silencio, mirándolo fijamente.

Ni siquiera supe si quería golpearlo o llorar.

—Y no te culpo, señorita —agregó él, encogiéndose de hombros—. A cualquiera le pasaría si lo encerraran así desde que nació.

Lo odié.

Lo odié en ese instante.

Porque había dicho exactamente lo que no quería oír.

Y porque, en el fondo más profundo de mi pecho, sabía que era verdad.

—Deberíamos volver a la fiesta, su majestad —ofrecí, enojada.

—Bien, señorita D’Allessandre. —Me regaló una sonrisa rígida.

Mientras caminábamos, sus palabras resonaban como un eco en mi mente.

Me parecía extraño que un príncipe hablara de aquella manera, despreciando las reglas de su propio imperio que mantenían todo en un orden sagrado que ni los dioses se atreverían a desafiar. Se suponía que debería sentirse orgulloso, incluso arrogante, por el poder de gobernar y mandar a las personas como se le antojara. Sin embargo, cuando mi mano rozó apenas la suya, él me echó un vistazo con una sonrisa simpática. De verdad, el príncipe no se parecía en nada a lo que decían los demás. Parecía un joven común y corriente, con un corazón tan grande que ojalá nunca en esta vida se rompiera.

—El castillo es inmenso… —murmuré, esforzándome por mantener la compostura—. Podría decir que te has perdido en varias ocasiones, Kaemon.

Kaemon soltó una risa baja.

—Cuando era niño lo hacía muy seguido —dijo él, casi burlón—. No es fácil recordar las mil y pico habitaciones que tiene este castillo. Aunque agradezco eso, porque gracias a ello pude encontrar ciertas aberturas que me permitían escapar hacia Aureum. Pero es un secreto. No se lo digas a nadie.

Curvé apenas una ceja, interesada.

—¿Qué lugares recorrías en Aureum?

—Uno muy especial donde conocí a algunos amigos. Se llamaba el Hombresolo, una taberna en el corazón de Aureum —respondió, entrecerrando un poco los ojos, como si estuviera recordando aquellos tiempos—. El dueño era un hombre enorme, con una sola ceja y un solo brazo, de ahí el nombre de la taberna. Afirmaba a uñas y dientes que el otro se lo había comido una despreciable bruja. Aunque todos ahí sabían que se lo había arrancado al perder una apuesta, pero lo de la bruja sonaba más legendario.

—He escuchado que las tabernas son lugares sucios y malolientes.

—No, en realidad… O bueno, la de Hombresolo no lo era. Olía a jazmín y a fresas con azúcar. Empalagoso, sí, pero cuando te acostumbras, es encantador. —Se colocó delante de mí, bloqueándome el paso con una sonrisa traviesa—. ¿Deseas conocer uno de los túneles por donde el heredero huía seguido? —propuso, como si acabara de ocurrírsele la mejor idea en ciclos.

—Debo recordarle que nos encontramos en el Baile de Presentación. —Sonreí un poco—. No creo que sea prudente que una presentada y el príncipe se escabullan en medio de la fiesta. Lo considero en demasía maleducado.

—Objeción aceptada —respondió él, colocándose de nuevo a mi lado con una inclinación galante—. Aunque algún día, si me lo permites, señorita D’Allessandre, podría ser divertido que conocieras alguno de ellos.

Dejé escapar una risa disimulada.

—¿No le parece peligroso que existan tantos túneles en el castillo, príncipe? —Lo miré de rojo, pasándome una mano por mi brazo izquierdo, donde sentí un corrientazo—. Cualquier rebelde podría colarse y causar estragos dentro.

—Hay miles de guardias por doquier. No creo que nadie llegue siquiera a cruzar el río de Lourdes para adentrarse. Aquí dentro todos estamos a salvo.

Asentí despacio con la cabeza, mirando al frente.

—Me alegra reafirmar que este castillo es impenetrable.

—Así es, señorita D’Allessandre.

Seguimos caminando hasta que por fin llegamos al salón.

1
NovelToon
Step Into A Different WORLD!
Download MangaToon APP on App Store and Google Play