Todos los años, en otoño, un alma humana desaparece del internado. Este año, ella llegó para quedarse.
Annabelle Drayton es enviada a estudiar al Instituto St. Elric tras una tragedia familiar. Ubicado en una antigua abadía sobre un acantilado, rodeado de bosques y niebla perpetua, el lugar parece congelado en el tiempo.
Lo que no sabe es que algunos de los alumnos no envejecen. No respiran. No sueñan. Y cada uno de ellos guarda un pacto sellado hace siglos: nunca acercarse demasiado a los humanos.
Théodore Ravencourt, el más enigmático entre ellos, ha seguido esa regla por más de cien años. Hasta ahora.
Annabelle no es como las demás. Hay algo en su sangre, en sus sueños, en su presencia, que lo arrastra hacia la vida… y hacia el peligro.
Pero cuando ella comienza a desenterrar verdades prohibidas, descubre que ser amada por un inmortal no es un privilegio… sino una sentencia.
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🩸 Capítulo 5 — Ecos bajo la piel
Annabelle
Al principio, fue el frío.
No el de la piedra ni el del clima, sino otro más hondo. Uno que se arrastra entre los huesos y te susurra que aquí, lo vivo se dobla ante lo eterno. Lo sentí desde el primer paso tras las puertas de la Escuela Eterna. Y aunque no había viento, mi cabello se movía como si algo invisible pasara a mi lado.
Tal vez era el recuerdo de quienes estuvieron antes.
Tal vez era una advertencia.
La bienvenida fue silenciosa. Los pasillos altos, infinitos, olían a incienso apagado y papel antiguo. En cada esquina, un candelabro encendido parecía vigilar. Cada sombra parecía más larga de lo que debía. Cada estatua parecía recordar.
Y yo...
Yo me sentía como un error.
Me habían dicho que era especial, que había sido elegida. Pero no me dijeron que ser elegida era sinónimo de estar sola.
La sala estaba dispuesta en semicírculo. Los pupitres eran de roble tallado, y cada asiento parecía tener su propio dueño ancestral. Me asignaron el lugar más al fondo, como si el aula supiera que era nueva y no debía acercarse demasiado a la historia que la habitaba.
Théodore estaba sentado dos filas delante. No hablaba con nadie. Nadie se atrevía a hablarle. Sus hombros parecían hechos de mármol, rectos y pesados, como si cargaran un juramento antiguo.
Cuando levantó la vista y me miró por primera vez, sentí algo en el pecho. No fue atracción. Ni miedo. Fue... reconocimiento.
Como si mi cuerpo recordara algo que mi mente aún no sabía.
—Se dice que los pactos de sangre fueron sellados en una noche sin luna —explicó la mentora, una mujer de ojos grises y voz como vidrio—. Y que desde entonces, los Eternos no rompen promesas. Solo las postergan.
Apunté sus palabras con letra temblorosa. Pero lo que realmente me perturbaba era la sensación de que alguien me observaba, aún cuando nadie me miraba.
Al final de la clase, me detuve frente a una vitrina. Dentro, una pluma negra descansaba sobre un pedazo de pergamino. No había inscripción, pero sentí un hormigueo en los dedos al acercarme.
—No la toques —dijo alguien detrás de mí.
Giré, sorprendida. Era Théodore.
—¿Por qué?
—Porque aún recuerda. Y tú… ya tienes suficientes ecos en los tuyos.
No supe qué responder. Pero esa noche soñé con cuervos que hablaban y un lago cubierto de sangre.
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Cada año, los nuevos debían pasar por la Ceremonia del Velo.
Un acto simbólico, dijeron.
Un paso entre lo mundano y lo eterno.
Pero lo simbólico, en esta escuela, tenía sabor a juramento.
Nos hicieron vestir túnicas grises. Caminamos en silencio, uno por uno, a través de un largo pasillo donde las paredes susurraban nombres en idiomas que nunca había escuchado. Al llegar al final, nos colocaban una venda sobre los ojos y nos hacían beber unas gotas de vino oscuro.
—Ve con los ojos del alma —decía la mentora, mientras el líquido tocaba mi lengua.
En la oscuridad, vi una figura.
Cabello rojo, piel pálida, sonrisa triste.
Y en su pecho… un hueco. No una herida: un vacío.
Entonces, oí mi nombre.
No como lo dicen en clase.
Lo oí como si lo susurrara la piedra. Como si el eco lo hubiera dicho mil veces antes.
“Annabelle”, dijeron.
Y el eco respondió: Ella ha vuelto.
Desperté sobre una cama que no recordaba. En mi palma, un pétalo negro.
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Días después, la mentora me llamó a su despacho.
—Tienes una marca, Annabelle —dijo sin rodeos.
—¿Una marca?
—No todas se ven. Algunas se sienten. Tú traes un fragmento antiguo en ti.
Me mostró un espejo de obsidiana. Al mirarme, vi mi rostro, pero no solo el mío.
Detrás, fugaz como un reflejo de tormenta, una mujer idéntica a mí… lloraba.
Y luego, desaparecía.
—La sangre recuerda, incluso cuando el cuerpo olvida —susurró la mentora.
Quise preguntar, gritar, escapar. Pero solo pude asentir.
Antes de irme, ella añadió algo más:
—Théodore también carga un fragmento. De otro tipo. Uno que, si despierta… arrastrará lo que aún amas al abismo.
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Las noches se volvieron más densas.
Comenzaron los susurros detrás de las paredes, los pasos sin dueño, los libros que cambiaban de lugar. La biblioteca parecía moverse sola. Una vez, un volumen cayó desde lo alto sin que nadie lo tocara. Lo abrí al azar.
> “Toda historia mal enterrada florece en los huesos de los vivos.”
La frase estaba subrayada. Y junto a ella, una rosa seca.
No podía negar más lo que sentía: algo en mí recordaba.
No con palabras, sino con gestos.
Una forma de mirar el cielo. De escribir en los márgenes. De rozar la madera.
Todo era instinto… o herencia.
Y cada vez que veía a Théodore, ese instinto se agitaba.
Una noche, lo vi en el pasillo este, mirando por una de las ventanas.
—¿Tampoco puedes dormir? —pregunté.
Él no respondió al principio.
Luego dijo:
—Hay cosas que no duermen nunca. Tú lo sabes, ¿verdad?
Asentí. Y supe que hablábamos de lo mismo sin nombrarlo.
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En una clase sobre pactos antiguos, nos mostraron un relicario sellado.
Decían que contenía una palabra maldita. Una sola. Pronunciarla, según la leyenda, podía abrir la puerta del recuerdo eterno.
Mientras todos observaban con desinterés o miedo, yo sentí deseo.
Quería abrirlo. Leerlo. Saberlo.
Sentí que ahí estaba mi verdad.
Théodore lo notó.
Me detuvo con una mirada.
Y por primera vez, me habló con voz herida:
—Si lo abres, no habrá regreso.
—¿Qué perdería? —pregunté.
—La parte de ti que aún es solo tuya.
Pero ya no sabía qué parte era solo mía.
Ya no sabía qué parte me pertenecía y cuál era de ella, la que lloraba en el espejo.
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La cicatriz apareció una mañana.
Una línea delgada en mi muñeca izquierda.
No era dolorosa. No estaba roja.
Pero era… real.
Y no recordaba haberme herido.
Intenté ocultarla, pero Théodore la vio. Me tomó de la mano con cuidado.
—¿Recuerdas? —susurró.
—¿El qué?
—El lago.
—¿Cuál lago?
—El de la promesa.
Y fue entonces cuando vi un reflejo en sus ojos. Una imagen, como un recuerdo compartido. Yo, de rojo. Él, de negro. Un beso sobre un lago quieto. Y el juramento:
> “Si mueres, te seguiré. Si olvidas, te buscaré. Si renaces… te amaré otra vez.”
Cerré los ojos. Y por un instante, creí que lloraba con los ojos de alguien más.
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Esa noche, bajé sola a los jardines antiguos.
Había escuchado que bajo la fuente rota había lápidas sin nombre.
Y no sabía por qué, pero sentía que uno de esos nombres me pertenecía.
Escarbé con las manos hasta encontrar la piedra.
Y allí, entre raíces y tierra húmeda, leí:
> Élise D’Aure — 1793
"Ella juró volver antes del final."
No grité.
No lloré.
Solo sentí cómo el aire se volvía más espeso.
Detrás de mí, sin necesidad de mirar, supe que Théodore estaba allí.
Y que por primera vez, los dos recordábamos lo mismo.