Un hombre que a puño de espada y poderes mágicos lo había conseguido todo. Pero al llegar a la capital de Valtoria, una propuesta de matrimonio cambiará su vida para siempre.
El destino los pondrá a prueba revelando cuánto están dispuestos a perder y soportar para ganar aquella lucha interna de su alma gemela.
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Capitulo 6
Después de días de lucha y marcha, el Templo de los Susurros se alzaba finalmente en el horizonte, recortando su silueta oscura contra el cielo teñido de naranjas y púrpuras. Entre ellos y el templo solo quedaba un obstáculo, un pequeño pueblo.
Pero cuanto más se acercaban, más evidente se hacía que aquel lugar había dejado de pertenecer a los vivos. Calles vacías, casas con ventanas selladas, flores marchitas que crujían bajo el viento, velas consumidas hasta el último hilo de mecha… y en las esquinas, cuerpos de animales en descomposición, ofrendas que el tiempo y el abandono habían vuelto macabras.
—¿Estás seguro de que este es el templo? —preguntó Ember, el soldado de la cicatriz. Su voz, grave y rasposa, llevaba un matiz que no era miedo, pero se le parecía demasiado.
Andrey, buscando alivianar la tensión, se acercó a una anciana encorvada que dejaba una ofrenda en una cesta rota.
—Oiga, ¿es este el Templo de los Susurros? —preguntó.
La mujer no respondió. Solo se llevó un dedo a los labios, un gesto tan lento y tenso que parecía más súplica que advertencia. Sin mirarlos, se alejó cojeando, perdiéndose en una de las callejuelas oscuras.
—Qué mujer tan tenebrosa… —murmuró Andrey, siguiendo al grupo. Pero la sensación de que estaban siendo observados se le quedó pegada a la piel.
En la habitación de Aria, la última luz del día se filtraba por la ventana, tiñendo el suelo de oro antes de apagarse.
—Señorita, su baño está listo —anunció Mita desde la puerta.
Aria se dirigió al pequeño cuarto contiguo: un rústico tacho de madera con agua tibia y una esponja.
—Cualquier ruido, no dudaré en entrar —advirtió Mita con tono helado antes de cerrar.
Con un suspiro, Aria se despojó de zapatos, velo, guantes y túnica. Se acurrucó en el agua, buscando un calor que no encontraba. Cerró los ojos… pero al abrirlos, un reflejo ajeno se agitó en la superficie: hombres a caballo, armaduras negras, espadas manchadas. El eco de galopes, grave y metálico, le retumbó en los oídos.
Salpicó el agua para romper la imagen.
—¿Por qué me hablan? ¿Quiénes son? —susurró, aunque nadie debía oírla.
Un sonido cortó el aire, la sirena metálica del templo. Una llamada que no admitía demora.
—Señorita, debe salir ahora mismo —urgió Mita, golpeando la puerta.
Aria salió del agua, apresurándose a vestirse.
—Señorita, debo entrar, no puedo esperar más —insistió Mita.
Con el cabello empapado pegado a la espalda, se cubrió con el velo negro y abrió la puerta… encontrándose con Lauren.
—Debemos llevarla a resguardo —dijo él, mostrando unas pulseras sagradas.
—No creo que sean necesarias —replicó Aria, mirando sus propias manos.
—Ambos sabemos que sí. Por nuestra seguridad, le ruego que se las ponga —contestó Lauren, arrojándole las pulseras mientras ajustaba la empuñadura de su espada.
Sin responder, Aria se las colocó. El templo se agitaba con pasos apresurados y voces de alarma, hasta que un grito detuvo todo:
—¡Corran, todos a sus habitaciones! — dijo un sacerdote, pálido como la cera—. ¡Ya debería estar en el subsuelo!
Lauren la llevó por las escaleras hasta una puerta pesada.
—Estaré aquí afuera. Pronto terminará y la llevaré a su habitación —dijo, con Mita detrás.
—No, no lo harás —susurró Aria, amarga, antes de que él pudiera cerrar.
El portazo retumbó. Y entonces lo escuchó de nuevo, el galope metálico, acercándose. Un ruido imposible de confundir.
—¡Basta… deténganse! —gritó, tapándose los oídos.
Sus gritos, sin embargo, al atravesar las paredes sagradas del subsuelo, se convirtieron en susurros.