El vínculo los unió, pero el orgullo podría matarlos...
Damián es un Alfa poderoso y frío, criado para despreciar la debilidad. Su vida gira en torno a apariencias: fiestas lujosas, amigos influyentes y el control absoluto sobre su Omega, Elián, a quien trata como un mueble más en su casa perfecta.
Elián es un artista sensible que alguna vez soñó con el amor. Ahora solo sobrevive, cocinando, limpiando y ocultando la tos que deja manchas de sangre en su pañuelo. Sabe que está muriendo, pero se niega a rogar por atención.
Cuando ambos colapsan al mismo tiempo, descubren la verdad brutal de su vínculo: si Elián muere, Damián también lo hará.
Ahora, Damián debe enfrentar su mayor miedo —ser humano— para salvarlos a los dos. Pero Elián ya no cree en promesas... ¿Podrá un Alfa egoísta aprender a amar antes de que sea demasiado tarde?
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8. Elian
El aire de la cafetería se espesó de repente. No fue el aroma a granos recién molidos, ni el vapor de la leche al chocar con el acero de la máquina espresso. Era algo más. Algo que hizo que mis manos, habituadas al ritmo preciso del latte art, temblaran levemente al dibujar el contorno de una hoja de otoño sobre la espuma.
Cuando levanté la vista, allí estaba él.
Un alfa.
Pero no como los otros.
Este alfa - alto como un pino joven, con el cabello castaño revuelto como si hubiera peleado con el cepillo esa mañana - se movía con una torpeza que ningún alfa de verdad admitiría jamás. Su corbata azul marino estaba desanudada, colgando como una serpiente cansada alrededor de su cuello.
Y ese olor.
Dios santo, ese olor.
Chocolate blanco derretido. Vainilla de Tahití. Y algo más profundo, terroso, como el primer soplo de lluvia sobre la tierra seca. Un aroma que se colaba entre los poros de mi piel y hacía que el pulso se me acelerara contra toda lógica.
—"E-eh... café" —murmuró al llegar a la barra, sus enormes manos aferrándose al mostrador como si fuera la borda de un barco en alta mar.
Mis ojos verdes - esos que los clientes solían comparar con esmeraldas o con hojas tropicales - se encontraron con los suyos, de un marrón tan cálido que por un segundo olvidé respirar.
—N-negro —respondió, aunque sus ojos se fijaron en el tarro de azúcar morena como un niño viendo una vitrina de dulces.
No pude evitar sonreír. Mis mejillas - siempre demasiado pálidas según mi madre - se calentaron al notar cómo sus pupilas se dilataban cuando mis hoyuelos aparecieron.
Mientras preparaba su bebida, sentí su mirada clavada en mis manos. Observando cada movimiento como si fuera una ceremonia sagrada. Nadie me había mirado así antes. Como si yo fuera algo precioso. Algo frágil. Algo importante.
La taza tembló levemente cuando la deslicé hacia él. Nuestros dedos se rozaron. Un contacto breve, eléctrico, que hizo que el aroma a chocolate de su piel se volviera casi insoportablemente dulce.
Fue entonces que lo hice.
Con manos que apenas temblaban - no de miedo, sino de una emoción desconocida - garabateé mi número en una servilleta con chocolate derretido. Un gesto imprudente. Temerario. Omega.
Esa noche, cuando el teléfono sonó, supe que sería él antes de tomar la llamada.
—¿H-hola? Soy... el del café negro —dijo su voz al otro lado, y pude imaginarlo corriendo una mano por su cabello revuelto, como lo había hecho al menos tres veces mientras esperaba su pedido.
—El que en realidad toma café dulce—respondí, estirando mis pies en la cama.
Su risa - cálida, genuina, sin la afectación alfa que tanto odiaba - resonó en mi oído como una melodía nueva.
—¿Q-quieres salir mañana? Digo... si no tienes que... trabajar.
Colgué el auricular con un clic suave, pero no antes de aceptar. Luego me quedé mirando mis manos - esas manos que sabían crear flores y corazones en la espuma del café - preguntándome por qué latían con tanta fuerza.
Al día siguiente, gasté mis ahorros en una camisa verde esmeralda. Era estúpido, pero quería verme bien para un alfa.
Cuando lo vi esperándome frente al café, con un ramo de margaritas salvajes en lugar de las rosas pretenciosas que todos los alfas regalaban.
En ese momento, mientras el aroma a chocolate blanco me envolvía y sus torpes manos me alcanzaban aquellas flores imperfectas, supe que estaba perdido.
Y por primera vez en mi vida de omega, el vértigo de la caída se sintió como volar. Una caída que nunca vi llegar hasta que estuve en el fondo.
***
El primer pensamiento consciente que tuve fue que el cielo debía ser así de blanco. Un blanco que quemaba los párpados, que se colaba entre las pestañas como un líquido corrosivo. Intenté mover los dedos y sentí el pinchazo de la aguja en el dorso de mi mano, clavada allí como un insecto venenoso.
—Elian... ¿mi niño, me escuchas?
La voz de mi madre llegó desde muy lejos, como si hablara a través de un túnel largo. Mis pupilas se enfocaron lentamente en su rostro, en esos ojos color café oscuro —los mismos que heredé, aunque a mí me salieron verdes como los de mi padre— ahora hinchados y rojos. Noté que tenía el delineador corrido, algo que nunca permitiría en circunstancias normales.
—Mamá...— quise decir, pero solo salió un susurro áspero.
Mi garganta ardía como si hubiera tragado vidrios. Recordé de pronto la sangre, tanta sangre saliendo de mi boca esa noche mientras me desplomaba en el baño, manchando el azulejo blanco de nuestra —¿de su?— casa.
—No hables— Sus dedos ásperos de tanto lavar ropa ajena en la lavandería acariciaron mi mejilla con una ternura que me partió el alma. —Los doctores dijeron que tu estómago...
Su voz se quebró. Observé cómo sus ojos bajaron a mis brazos, donde moretones en forma de dedos , ¿de cuándo? ¿de qué noche?sobresalían contra mi piel pálida.
El monitor cardíaco marcó un aumento repentino en mis pulsaciones. Pit. Pit. Pit.
—¿Dónde está...?
No terminé la pregunta. No hacía falta. El vacío en la habitación, la ausencia de ese olor a colonia cara y arrogancia, lo decía todo.
Mi madre apretó mis manos entre las suyas, como cuando era niño y me asustaban las tormentas.
—Te llevaré a casa — dijo, y supe por el énfasis que ponía en la palabra que no se refería a ese departamento de lujo que compartía con Damien. —A tu verdadero hogar.
El sonido de la puerta al abrirse nos sobresaltó a ambos. Una enfermera entró con una bandeja metálica, el ruido del metal contra metal hizo que me estremeciera.
—Señora, necesita firmar los papeles de ingreso — dijo con una sonrisa profesional. —Y el caballero preguntó...
Mi corazón dio un vuelco absurdo. Cuando su rostro se dirigió al mío, ella se detuvo.
—¿Qué caballero?— pregunté demasiado rápido, demasiado esperanzado.
La enfermera parpadeó.
—El conductor de la ambulancia. Necesita confirmar la dirección.
Mi madre y yo exhalamos al mismo tiempo.
Mientras firmaba los documentos, mis ojos se posaron en la ventana. Afuera, la noche estaba cayendo, pintando el cielo de ese tono morado que a Damien le encantaba.
Morado como los hematomas que llevaba dentro.