Leda jamás imaginó que su luna de miel terminaría en una pesadilla.
Ella y su esposo Ángel caminaban por un sendero solitario en el bosque de Blacksire, riendo, tomados de la mano, cuando un gruñido profundo quebró la calma. Un hedor nauseabundo los envolvió. De pronto, el sendero desapareció; sólo quedaba la inmensidad oscura y una luna blanca, enorme, que parecía observarlos.
—¿Oíste eso? —susurró Leda, el corazón desbocado.
Ángel apretó su mano.
—Debe ser un animal. Vamos, no te asustes.
Pero el gruñido volvió, más cerca. El depredador jugaba con ellos, acechándolos. Un crujido a su derecha. Otro, detrás. Los gruñidos iban y venían, como si se burlara.
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LA PRIMERA NOCHE
Era la primera noche de Leda sin Ángel. Y no en su mundo, sino en un lugar que no entendía. Un territorio salvaje donde los hombres lobo gobernaban y la magia era real.
Estaba sentada en un rincón del toldo, abrazándose las rodillas, mirando con rencor al alfa que roncaba sobre un montón de pieles, como si la vida no pesara sobre sus hombros. Allí estaba, semidesnudo, con su piel marcada por cicatrices, rascándose el abdomen sin pudor.
Lo odiaba.
Lo odió cuando cargó el cuerpo de Ángel y la arrancó de su mundo.
Lo odió cuando el fuego devoraba a su esposo y él permanecía a su lado, silencioso, imponente.
Y lo odiaba más ahora, porque se sentía prisionera… obligada a ser su luna.
¿Qué demonios significaba eso? ¿Qué carajo era ser “luna” para un lobo? ¿Por qué ella? ¿Por qué este destino cruel?
Por primera vez en años, Leda quiso gritarle a Dios. Pero solo obtuvo silencio. Silencio y el sonido de su respiración alterada, mezclada con los ronquidos graves del alfa.
Lo miró otra vez, con rabia. Si pudiera, lo ahogaría con esas pieles y saldría corriendo.
Fue entonces cuando lo vio. Dos ojos grises brillando en la oscuridad. Como brasas heladas. Observándola. Fijos en ella.
El miedo le erizó la piel. Se pegó contra el toldo, su corazón martillando.
—Ven aquí —gruñó la voz ronca de Ikki. Era más orden que súplica.
—No. Estoy bien aquí. —La respuesta le salió temblorosa, pero desafiante.
Los ojos se movieron, acercándose.
—Hace frío. Ven.
—Olvídalo.
Hubo un silencio espeso. Entonces, el rugido:
—¡Ven! —retumbó en la oscuridad.
Leda apretó los dientes.
—¿Quién carajos te crees? ¿Eh? ¿Que soy tu esclava? ¿Que me dices “salta” y yo salto? ¡En tus sueños, neandertal!
No lo vio moverse. Solo sintió el aire cortarse y, de pronto, él estaba encima. Sus rostros quedaron a centímetros, y su respiración la envolvió como un fuego salvaje. Su corazón se desbocó.
Ikki la agarró por la cintura y la tiró sobre las pieles con un movimiento brutal.
—¡Suéltame, bárbaro! —gritó, forcejeando.
—Tranquila… —gruñó él, con voz grave, mientras la giraba y la acomodaba contra su pecho. Su cuerpo ardía. Su fuerza era descomunal.
—¡Te dije que me sueltes! —Leda pataleó, le golpeó los brazos, lo arañó. Nada funcionaba. Desesperada, le tiró del cabello, retorciéndolo con rabia.
Ikki gimió. Ese sonido la hizo estremecer. No de placer, sino de puro miedo.
De repente, él la volteó y la inmovilizó, atrapando sus muñecas sobre su cabeza. Sus piernas aprisionaron las de ella. Ahora no había espacio. Solo sus cuerpos, pegados, latiendo al mismo ritmo frenético.
—Te dije que te quedes quieta —gruñó, su aliento rozándole la mejilla. Olía a hierba fresca cortada y a pino.
Leda dejó de moverse. Su mirada chocó con esos ojos grises, llenos de algo oscuro… y algo peligroso.
Ikki bajó la voz, como un susurro letal:
—Si no lo haces… voy a hacer que lo hagas. Por las buenas… o por las malas.
Un escalofrío helado le recorrió la espalda. Lo sintió, duro ,grande. Su cuerpo… su deseo contenido. No era humano. Era bestia. Pura necesidad.
Leda tragó saliva.
—Está bien… me quedaré quieta.
Ikki respiró hondo. La soltó despacio, apartándose con un gruñido ahogado. Se dio media vuelta y se tumbó de espaldas, cubriéndose los ojos con el antebrazo.
—Es lo mejor —murmuró, con la voz cargada de tensión—. No quiero obligarte. Pero estoy al límite, mujer.
Leda se quedó inmóvil, mirando el techo del toldo, el corazón latiendo como un tambor. Él le perdonó la vida esta vez. Pero supo que no habría otra.
A su lado, Ikki apretaba los puños. Su respiración era un jadeo contenido. Su cuerpo la reclamaba. Su lobo la exigía. Pero él no sería un animal. No con ella.
Así transcurrió la noche: ella, insomne por el miedo. Él, despierto por el deseo que lo devoraba.
Y la luna, fue testigo de dos enemigos… unidos por un vínculo imposible de romper.