La banda del sur, un grupo criminal que somete a los habitantes de una región abandonada por el estado, hace de las suyas creyéndose los amos de este mundo.
sin embargo, ¡aparecieron un grupo de militares intentando liberar estas tierras! Desafiando la autoridad de la banda del sur comenzando una dualidad.
Máximo un chico común y normal, queda atrapado en medio de estas dos organizaciones, cayendo victima de la guerra por el control territorial. el deberá escoger con cuidado cada decisión que tome.
¿como Maximo resolverá su situación, podrá sobrevivir?
en este mundo, quien tome el poder controlara las vidas de los demás. Máximo es uno entre cien de los que intenta mejorar su vida, se vale usar todo tipo de estrategias para tener poder en este mundo.
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capitulo 6. los muchachos se preparan
COMIENZA EL PRIMER CURSO
Las frías brumas del páramo se cernían sobre Colonia, como un manto impenetrable que parecía congelar el tiempo. El viento cortante susurraba entre las piedras, pero no lograba quebrantar la quietud de las montañas. Colonia, un lugar apartado de todo lo conocido, se erguía en lo alto de las cordilleras, sumida en una calma inquietante. En ese vacío, el campamento de la Brigada del Páramo, casi místico en su aislamiento, se camuflaba entre las nieblas densas que descendían con la tarde. El eco de los pasos y los susurros entre los árboles apenas se distinguían, como si el aire mismo retuviera cada sonido, absorbido por la inmensidad.
Treinta unidades se hallaban allí, y aunque la cantidad de hombres era impresionante, la sensación de soledad era aún mayor. Bajo el mando de Oliver, el campamento era más que una simple estructura de seguridad. Él, inquebrantable, parecía ser la luz que guiaba en medio de esa tormenta silenciosa. Su sola presencia imponía respeto, tan palpable que parecía disuadir incluso a las sombras de acercarse demasiado. No era un líder común, sino el centro de todo lo que ocurría allí.
La vigilancia se tejía como una red invisible, cada guardia, explorador y patrulla se movía sin descanso, alternándose en una coreografía que no admitía error. Algunos hombres permanecían alertas, ojos fijos en el horizonte invisible, sintiendo el peso del frío en los huesos. Otros, agotados, cedían al sueño, pero sus rostros delataban una calma tensa, sabían que, aunque su cuerpo descansara, su mente jamás podría hacerlo completamente. Cada paso que daban, cada movimiento, cada decisión, dependía de la fragilidad de la vida que llevaban allí. La vigilancia no solo era una obligación, era una promesa, un juramento que se había grabado en sus carnes con la misma fuerza que el reglamento que debían seguir. Ese reglamento no era solo una guía, sino la esencia misma de la supervivencia. Las reglas, una a una, se habían convertido en su Biblia, el único camino que les mantenía con vida, el único pacto que podían cumplir sin dudar. Y aún cuando el silencio parecía envolverlo todo, dentro de cada uno de ellos resonaba la misma pregunta callada: ¿Hasta cuándo?
La tarde parecía congelada, inmóvil, cuando la fogata comenzó a encenderse, y la figura de los hombres alrededor se volvía cada vez más definida en las sombras danzantes del fuego. La "hora cultural", como llamaban ese breve respiro, era su único refugio en un día plagado de obligaciones y el peso de la disciplina. Entre bromas cargadas de irreverencia y risas que sonaban demasiado forzadas, el tiempo parecía detenerse por unos minutos. Los rostros, iluminados por el resplandor del fuego, mostraban el cansancio de aquellos que no sabían si reír o quedarse en silencio. La risa, aunque tensa, era la válvula de escape de su humanidad reprimida, el único remanente de la vida que existía fuera de la rutina implacable. Pero incluso en esos momentos, la sombra de la disciplina seguía acechando, recordándoles que la libertad se ganaba a cuentagotas, entre una orden y otra.
Máximo, observando desde su puesto de vigía, apenas alcanzaba a sentirse parte de esa cotidianidad. Dos días habían pasado desde su llegada a Colonia, y aunque el campamento estaba impregnado de un aire de camaradería, un vacío lo envolvía por dentro, como si no perteneciera realmente allí. La "escuela de entrenamiento", de la que había oído tantos murmullos, aún lo perseguía como una amenaza, pero más que miedo, era incertidumbre lo que le generaba. Sabía que allí, como en cada rincón de la brigada, la vida de uno se mezclaba con la de todos, y que el tiempo en ese lugar se dilataba, dejando una sensación persistente de que nada volvía a ser igual después de ese rito de iniciación.
El sonido de pasos lo sacó de sus pensamientos. La figura de Amadeus apareció en el horizonte, moviéndose con una lentitud deliberada, como si cada paso que diera le costara más que el anterior. La mirada de Máximo se endureció ante la indiferencia de su compañero, pero aún así, obedeció el mandato sin cuestionar. Al principio, había esperado que la rutina fuera más sencilla, pero pronto comprendió que no todo en Colonia tenía respuestas claras. Amodeus no parecía tener prisa, y sin embargo, su mandato era firme.
"Entrega las novedades, ve con Eulalia", había dicho, sin más explicaciones. Como siempre, la necesidad de respuestas inmediatas parecía ser la única regla que importaba. Al acercarse a Eulalia, Máximo sintió un cambio en el aire, como si la atmósfera misma se abriera a una nueva dirección. Eulalia, con su mirada fija, poseía una mezcla curiosa de autoridad y algo más, algo que Máximo no podía identificar, pero que lo inquietaba. Aun así, cuando ella habló, la tensión se disipó ligeramente.
"Prepara tus cosas", dijo, casi con ligereza, pero con la certeza de quien sabe lo que está haciendo. Máximo dudó por un momento, pero antes de que pudiera articular una pregunta, ella ya había dado la orden, y la respuesta parecía más una invitación que una indicación.
"¿A dónde voy?" preguntó, la intriga creciendo en su pecho, pero Eulalia solo le sonrió, como si estuviera jugando con él.
"Pronto lo sabrás. Alístate, rápido", respondió ella, y la sonrisa que jugaba en sus labios era la misma que había visto en tantas otras ocasiones, un desafío camuflado de juego.
Máximo sintió una ola de incertidumbre, pero también algo más, algo que lo empujaba hacia lo desconocido con una fuerza que no podía comprender del todo. El aire a su alrededor ya no era solo frío, ahora parecía estar cargado de algo más. ¿Qué le esperaba en ese viaje repentino? Las palabras de Eulalia, su tono y su sonrisa, lo mantenían en un estado de tensión, como si cada acción se estuviera tejiendo en una tela que no lograba entender completamente.
Mientras se alistaba, Máximo se quedó sentado, los dedos tamborileando de forma distraída sobre su mochila. Las órdenes aún no llegaban, pero algo en el aire le decía que pronto lo harían. El campamento seguía su ritmo habitual, pero él no podía evitar sentir que el tiempo se estiraba en su espera, como si la misma niebla que lo rodeaba se hubiera detenido. Fue entonces cuando la sombra de Oliver se proyectó sobre él, su figura alta y firme, una presencia que no requería palabras para hacerse notar.
El comandante se detuvo junto a él y, sin un gesto de saludo, se sentó a su lado. La cercanía de Oliver hizo que el aire pareciera volverse más denso, como si su autoridad misma se filtrara en cada rincón del campamento.
—Antes de que partas, te daré unos consejos y recomendaciones —dijo, su voz baja y firme, aunque el tono cálido que la acompañaba sugería algo cercano, algo que solo unos pocos recibían.
Máximo, al escuchar las palabras del comandante, se enderezó de inmediato, pero algo en su pecho seguía apretado, como si estuviera frente a una tormenta a punto de desatarse. La voz de Oliver lo alcanzó de nuevo.
—La escuela a la que vas determinará lo que serás. Allí conocerás a un viejo colega mío, Raphael. Es... como nosotros, pero hay que tener cuidado con él. Le gusta desbordar a los nuevos, jugar con ellos hasta que se sienten vacíos. No dejes que te derrumbe, ¿me entiendes?
La orden fue clara, pero las palabras de Oliver se colaron en su mente como una advertencia oscura. Máximo asintió, su boca seca, y, a pesar de sus esfuerzos por mantener la calma, notó cómo su cuerpo temblaba levemente.
—Sí, señor —respondió, su voz apenas un murmullo perdido entre los ecos del campamento.
Oliver se levantó sin hacer ruido, su figura se alzó contra la niebla como una sombra que se desvanecía. Con una última mirada a Máximo, habló, pero sus palabras parecían pesadas, como si cargaran todo el peso de lo que aún no había sucedido.
—Recuerda, hijo... cuando termines las pruebas, regresarás aquí. Pero lo que pase antes, solo tú podrás manejarlo.
El comandante se alejó, sus pasos resonando en la distancia, mientras Máximo quedaba allí, inmóvil, dejando que el frío lo envolviera. Eulalia apareció de nuevo, su voz clara y urgente cortó el silencio.
—¡Máximo, ven! Tienes que partir.
En un instante, el campamento volvió a ser solo ruido y movimiento. El joven recogió sus cosas, las manos ya temblorosas, y echó un vistazo a la bruma que lo rodeaba. Un paso más hacia lo desconocido. La esperanza, esa chispa diminuta en su pecho, era lo único que lo mantenía firme. En silencio, siguió a Eulalia, sabiendo que el camino hacia la escuela de entrenamiento era ahora inevitable.
Cuando llegó al lugar donde se reuniría con los otros, tres figuras se perfilaban entre la niebla, sus siluetas ocultas por las sombras del páramo. Leander, Cristóbal y Alfonso, tres hombres que, como él, no sabían lo que les aguardaba, pero cuyas miradas compartían una mezcla de tensión y desconfianza. No había necesidad de palabras. La bruma que los envolvía parecía entender más que cualquier conversación.
Juntos, avanzaron hacia lo que fuera que les aguardaba, sin mirar atrás, cada uno con sus propios miedos, pero también con la sensación de que algo los unía: la certeza de que, al final, solo los más fuertes podrían sobrevivir.
Al descender por la cordillera, la figura del poblado comenzó a aparecer entre las neblinas densas que se deslizaban como fantasmas en el aire. Su silueta borrosa emergía de las sombras, como un sueño que se disuelve a medida que uno se acerca. El pueblo de Colonia, envuelto en una especie de aura mística, parecía una ilusión, tan cercana como lejana, un espejismo atrapado en el horizonte.
—¿Lo ves? Hermoso, ¿verdad? —preguntó Leander, sus ojos iluminados por la vista, su rostro relajado, como si estuviera buscando consuelo en ese paisaje distante.
—No te hagas ilusiones —respondió Cristóbal con un tono áspero, su voz rasgada por un desdén que no ocultaba—. Solo vamos a las afueras del pueblo.
La mirada de Cristóbal, que antes había brillado con la esperanza de un futuro mejor, ahora se perdió en la distancia, opacada por la realidad de un destino que ya conocía demasiado bien.
—El curso de entrenamiento... dicen que es duro. —Alfonso, casi con desdén, soltó las palabras mientras ajustaba su mochila sobre los hombros, su voz impregnada de cansancio—. A mí no me interesa ningún curso. Solo quiero llegar al campo de batalla.
Su tono tenía algo de superioridad, como si ya estuviera más allá de las lecciones que otros necesitaban aprender. Su mirada fija en el horizonte parecía anticipar algo que solo él podía ver.
—¿Y qué nos van a enseñar en esa escuela, entonces? —preguntó Máximo, las palabras casi cayendo como una duda sin respuesta. La escuela le parecía un desperdicio, un obstáculo entre él y lo que realmente importaba.
—La mayoría de nosotros ya sabe usar un arma —Leander contestó con un encogimiento de hombros, sin molestarse en disimular su escepticismo—. ¿Qué pueden enseñarnos más?
Las palabras de Leander resonaban en los demás, un pensamiento compartido en silencio. La experiencia que habíamos acumulado, las horas de lucha, de supervivencia, parecían más valiosas que cualquier lección teórica. Cada paso por la cordillera les había dado más conocimiento que cualquier entrenamiento formal.
—Que seamos los más nuevos no significa que necesitemos esto. ¡Esos viejos nos tratan como si fuéramos reclutas! —Alfonso, más irritable que nunca, escupió las palabras con rabia. Su voz se elevaba, su frustración a punto de explotar, como si su orgullo fuera lo único que lo mantuviera entero.
El viento parecía alzarse en respuesta, susurrando entre los árboles, como si también él estuviera impaciente.
—Ya veremos qué nos tienen preparado. Ahora, mejor movámonos. Está lejos aún —interrumpió Cristóbal con firmeza, señalando el camino que seguían. Su tono era más calmado, pero su paso decidido no dejaba lugar a dudas sobre su control sobre la situación. El resto del grupo le siguió, la distancia entre ellos y el pueblo creciendo con cada paso, como una promesa de lo que vendría, aunque no sabían aún qué.
Bajaron con determinación, los pasos firmes resonando en el suelo rocoso. Al final del descenso, se detuvieron ante una gran casa, desmoronada por el paso del tiempo, su fachada envejecida como una piel arrugada que había visto demasiados inviernos. La puerta crujió al abrirse, y el aire estaba impregnado de humedad, de un abandono palpable. Cada rincón de esa casa parecía guardar secretos, las paredes desgastadas por años de historias no contadas, de sueños que se desvanecieron en la niebla.
—¡Acompáñenme por aquí! —Cristóbal se adelantó, guiándolos con una mirada que decía más que sus palabras. Era como si conociera ese lugar demasiado bien, como si cada piedra en el suelo susurrara su nombre.
Frente a ellos apareció Raphael, el comandante del entrenamiento. Su figura, erguida como un árbol viejo que había resistido mil tormentas, emitía una autoridad tan densa que parecía pesar en el aire. La mirada de Raphael era fría, incisiva, como si pudiera ver a través de sus pensamientos, como si pudiera romper las capas de desconfianza que los rodeaban.
—Aquí están los tres nuevos —dijo Cristóbal, señalando a los reclutas con un tono que intentaba sonar confiado, pero que delataba la inquietud de quien ya había estado allí antes.
Raphael observó a los tres con una mirada que los perforaba, un hombre de unos cincuenta y cinco años que había vivido más batallas de las que su rostro podía mostrar. Las arrugas en su rostro contaban historias que ningún libro podría relatar, y aunque su cuerpo era el de un hombre envejecido, sus ojos aún conservaban la fiereza de un joven guerrero.
—Está bien. Acomódense donde puedan, descansen un poco. Ya les diré qué hacer —su voz, firme y profunda, reverberó en las paredes, que absorbieron las palabras como si esperaran algo más de ese hombre que parecía entender las sombras de la guerra.
Los reclutas, sin una palabra más, se dispersaron. La tensión flotaba en el aire, densa como niebla. Cada uno de ellos cargaba con sus propios temores, sus dudas, y una ambición que palpitaba en el pecho, luchando por no ahogarse en el miedo. La casa, vacía y fría, era un reflejo perfecto del silencio que los envolvía.
Raphael, sin perder su compostura, dio un paso hacia la ventana, mirando al horizonte con una serenidad inquietante. Todos sabían que su reputación de ser implacable no era un simple rumor. Lo que pocos conocían era su otra cara, la que se ocultaba tras la capa de autoridad: una vida secreta, donde las sombras de las pasiones ocultas se entrelazaban con su disciplina feroz. Una joven amante, a la que nadie osaba mirar, y una crueldad que solo salía a la luz cuando alguien osaba acercarse a ella.
Leander, aún absorbiendo la tensión de la situación, no pudo evitar romper el silencio.
—¿Dónde vamos a dormir? —preguntó, la voz aún cargada de incomodidad, como si la simple idea de dormir en ese lugar lo perturbara más que el entrenamiento en sí.
Cristóbal, sin perder su calma, respondió con una certeza que solo la experiencia podía otorgar.
—Yo les recomendaría acampar en pareja —dijo, su tono directo, sin titubeos. La recomendación era más una advertencia que un consejo, como si estuviera anticipando las dificultades que vendrían.
—¿Acampar dentro de una casa vieja? —preguntó Máximo, su voz temblorosa entre la duda y la incredulidad. Miraba la estructura de la casa, la cual parecía ser más un refugio del pasado que un lugar adecuado para dormir. La idea de montar una tienda de campaña allí le parecía absurda.
—¿No sabes acampar, Máximo? —Leander alzó una ceja, como si fuera impensable no tener siquiera el conocimiento básico para algo tan simple.
—Bueno, por mi cuenta no —respondió Máximo, sin poder ocultar su vergüenza. No solo no sabía armar una "caleta", sino que también sentía la presión de no estar a la altura de las expectativas del grupo.
—Déjame enseñarte, no es tan complicado. Primero, mide el ángulo donde vas a colocar la estructura. Luego, si tienes barras largas, las pones en cada una de las esquinas que marcaste. Después, prepara el suelo. Puedes poner hierbas, hojas de helecho, algo que amortigüe el frío y el duro suelo. Y luego amarras la cintela a las barras que pusiste, dándole forma de choza. Así es como armamos una ‘caleta’ —Leander, con una voz que pretendía ser tranquila, describió el proceso. Pero sus palabras, aunque prácticas, carecían de la claridad necesaria, haciendo que Máximo se sintiera aún más perdido.
—Si tienes una hamaca, es más sencillo —añadió Cristóbal con desdén, cruzando los brazos mientras observaba la escena. Le disgustaba que algo tan básico causara tanto lío.
Tras varios intentos infructuosos, Máximo miró la tienda de campaña que había armado, una masa desarticulada de cuerdas y tela que no lograba sostenerse. Se sentó sobre el suelo, frustrado, incapaz de solucionar el enredo que había creado. La idea de armar una "carpa casa" resultaba mucho más difícil de lo que había imaginado.
En medio de la derrota, un grito rompió el silencio del campamento.
—¡Alinearse! —La voz de Raphael, grave y autoritaria, resonó en el aire. Todos se enderezaron al instante, el ambiente cambiando de inmediato con la presencia del comandante.
Raphael se plantó frente a ellos, su mirada fija y calculadora, mientras sus ojos evaluaban a cada uno de los reclutas. La seriedad en su rostro era inquebrantable, y su postura reflejaba la disciplina que esperaba imponer en sus hombres.
—Un cordial saludo a todos los nuevos participantes de esta temporada —comenzó con voz firme, su tono cortante como una hoja afilada. Las palabras llegaron al grupo como una orden tácita, imponiendo respeto.
—A partir de ahora, cuando yo o cualquier otro superior llame a patio, deben formarse inmediatamente en esta posición —continuó, haciendo una pausa para asegurarse de que comprendieran la gravedad de sus palabras—. Las reglas son claras: no hablen sin permiso mientras estén formados, no se muevan de sus posiciones sin autorización. Y quien llegue tarde, será castigado. ¿Entendido?
—¡Sí, señor! —respondieron al unísono, la firmeza de su voz marcando el inicio de su sometimiento a la disciplina.
Raphael, con una ligera inclinación de cabeza, siguió con su discurso:
—Este curso será sencillo, pero exigente. Aquellos que lo completen serán asignados a comandos o unidades de combate, dependiendo de su desempeño. ¿Está claro?
—¡Sí, señor! —la respuesta fue aún más fuerte, con una mezcla de esperanza y ansias que recorrió los cuerpos de los reclutas.
—Cuando les llame a ¡formar! o a ¡patio!, deben saber que es para entrenamiento o alguna instrucción específica. ¿Está claro?
—¡Sí, señor! —gritaron con más ímpetu, como si estuvieran ansiosos por la oportunidad de probarse a sí mismos.
—Ahora, retírense y esperen cualquier llamado que se les dé. ¡Escuadra, retírese! —con un último grito, Raphael ordenó la dispersión. Los reclutas, con el pecho más ligero, comenzaron a moverse, ya más conscientes de la etapa que se avecinaba, de los desafíos que les esperaban.