Rosella Cárdenas es una joven que solo tiene un sueño en la vida, salir de la miserable pobreza en que vive.
Su plan es ir a la universidad y convertirse en alguien.
Pero, sus sueños se ven frustrados debido a su mala fama en el pueblo.
Cuando su padrastro se quiere aprovechar de ella, termina siendo expulsada de casa por su propia madre.
Lo que la lleva a terminar en la hacienda Sanroman y conocer a la señora Julieta, quien en secreto de su marido está muriendo en la última etapa de cáncer.
Julieta no quiere que su familia sufra con su enfermedad. En su desesperación por protegerlos, idea un plan tan insólito como desesperado: busca a una mujer que ocupe su lugar cuando ella ya no esté.
Y en Rosella encuentra lo que cree ser la respuesta. La contrata como niñera, pero en el fondo, esconde su verdadera intención: convertirla en la futura esposa de su marido, Gabriel Sanroman, cuando llegue su final.
¿Podrá Rosella aceptar casarse con el hombre de Julieta?
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Capítulo: Felicidad sacrificada
—¿Podría llevarme a la estación de tren? —preguntó Rosella, con un hilo de esperanza en la voz, temblorosa y a la vez decidida.
Gabriel detuvo el auto en plena carretera. Sus manos firmes sobre el volante, los ojos fijos en ella, como si pudiera leer cada pensamiento y miedo oculto en su corazón.
El silencio entre ambos era pesado, casi eléctrico, y por un instante, Rosella sintió que el mundo se reducía a esa mirada intensa.
—No —dijo finalmente él, con voz firme, sin titubear.
Ella lo miró, sorprendida, con una mezcla de duda y confusión.
La negativa no era un golpe, pero algo dentro de ella se tensó.
Intentó abrir la puerta para bajar, pero sus dedos temblorosos no obedecían.
Miró al hombre por un segundo más, y un miedo profundo la atravesó.
No era miedo de que él la lastimara; no, era un miedo distinto, un miedo a lo desconocido.
—Trabajarás con mi familia —dijo él, con un tono que no dejaba lugar a discusión—. Podrás ir a estudiar después.
Rosella abrió los ojos, como si esa sola frase le iluminara todo el camino.
—Yo… —comenzó, entrecortada, sin poder creer lo que escuchaba.
—Solo te tomará un año —continuó Gabriel, sus palabras como bálsamo en el alma de la joven—. Incluso, podría recomendarte a una buena universidad.
Los ojos de Rosella se llenaron de lágrimas, pero esta vez no de dolor, sino de esperanza.
Era como si todas sus plegarias hubieran encontrado respuesta en ese instante.
—¡¿De verdad?! —exclamó, su voz quebrándose por la emoción—. Le juro que haré mi mejor trabajo, le juro que le agradeceré si me ayuda, incluso puedo pagarle con mi salario una parte.
Gabriel sonrió, una sonrisa que no necesitaba palabras para transmitir protección y calma.
Negó con la cabeza.
—¿Sabes cómo puedes pagarme? —preguntó, con esa firmeza, que no admitía discusiones—. Cuida bien a mis hijas y sé una buena persona, eso es todo.
Rosella lo miró, incrédula, con los ojos brillantes y el corazón latiendo desbocado.
—Es un ángel… —susurró, dejando escapar un suspiro que había contenido durante tanto tiempo.
El recuerdo de la noche anterior volvió, como un relámpago, pero esta vez no lo sintió como vergüenza.
Fue un toque suave en su corazón, un recuerdo que le enseñaba que el pasado podía quedar atrás.
—Pero una cosa —dijo él, con voz seria, bajando un poco la mirada—. Olvida para siempre lo que sucedió esa noche, ¿entiendes?
Rosella sintió que algo dentro de ella se estremecía.
Asintió, obligándose a contener la emoción que amenazaba con desbordarse.
—Lo he olvidado… no sé de qué habla —respondió, con un temblor apenas perceptible en la voz.
Gabriel sonrió, y condujo hacia la casa, sin añadir una palabra más.
El trayecto estaba lleno de un silencio cargado de promesas y expectativas.
Rosella miraba por la ventana, sintiendo cómo cada kilómetro recorría también su camino hacia un futuro diferente.
“Es mi mayor oportunidad en la vida para cumplir mis sueños. Seré una buena niñera, trabajaré duro, luego podré ir a la universidad, y algún día seré una profesionista. Saldré del pueblo y de la pobreza. Nadie se atreverá a humillarme nunca más”.
El corazón de la joven se llenó de determinación, y por primera vez en mucho tiempo, se permitió sonreír, aunque solo fuese un destello breve y tímido.
***
En la hacienda Sanroman, Julieta estaba sola en su habitación.
Sus manos temblorosas revisaban los análisis guardados bajo llave, junto al acuerdo de divorcio.
Una lágrima solitaria rodó por su mejilla, trazando un surco de melancolía y resignación.
“Nadie tiene la vida comprada. Sé que voy a morir, no mañana, pero tampoco falta mucho. Perdóname, Gabriel… algún día comprenderás que es lo correcto”.
Guardó todo con cuidado y suspiró. Fue entonces cuando entró Mariela, la fiel ama de llaves, con una mezcla de curiosidad y preocupación en el rostro.
—Señora Julieta, ¿qué es lo que está haciendo? —exclamó, con un dejo de miedo.
Julieta la abrazó, como si quisiera transmitir todo su dolor y su verdad en un solo gesto.
—Lo correcto, aunque no lo parezca. Pronto me iré… y sabes a lo que me refiero. Dicen que cuando alguien te odia y mueres, no pueden extrañarte.
—No, Julieta, por favor… —susurró Mariela, recordando los años de lealtad y amistad compartidos.
—Por favor, confía en mí. Haré lo que debo hacer —dijo Julieta, con una resolución que helaba el aire—. He elegido a esa chica, Rosella. Es joven y hermosa, sé que a él… le gustará. La amará como una vez me amó a mí.
—Julieta, ¡¡¿qué dices?! —exclamó Mariela, sin poder creer lo que escuchaba.
—Digo que Rosella será mi reemplazo —continuó Julieta, con la voz firme, cargada de una mezcla de dolor y esperanza—. La pondré a prueba, y si todo sale bien, ella será la mujer que ocupe mi lugar en el corazón de mis hijas y de mi marido. Se casará con él.
Los ojos de Mariela se abrieron enormes, incapaz de procesar la magnitud de la revelación.
Su mente giraba intentando entender cómo Julieta podía decidir el destino de otra persona, cómo podía entregar su lugar en la vida de un hombre y sus hijas a alguien que apenas conocía.
Sin embargo, en su interior una duda comenzó a envenenarla, sin que nadie, ni ella misma o Julieta, pudiera verlo.
Julieta retiró la mirada, y por un instante, el silencio reinó en la habitación.
—¡Es una locura, no la conoces, Julieta!
—¿Crees en las señales divinas, Mariela?
Mariela titubeó, se encogió de hombros con duda.
Julieta sonrió.
—Yo sí, ahora más que nunca puedo verlas, llámame loca, pero siento que algo me une a ella, que es el destino el que la trajo hacia mí, que ella pertenece a Gabriel, y que cuando me vaya, ellos podrán ser felices, incluso más felices que si estuviera yo, eso quiero, amo tanto a mis hijas y Gabriel que quiero que sean felices, aunque no sea conmigo.
creo que quizo decir Arnoldo.!!!