Un deseo por lo prohibido
Viviendo en un matrimonio lleno de maltratos y abusos, donde su esposo dilapidó la fortuna familia, llevándolos a una crisis muy grave, no tuvo de otra más que hacerse cargo de la familia hasta el extremo de pedírsele lo imposible.
Teniendo que buscar la manera de ayudar a su esposo, un contrato de sumisión puede ser su salvación. En el cual, a cambio de sus "servicios", donde debía de entregársele por completo, deberá hacer algo que su moral y ética le prohíben, todo para conseguir el dinero que tanto necesita...
¿Será que ese contrato es su perdición?
¿O le dará la libertad que tanto ha anhelado?
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Capitulo 5
Dos después
Noah había gastado más de la mitad del dinero de la operación. Muriel, al revisar el estado de cuenta, quedó atónita. Ella había rogado por ese préstamo, y el imbécil de su esposo, aun sabiendo que era para su beneficio, lo había malgastado.
Ella no le reclamó, solo se dejó caer en el sofá. Lo miró, y sus ojos se cristalizaron. Si no fuera religiosa lo mandaría al demonio. “Perdón, señor, por mis intrusos pensamientos”.— se reprochó y volvió con sus lamentos.
— ¿Te pasa algo, Muriel?— preguntó Noah.
Cínico, ¿cómo se atreve a preguntar que le sucede? Pero ella, sin aceptar la cruda realidad, contestó con simpleza. — Sola estoy cansada.
La señora Beatriz, se presentó junto a ellos, le acarició el cabello negro a su amado hijo, y se acomodó. — Muriel, ¿a qué hora vas a preparar la cena?— preguntó
Muriel estaba verdaderamente cansada, y siendo justos, la señora por lo menos debería ayudarla en la cocina. Pero eso era algo imposible, se levantó, y se dirigió a hacer la cena.
Al día siguiente, Muriel y sus amigas, estaban en sus lugares de trabajo. Había pocos clientes, por esa razón, podían hablar cómodamente. Se abrió el ascensor, y todas mirando a esa dirección.
— ¡Dios! Es tan guapo.— exclamó Carlota, con ojos mimados.
— Su esposa es tan afortunada, tiene al un hombre perfecto a su lado. Qué más puede pedir. Él es hermoso, educado, amable, y millonario.— comentó Sofía, igual de embobada.
Muriel las observó. Realmente, ¿sus amigas podían ser tan liberal en cuánto a sus pensamientos?
— Bajen la voz, las vas a escuchar.— les dijo sin prestar atención a ese hombre.
Yeikol se acercó, las saludó, y siguió su camino sin detenerse a mirar más de lo adecuado.
Muriel miró al señor Yeikol, sus amigas tenían razón, era muy guapo, pero la codicia es pecado, y ese hombre era casado.
— No deberían referirse a él de ese modo. Es su jefe, y un hombre casado.— le reprochó Muriel, a sus amigas.
Las mujeres la miraron boquiabiertas, no podían entender la manera de ver la vida que tenía Muriel. Simplemente, ella no tenía pasiones, deseos carnales, ni decía nada indecoroso. Parecía que vivía en otra época.
Al señor Pedro le sorprendió la visita del dueño del Banco. Ya que se había presentado dos veces en la misma semana. Fue a la oficina del jefe. Se preguntaba si pasaba algo fuera de lo normal. No encontraba las palabras exactas para preguntar, hasta que se armó de valor.— ¿Se le ofrece algo, señor?
— ¿Acaso no puedo venir a esta sucursal, Pedro?
— Perdón, señor.
— No se preocupe, no pasa nada. El señor quería descansar del bullicio de la sede central.— explicó Alfred. Y en realidad, deseaba que esa fuera la razón por la cual estaban en ese lugar.
Yeikol no había leído la información de la señora Brown. Por obvias razones, quería estar seguro de que valía la pena leer ese contenido. No le gustaba perder el tiempo.
En baño de caballero, se podía escuchar una plática nada apropiada de un hombre. Pero en uno de los cubículos, había alguien interesado en el tema, y prefirió permanecer en silencio. A sabiendas de que no era ético escuchar detrás de la pared. Hablaron de Muriel, de su belleza particular, del imbécil de su esposo, y del dinero que él perdió la noche anterior en un casino. Se refirieron a ella como a cenicienta, pero sin esperanza de que un príncipe encuentre su zapatilla.
Yeikol salió del cubículo aparentemente relajado. Se lavó las manos, y miró a los dos hombres. No mostró ninguna expresión, ya que sus ojos reflejaban su enojo.
— Señor, Richardson, no sabía de su presencia.— dijo el jefe de finanzas, nervioso por el intimidante hombre.
— Señor, Richardson, ¿Cómo estás?— saludó el otro empleado, cabizbajo.
Yeikol secó sus manos, y les dijo; — Hablar de las mujeres, no es de hombre. — dijo eso y salió inmediatamente.
Por alguna razón, esa conversación lo incitó a leer la información de la señora Brown. Qué tan ciertas eran esas palabras que escuchó. Entró a su oficina y le pidió a Alfred, que le entregara la carpeta del maletín.
Alfred, mientras le tendía la mano con dicho documento, le preguntó; — ¿Qué pasó?
— Nada.— respondió y procedió a leer. Toda la información de Muriel estaba en esos papeles. Pero, en realidad, no había mucho que saber. Creció en un orfanato, era muy religiosa, se casó, y su primer trabajo era en el banco. Su esposo fue un hombre adinerado, hasta que lo perdió todo en los casinos. Ahora estaba postrado en una silla de ruedas. En fin, entre algunos datos irrelevantes.
Yeikol respiró profundamente, ella era una buena candidata para ser su sumisa. Ciertamente, sabía que no era como comprar un coche, o adquirir un yate, esto iba más allá de una adquisición lujosa.
Él llamó a Pedro, quería saber si ella había pedido más dinero prestado. Pero lo hizo con disimulo, incluyendo otros temas.
— Pedro, ¿se resolvieron los problemas con los empleados?
— Por el momento sí, señor.
— ¿La señora Brown volvió a pedir más préstamo?— indagó Yeikol
A lo que el empleado respondió.— Todavía no, pero es cuestión de tiempo.— dijo Pedro.
— ¿Por qué lo dices? — preguntó Alfred. Yeikol, únicamente escuchó su respuesta.
— Escuché a los empleados comentar que su esposo se gastó el dinero en el casino.
Tal vez esa era la oportunidad que necesitaba Yeikol.— Bien, cuando ella vuelva a solicitar más dinero, mándala conmigo. Pedro, para que no te sorprendas, voy a trabajar desde aquí por unos días.— dijo el jefe.
— Como ordenes, señor.— dijo Pedro y se retiró.
La sucursal del banco, contaba con una cafetería para los empleados. Todos se reunían a la hora del almuerzo, para disfrutar de sus alimentos. Yeikol, parado frente al ventanal de su oficina, con las manos en los bolsillos de su pantalón, y los ojos entrecerrados. Podía observar a todos los empleados en dicho lugar. Pero una mesa en particular, le llamó la atención. Había tres mujeres almorzando, aparentemente feliz. Entre ellas, se encontraba Muriel.