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La Casa Donde Aprendí A Odiarme

La Casa Donde Aprendí A Odiarme

Status: Terminada
Genre:Completas / Amor de la infancia / Autosuperación / Apoyo mutuo
Popularitas:1.2k
Nilai: 5
nombre de autor: VickyG

"La casa donde aprendí a odiarme" es una novela profunda y desgarradora que sigue la vida de Aika, una adolescente marcada por la indiferencia de su madre y la preferencia constante hacia su hermano. Atrapada en una casa donde el amor nunca fue repartido de forma justa, Aika lidia con una depresión silenciosa que la consume desde dentro. Pero todo empieza a cambiar cuando conoce a Hikaru, un chico extraño que, sin prometer nada, comienza a ver en ella lo que nadie más quiso ver: su valor. Es una historia de dolor, resistencia, y de cómo incluso los corazones más rotos pueden volver a latir.

NovelToon tiene autorización de VickyG para publicar esa obra, el contenido del mismo representa el punto de vista del autor, y no el de NovelToon.

Capítulo 6: Las palabras que nadie escucha

La tarde cayó sobre la casa como un manto pesado, sofocante. El aire estaba tibio, pero dentro de mí hacía frío. Ese frío silencioso que te recorre los huesos cuando sientes que no perteneces a ningún lugar, ni siquiera a tu propio hogar.

Estaba en mi habitación, intentando estudiar para el examen de historia. Las palabras se mezclaban entre sí como si fueran parte de un idioma ajeno. Fechas, nombres, batallas. ¿Qué importaba quién conquistó qué, si yo no podía conquistar ni un poco de paz?

Alan gritaba desde el comedor. Estaba jugando en línea con sus amigos, riéndose con esa voz fuerte que parecía no tener conciencia del espacio de los demás. Mamá estaba abajo, seguramente contenta de oírlo feliz. Porque su risa era su melodía favorita. La mía, en cambio, le molestaba. Decía que sonaba forzada. Que parecía burla. Que era "innecesaria".

Mi celular vibró. Un mensaje. Era de Luna. No era exactamente una amiga. Más bien una extraña con cierta obsesión por saber por qué yo era como era. A veces me miraba en clase como si quisiera desmontarme, como si yo fuera un acertijo que no encajaba en su mundo colorido.

> ¿Siempre sos así de callada o solo conmigo?

Leí el mensaje con una mezcla de incomodidad y cansancio. Ella no entendía nada. Nadie lo hacía. Su curiosidad me incomodaba. Me hacía sentir expuesta.

> Así soy. No busco agradar.

Respondió rápido.

> No es eso. Solo me da curiosidad. Hay algo en vos... como si siempre tuvieras una tormenta adentro.

Suspiré. Cerré el celular. No tenía energía para explicaciones. No quería abrir la puerta a alguien que solo quería mirar por dentro sin intención de quedarse.

Bajé a la cocina por agua. Mamá estaba fregando los platos. Me miró de reojo.

—¿Vas a dejar otra vez los libros regados por todos lados?

—No. Solo bajé por agua —respondí, sin ganas de discutir.

—Pues ya que estás aquí, seca los platos.

No esperó mi respuesta. Me alcanzó un trapo húmedo. Me coloqué a su lado y empecé a secar en silencio. Ella no me miraba, pero su presencia era como una soga apretada al cuello.

—¿Sabías que Alan va a representar al colegio? —dijo, orgullosa.

—Sí. Él me lo dijo.

—Deberías hacer algo parecido. Buscar alguna actividad que te quite esas ideas raras de la cabeza.

—¿Qué ideas?

—No te hagas. Siempre estás triste. Siempre con esa cara. Como si te faltara todo. Y aquí no te falta nada, Aika. ¿Entendido?

Terminé de secar el último plato, dejé el trapo sobre la mesa y subí sin decir una palabra. En mi cuarto, me encerré. Cerré las cortinas. Apagué la luz. Me acosté con los audífonos puestos sin música. Solo quería silencio. Mi propio silencio.

Y entonces pensé en él. En papá. Tan lejos. En otro país, en otra vida. A veces mandaba mensajes, casi siempre cortos. Prometía venir. Prometía llamarme. Pero los días pasaban y la distancia crecía como una maleza entre nosotros.

Una vez me dijo que me quería. Que le dolía no estar. Pero después de tantos años, esas palabras eran como monedas falsas: brillaban, pero no servían de nada. Lo extrañaba, sí, pero también lo culpaba. ¿Cómo pudo dejarme sola con ella?

Abrazándome las rodillas, comencé a llorar. No un llanto dramático, de esos que liberan. Fue seco, silencioso. Un desahogo sordo que apenas me aflojaba el pecho.

Cerré los ojos. Me imaginé en otro lugar. En una casa donde no tuviera que justificar mi tristeza. Donde no hiciera falta fingir que todo estaba bien.

Y me dormí abrazando esa fantasía como si fuera lo único real en mi mundo.

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