Una historia de amor paranormal entre dos licántropos, cuyo vínculo despierta al encontrase en el camino. el llamado de sus destinados es inevitable.
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El Susurro del Bosque
La bruma descendía como un susurro sobre los árboles cuando Aelis bajó del autobús. La tarde se había alargado con clases y deberes, y ahora el bosque que bordeaba el camino de regreso a casa se sentía más espeso, más oscuro que nunca.
El crujido de una rama la hizo girar de golpe.
—¿Hola...? —susurró, aunque sabía que nadie debía estar allí.
No recibió respuesta.
El silencio era demasiado absoluto. Como si el propio bosque contuviera el aliento. Apretó el paso. La sensación de ser observada se hizo tan densa que podía sentirla en la nuca. Y entonces, desde la neblina, emergió una sombra.
No era humana. Ni tampoco un animal conocido. Sus ojos rojos brillaban con un fulgor antinatural, y su forma oscilaba, entre sólida y brumosa, como si no perteneciera del todo a este mundo.
Aelis retrocedió, pero sus pies parecían pegados al suelo. El terror le cerraba la garganta.
La criatura se deslizó hacia ella, lenta, acechante.
Un rugido feroz rompió el silencio como una explosión.
Desde los árboles emergió una figura colosal: un lobo enorme, de pelaje gris oscuro y ojos dorados que centelleaban con furia. Se lanzó sobre la sombra sin dudarlo. La criatura chilló, un sonido antinatural y gélido, intentando zafarse, pero el lobo era más rápido, más fuerte. Lo obligó a retroceder entre gruñidos y garras.
En cuestión de segundos, el bosque volvió a quedar en silencio. La sombra se desvaneció como humo. El lobo se giró entonces hacia Aelis.
Sus miradas se cruzaron.
Una chispa invisible, pero poderosa, saltó entre ellos. Ella sintió algo más que miedo… era reconocimiento. No sabía de qué. No sabía por qué. Pero lo supo.
El lobo la observó un instante más antes de desaparecer entre la niebla, como si nunca hubiese estado allí.
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Horas después, alguien golpeó la puerta del pequeño apartamento donde vivían.
La madre de Aelis, aún con el uniforme de enfermera, abrió con expresión sorprendida al encontrar al Alfa de la manada frente a ella.
—¿Alfa? ¿Ocurrió algo?
—Necesitamos hablar —dijo él sin rodeos—. Es sobre tu hija.
Ella frunció el ceño y lo hizo pasar.
—¿Qué pasó?
—Hoy fue atacada —explicó él, mientras sus ojos recorrían el espacio con tensión—. Una criatura. No era un lobo ni nada que hayamos visto antes. Algo... diferente. Oscuro. Y fue directo a ella.
La mujer se llevó una mano al pecho.
—¿Está bien?
—Sí. La defendí —respondió él, sin dar detalles de su forma—. Pero esto no fue un ataque aleatorio.
Ella se quedó en silencio. Algo en su rostro cambió.
—Hace unos días... noté algo en ella. Pequeños cambios. Y he sentido que alguien nos observaba, como si algo se hubiera activado desde que volvimos.
Eirik asintió con gravedad.
—No es casualidad. He mandado a mi beta a investigar. Todo indica que la desaparición de tu esposo no fue un accidente. Él se sacrificó para protegerlas.
La mujer apretó los labios. Sabía que Eirik tenía razón. Había secretos que nunca le contó a Aelis.
—Y ahora que han regresado —continuó el alfa—, las cosas se están moviendo. Lo que sea que esté detrás de esto… sabe que Aelis es especial. Debe despertar pronto.
—¿Qué propones?
—Hay un puesto disponible en el centro de salud del territorio —explicó Eirik—. Es una zona protegida. Si aceptás, podrías trabajar como enfermera allí. Y tu y Aelis vivirían en una residencia segura… dentro del dominio de la manada.
—¿En la casa principal?
—Sí —dijo con firmeza—. Bajo mi protección directa.
La mujer dudó. El silencio entre ambos era espeso, lleno de cosas no dichas.
—¿Por qué tanta preocupación por nosotras?
Eirik sostuvo su mirada.
—Porque ya no se trata solo de ustedes. Esto... esto puede ser el comienzo de algo mayor. No quiero que Aelis pase por lo que pasaron otros antes de ella. Quiero estar ahí cuando despierte. Quiero protegerla.
Sus palabras no eran solo las de un líder. Había una intensidad en su voz que hizo que la madre de Aelis desviara la mirada, incómoda ante lo que intuía.
—Lo hablaré con ella —dijo al fin.
—No hay tiempo que perder —advirtió Eirik, con la mirada encendida—. Esta noche fue una advertencia. La próxima, no tendré la oportunidad de llegar a tiempo.
Y con eso, se marchó.
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En su habitación, Aelis no podía dejar de pensar en los ojos dorados del lobo.
No sabía quién era.
Pero sabía que volvería a verlo.
Y en lo más profundo de su pecho, algo rugía… como si su sangre lo reconociera.