Nabí es el producto de un amor prohibido, marcada por la tragedia desde su más tierna infancia. Huérfana a los tres años tras la muerte de su padre, el vacío que dejó en su vida la lleva a un mutismo total. Crece en un orfanato, donde encuentra consuelo en un niño sin nombre, rechazado por los demás, con quien comparte su dolor y soledad.
Cuando finalmente es adoptada por la familia de su madre, los mismos que la despreciaban, su vida se convierte en un verdadero infierno. Con cada año que pasa, el odio hacia ella crece, y Nabí se aferra a su silencio como única defensa.
A sus dieciocho años, todo cambia cuando un joven de veintitrés años, hijo del mafioso más poderoso de Europa, se obsesiona con ella. Lo que comienza como una atracción peligrosa se transforma en una espiral de violencia y sangre que arrastra a Nabí hacia un mundo oscuro y despiadado, donde deberá luchar no solo por su libertad, sino también por descubrir quién es realmente.
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CAPÍTULO 5: REDENCIÓN EN SUS OJOS
...Daemon...
El aire estaba cargado de una tensión palpable, una mezcla de emociones que me envolvía mientras la contemplaba. Nabí estaba frente a mí, y aunque el mundo a nuestro alrededor parecía desvanecerse, yo solo podía enfocarme en ella. Su vestido rosado brillaba como un faro en la oscuridad de mi vida llena de sombras. Cada cristal que capturaba la luz era un recordatorio de lo que había luchado por recuperar, de lo que había perdido y anhelado.
Era perfecta.
Recordaba aquel día fatídico cuando la arrebataron de mi lado. La imagen de su rostro, tan puro y lleno de vida, contrastaba fuertemente con el caos que había seguido. Durante años, había caminado por un sendero manchado de sangre y decisiones crueles, siempre con la esperanza de que algún día podría redimirme a través del amor que sentía por ella.
Un amor que se volvió mi obsesión de por vida.
A medida que me acercaba, podía ver el miedo reflejado en sus ojos color esmeralda. Era un miedo que me desgarraba por dentro.
¿Cómo podría explicarle que, a pesar de todo lo que había hecho, ella era mi única salvación?
Era mi luz en un mundo lleno de oscuridad. Pero sabía que mi historia la asustaba; lo entendía. No quería ser el monstruo del que todos hablaban, pero las acciones del pasado eran sombras difíciles de desvanecer.
«¿Por qué no puedes verme como antes?», pensé mientras nuestras miradas se entrelazaban. Mi corazón latía con fuerza en mi pecho; cada pulsación era un recordatorio de que aún había esperanza. Sabía que debía demostrarle que no era solo un hombre malvado; podía ser su protector, su refugio.
Maldije a todos los que alguna vez le hicieron daño. Prometí en silencio que haría lo imposible para mantenerla a salvo. Su fragilidad me atormentaba y al mismo tiempo me llenaba de una feroz determinación.
Era como si cada latido mío jurara proteger su delicada existencia.
«Eres intocable para mí», susurré en mis pensamientos mientras avanzaba hacia ella, intentando romper esas barreras invisibles entre nosotros. Sabía que debía ser paciente.
La atmósfera del restaurante era pesada, cargada de murmullos y miradas lujuriosas que se posaban sobre Nabí como si fuera un manjar en una mesa de banquete. Podía sentir la tensión en el aire; cada par de ojos que la observaba era un recordatorio de que estaba expuesta, vulnerable. Y lo peor de todo era que yo había sido el que la había traído a este lugar, un mundo donde mi reputación como hombre temido y respetado se entrelazaba con la desfachatez de aquellos que no sabían lo que significaba el verdadero poder.
Mientras me acercaba a ella, podía notar cómo su belleza resaltaba aún más ante la mirada caníbal de los demás. Pero en ese instante, mi mente se nubló por el recuerdo de Scarlett. La idiota que había decidido involucrarse conmigo hace dos meses, creyendo que una noche de locura podría convertirla en algo más. Nunca había sentido una conexión con ella; era solo un desliz, una forma de escapar por un momento. Pero ahora, allí estaba, como un espectro del pasado intentando arruinarlo todo.
La ira me consumía al recordar cómo se había atrevido a acercarse a mí como si tuviera derecho a mi atención.
Cuando vi a Scarlett lanzando miradas despectivas hacia Nabí, la rabia burbujeó dentro de mí. Justo cuando estaba a punto de ponerla en su lugar, el champán se derramó sobre mí como un recordatorio de que había otros ojos en la sala. La mirada de odio y decepción de Nabí me desgarró. No podía dejar que se fuera así; otra vez no podía perderla.
Di un paso hacia adelante, pero Scarlett me detuvo con su mano en mi brazo—: Oh, estás todo empapado, déjame secarte. —dijo en un tono amable que me pareció repulsivo.
Cegado por la ira, sacudí su agarre y mis manos fueron directamente a su cuello. Sentí cómo el poder se acumulaba en mi interior; era como si pudiera aplastarla bajo mi voluntad. Quería partirle el cráneo.
—¿Quién te crees que eres? —le gruñí, sintiendo mi ego crecer mientras la presión aumentaba.
—Pero yo solo traté… —balbuceó, pero esas palabras no significaban nada para mí.
—¡No tienes derecho a nada! —mi voz resonó con fuerza, atrayendo todas las miradas hacia nosotros—. Solo porque te aprovechaste de mi borrachera y pasamos una noche juntos no te da derecho a actuar así. —cada palabra era un golpe directo a su orgullo; quería hacerle entender la clase de porquería que era—. ¡Eres una estúpida mesera aprovechadora!
La satisfacción de verlo en sus ojos mientras comprendía la magnitud de su error era como un bálsamo para mi ego herido. La multitud murmuraba y sus miradas desconcertantes me atravesaban como dagas, pero eso no importaba.
Lo único que deseaba era encontrar a Nabí; ella era la única que valía la pena en este juego despreciable. Scarlett podría gritar y patalear todo lo que quisiera, pero yo sabía quién tenía el control aquí. Y ese control sería mío hasta el final.
Cuando salí, mis hombres se me acercaron, y la impaciencia me hizo estallar—: ¿Dónde está ella? —exigí, mi voz retumbando como un trueno en la noche. La confusión en sus rostros era inaceptable; no podía creer que no tuvieran respuestas—: ¡¿Dónde está Nabí, joder?!
Uno de ellos, tembloroso y sudoroso, se atrevió a responder—: S-Señor, la última vez que la vimos entró con usted –—su voz era un susurro que solo avivó mi furia.
—¡No sirven para una mierda! —grité, sintiendo cómo la rabia me consumía—. ¡Búsquenla, cabrones! ¡Busquen hasta debajo de las piedras!
Subí a mi auto con una furia descontrolada y salí del resort como un torbellino. Mis ojos recorrían la multitud, buscando cualquier indicio de su presencia, pero todo lo que veía eran sombras y rostros indiferentes. Me estacioné en medio de la calle, incapaz de pensar en otra cosa que no fuera ella.
La oscuridad de la ciudad se volvió opresiva mientras buscaba en cada rincón. Y entonces, como un golpe bajo, lo vi: su zapatilla. Allí estaba, olvidada en un callejón oscuro entre botes de basura. Mi corazón se detuvo por un instante; el sudor frío empapaba mi espalda mientras el miedo se apoderaba de mí.
Caminé hacia el callejón, luego corrí, mis pasos resonando contra el pavimento. Este lugar estaba desolado y mal iluminado. Subí unas escaleras que parecían interminables, cada escalón era una carga más pesada que la anterior. Y entonces las escuché: risas burlonas resonando a pocos metros.
La adrenalina corría por mis venas mientras observaba a esos miserables intentando hacerle daño a Nabí.
Cuando vi sus manos asquerosas sobre ella, un fuego dentro de mí se desató. Era como si el mundo se detuviera y solo existiera ese momento. Sin pensarlo, mi pie impactó en la cara de uno de ellos con una satisfacción que me llenó de poder. Escuchar su crujido al caer fue una música para mis oídos.
Con la rapidez de un depredador, me abalancé sobre ellos. La muñeca del que estaba más cerca crujió bajo mi agarre—: No sabes cómo será tu vida de ahora en adelante desde que tus pensamientos morbosos y tus asquerosas manos la tocaron —dije y su grito me hizo sonreír.
Era un sonido tan dulce que casi podría considerarlo un halago a mi fuerza. Los otros intentaron atacarme, pero eran solo sombras en mi camino. Con el cuchillo en la mano del segundo, lo usé en su contra y apuñalé sin dudar; su sangre manchó mi camisa y gran parte de mi rostro, y eso solo avivó mi egocentrismo.
El tercero no tuvo oportunidad. Un golpe seco y lo vi caer, incapaz de levantarse. Miré a los tres tirados en el suelo, sintiendo una mezcla de desprecio y satisfacción.
Pero al volverme hacia Nabí, vi la mirada de horror en su rostro y sentí una punzada en mi pecho. Su vestido estaba hecho un desastre y su cuerpo sucio.
—Perdóname. —murmuré, como si eso pudiera borrar la violencia que acababa de desatar.
Y justo cuando intentaba ayudarla a levantarse, su mirada llena de miedo me gritó en silencio. El ardor en mi cabeza fue un recordatorio cruel de que no estaba exento del peligro.
Pero eso no me detendría; no podría dejar que nada ni nadie me interrumpiera en mi misión de protegerla.
La sangre caía por mi frente y cuello, pero era solo un pequeño precio a pagar. Me volví hacia el tipo que aún se atrevía a desafiarme, sintiendo que el mundo giraba a mi alrededor.
—Parece que el golpe no te fue suficiente —le dije, con una sonrisa burlona.
Cuando intentó atacarme de nuevo con ese tubo de metal, lo detuve sin esfuerzo. Era casi divertido cómo se desvanecía su fuerza ante mí. Le quité el arma y le di una muestra contundente de lo que era sentir dolor. Cada golpe que le propiné resonaba en mi mente como un triunfo personal. Me dejé llevar por la sed de venganza mientras su cuerpo caía al suelo, jadeando y temblando. Era un espectáculo glorioso: él, un simple costal de papas bajo mi poder.
Pero justo cuando estaba a punto de dar el quinto golpe, el rostro asustado de Nabí me sacó del trance de furia en el que estaba sumido.
Al girarme y ver su rostro lleno de miedo, algo se quebró dentro de mí. La intensidad del momento se desvaneció y, aunque mi cabeza daba vueltas y el dolor pulsaba en mis sienes, no podía seguir así. Deje caer el tubo; la lucha había terminado.
Caí de rodillas frente a ella, sintiendo cómo la fuerza me abandonaba. Su cuerpo temblaba, y yo quería consolarla, asegurarle que todo estaba bien… aunque sabía que no era cierto.
—¿Estás bien? –pregunté, intentando tocarla para calmarla, pero ella me detuvo. Su mano suave contra mi piel era un contraste con la brutalidad del momento.
Asintió, restándome preocupación. Detallé su rostro, su preocupación en él era un bálsamo extraño para mí.
—No tengo nada que hacer ahí —refuté con desdén, intentando levantarme una vez más, pero mis piernas cedieron y caí al suelo. La neblina en mi mente se espesaba; la sangre caliente corría por mi frente y empapaba mi cabello.
Lo último que vi antes de perder la conciencia fue su hermoso rostro iluminado por las lágrimas. Había algo reconfortante en su desesperación; tal vez era porque me necesitaba, o tal vez porque yo había sido capaz de protegerla, aunque fuera por un breve instante.
En ese momento oscuro y confuso, esa conexión me hizo sentir… a como los dos vivíamos de niños.
Era un día gris en el orfanato, el aire estaba cargado de la tristeza que se había acumulado en esos muros.
Había aprendido a ser invisible, a camuflarme entre las sombras, pero a todos no les parecía igual.
La risa burlona de los demás resonaba en mis oídos como un eco lejano, pero sus palabras no podían hacerme más daño del que ya había sufrido.
¿Puede doler tanto algo más que no saber de dónde vienes, ni quién es tu familia?
Llevo aquí desde que tengo uso de razón, y a mis 11 años, todavía no he sido adoptado. La esperanza se ha convertido en un concepto ajeno, algo que no me pertenece.
Sentía el ardor en mi frente; después de que me habían lanzado un objeto en la cara. Cuando llevé la mano a la herida, noté que la sangre comenzaba a deslizarse por mi piel.
Sus insultos y palabras ya no me duelen. Me he vuelto indiferente a sus comportamientos; las palabras de humillación resbalan sobre mí como agua sobre aceite.
Sin embargo, ver a Nabí, tan pequeña y valiente, me hizo sentir algo que creía perdido: esperanza.
Su cabello desordenado y su ropa desgastada no eran más que insignias de su propia lucha, pero su espíritu era indomable.
De repente, uno de los niños se burló: —¿Quién eres tú, niña? ¿Eres nueva?
Nabí no respondió ni una sola palabra, pero su expresión demostraba que estaba molesta.
Las risas aumentaron, pero Nabí no se dejó intimidar. En un arranque de rabia comenzó a recoger piedras del suelo y las lanzó con determinación.
Me levanté del suelo y sacudí mis pantalones llenos de tierra. Nabí se volvió hacia mí con una sonrisa desaliñada en su rostro sucio.
—Gracias. —murmuré mientras ella me miraba con curiosidad.
La niña, con su sonrisa brillante rompía un trozo de su camisa desgastada, una parte de mí se sintió agradecido, casi sorprendido de que alguien quisiera ayudarme.
Señaló el muro cercano y ahí entendí a lo que se refería y me acomodé. Era un gesto simple. Ella se acercó con determinación y empezó a limpiar la herida con algo de rudeza.
Cuando terminó de limpiar la sangre que caía de mi frente, se inclinó hacia mí. Su cercanía me tomó por sorpresa; no estaba acostumbrado a que alguien invadiera mi espacio personal de esa manera. Pero su sonrisa era tan genuina que, por un momento, olvidé mis reservas.
—¿Cómo te llamas, niña? —pregunté con curiosidad.
Ella señaló la mariposa que estaba dibujada en su camisa vieja.
—¿Mariposa? —inquirí.
Ella negó y estiró sus ojos para luego volver a enseñar su camisa.
—No te entiendo. —respondí—, pero espera...
De pronto recordé que siempre cargaba un bolígrafo en mi bolsillo y se lo entregué.
—¿Y si lo escribes?
Asintió y escribió su nombre en la mano.
—¿Nabí?
Asintió, contenta y señaló su camisa.
—¿Significa Mariposa en otro idioma? —inquirí.
Volvió a asentir y estiró sus ojos.
—¿En Chino?
Negó.
—¿Tal vez... Japonés?
Otra vez negó.
—¿Coreano?
Asintió y yo sonreí.
—¿Entonces Nabí significa Mariposa en Coreano?
Sonrió y me señaló.
—Yo no tengo nombre propio —respondí, sintiendo una extraña mezcla de vergüenza y resignación.
Ella cruzó sus brazos y me miró confundida.
—Nunca me eligieron uno —dije, encogiéndome de hombros. Era una verdad triste, pero en ese momento no parecía importar tanto.
Ella se sentó a mi lado, atónita, como si estuviera tratando de procesar la idea. Sus ojos brillaban con una chispa de emoción y asombro.
Otra vez tomó el bolígrafo y escribió en su mano—: ¿Puedo escogerte uno?
—¿Tú? ¿Ponerme un nombre? —me burlé, sin poder evitarlo.
Afirmó con determinación.
—No, deja las bromas —respondí, aunque en el fondo me dio un poco de curiosidad.
De pronto, ella guardó silencio y me miró con los labios prensados y los ojos aguados. Era como si su emoción se hubiera transformado en tristeza. Quería detenerla antes de que comenzara a llorar, pero ya era tarde; las lágrimas comenzaron a caer y llamaron la atención de los demás niños.
—Está bien, está bien —dije, sintiéndome harto y a la vez preocupado por ella—. Puedes colocarme uno.
Su expresión cambió al instante; una sonrisa iluminó su rostro.
—Pero no creas que me colocarás cualquiera. Yo decidiré si lo acepto o no.
Asintió con entusiasmo y comenzó a pensar.
—Tal vez... ¿Gabriel? —escribió en su mano.
—No.
—¿Luciano?
—No.
La lista continuaba y ya empezaba a impacientarme cuando dijo:
—Puede ser... ¿Rosendo?
—¡No! —me quejé—. Oye, estás acabando tus oportunidades para encontrar un buen nombre.
Ella frunció el ceño por un momento antes de sonreír nuevamente. Su mano ya estaba cubierta de tinta entonces extendió la mía y copió: —¿Daemon?
Me detuve a pensar: «¿Daemon?»
La palabra resonaba en mi mente.
—Me gusta —respondí con sinceridad.
Se emocionó tanto que casi podía sentir su alegría rebotando en el aire entre nosotros.
Asentí sin dudarlo esta vez.
Se puso de pie como si hubiera logrado una gran hazaña y me estrechó la mano con firmeza sonriendo ampliamente.
—Mucho gusto, Nabí —dije mientras sonreía también.
La voz de Isadora resonaba en mi mente como un eco distante, y aunque su tono era de preocupación, no podía evitar sentir un nudo en el estómago. Abrí los ojos lentamente, la borrosidad inicial se disipó poco a poco, revelando la imagen de su rostro: cabello castaño, labios rojos y un aroma a vainilla que me resultaba tan molesto como familiar. Esa fragancia siempre había estado asociada con su presencia, y en este momento, solo intensificaba mi repulsión hacia ella.
—Daemon... ¿estás bien? —preguntó, y aunque sus palabras estaban cargadas de una preocupación genuina, no podía evitar pensar que quizás eso era parte de su actuación. La última cosa que quería era ser el objeto de su compasión.
Al intentar moverme, un dolor punzante estalló en mi cabeza. Me quejé, pero la necesidad de retomar una posición más cómoda me obligó a ignorar la incomodidad. Isadora se acercó para ayudarme, su mano suave tocando mi hombro, y casi me hizo retroceder.
—Trata de no moverte mucho —me advirtió con ternura.
—¿Qué haces aquí, Isadora? —logré preguntar entre quejidos.
Antes de que pudiera escuchar su respuesta, otra voz interrumpió el aire tenso de la habitación. Serafina se había presentado como siempre, con esa mezcla de autoridad y desapego que solía irritarme.
—"¿Qué haces aquí?" —repitió lo que dije— ¿Crees que no nos preocupamos cuando nos enteramos que fuiste atacado? –su tono era directo y cortante.
La incomodidad se instaló en el ambiente. Sabía que había cometido un error al actuar sin pensar, pero no necesitaba su reproche en este momento.
—Fui descuidado —respondí, intentando restar importancia a la situación. Pero las palabras sonaron como una excusa vacía.
Serafina se inclinó hacia adelante, interesada y crítica a la vez. Su mirada penetrante me desnudaba ante mis propios errores.
—¿Descuidado? ¡Por poco te mueres de un golpe en la cabeza! —exclamó, y su voz resonó como un trueno en mis oídos.
La frustración burbujeó dentro de mí. Quería gritarle que no entendía nada de lo que había pasado, pero sabía que no serviría de nada.
—¿Dónde está Nabí? —pregunté abruptamente, cambiando el rumbo de la conversación. La imagen de su rostro me llenó de preocupación y miedo.
Isadora frunció el ceño, confundida.
—¿Nabí? ¿Quién es?
Serafina se enderezó, intrigada por mi respuesta. Su interés me incomodaba aún más; no quería hablar de Nabí con ellas.
—¿Así que así se llama la mujer que estaba contigo? ¿De dónde la sacaste?
Su insinuación me irritó aún más.
—Cuida tus palabras —repliqué con firmeza, sintiendo cómo mi rabia crecía ante las insinuaciones despreciativas.
Serafina sonrió con desdén y se levantó del asiento, dejando a un lado su taza de té como si todo esto fuera un juego para ella.
—Es la primera vez que te molestas porque me exprese así sobre tus aventuras —dijo con burla, como si le divirtiera mi situación.
El desdén brotó de mis labios como una respuesta automática. Era tan irritante tener que lidiar con ellas y sus constantes necesidades de intervenir en mi vida.
—Es porque ella no es una aventura —le respondí, sintiendo cómo el desprecio se filtraba en cada palabra.
—¿Entonces qué es? —preguntó, y esa chispa de curiosidad en su voz solo aumentaba mi frustración.
—¿Debería importarte? —me burlé, intentando levantarme de la cama.
Pero ahí estaba Isadora, la fastidiosa, deteniéndome con una mano firme en mi brazo.
—¿A dónde crees que vas? —inquirió, como si tuviera algún derecho a decidir sobre mis movimientos.
—No es tu problema —repliqué con desdén, aunque el dolor en mi cabeza me recordaba que no estaba en condiciones de pelear.
—El doctor dijo que debías estar en cama por varios días mientras te terminan de hacer los estudios —insistió, y su tono maternal me hacía querer alejarme aún más. No necesitaba su protección ni su autoridad; eso era lo último que quería.
—A la mierda los estudios —dije, sacudiendo su mano de mi brazo.
Justo cuando crucé la puerta de mi habitación, esa voz fría y autoritaria de Serafina hizo eco detrás de mí:
—Pierdes el tiempo, ya ella no está en esta casa.
La sangre me hirvió al instante; la rabia burbujeante comenzaba a tomar control. —¿Qué has dicho? —exclamé, incapaz de ocultar la incredulidad y el horror que me invadían.
—La corrí –dijo ella con un desdén casi despreocupado—. La muy inepta pensaba llevarte al hospital en ese estado. Imagínate ser la comidilla de la ciudad otra vez por tus comportamientos imprudentes en público. De verdad que has sobrepasado el límite, Daemon. Estoy harta de limpiar tus desastres.
Sonreí incrédulo ante su arrogancia.
—En ningún momento he pedido que limpies mis desastres. De eso me encargo yo.
Las palabras flotaban entre nosotros como cuchillos afilados. La repulsión hacia Serafina crecía cada vez más; su satisfacción por controlar mi vida era asquerosa.
Cuando salí de mi habitación cada paso hacia la habitación de Nabí era una mezcla de esperanza y desesperación. Pero al abrir la puerta, la desolación me golpeó: estaba vacía. La cama deshecha y las paredes silenciosas me gritaron que había perdido algo importante.
Bajé hasta la sala principal, donde encontré a Dafne espolvoreando los cuadros de la pared. Me sentía perdido otra vez, como si el mundo estuviera desmoronándose a mi alrededor. Había tenido una oportunidad de protegerla y había fallado. La idea de haberla perdido nuevamente era insoportable; cada segundo sin saber dónde estaba me desgarraba un poco más.
La desesperación me envolvía como una niebla densa, y la voz de Dafne cortó el aire pesado.
—Señor, está sangrando…
Al tocar la venda en mi cabeza, sentí como la humedad se había filtrado, un recordatorio cruel de que mi cuerpo no estaba a la altura de mis pensamientos. La frustración burbujeaba en mí; aquí estaba yo, atrapado en una espiral de impotencia mientras Nabí estaba fuera, y ahora, además, lidiando con este maldito dolor. La presión en mi cabeza era insoportable; cada latido parecía resonar como un tambor en mis sienes.
—Iré por el médico, por favor, no se mueva. —dijo, mientras se apresuraba a salir.
—Llama al asistente Park. Y asegúrate de que ya haya llegado de Seúl; lo necesito aquí de inmediato.
«¿Cómo pude dejar que esto sucediera?»