En un mundo donde la posición del ser humano en el planeta se ve amenazada por intrusos desconocidos que intentan ocupar su lugar, este diario que acabas de encontrar contiene en el las voces de aquellos que no quieren quedar en el olvido
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10/04/2026
Cinco días sin escribir.
No es que no hayan pasado cosas.
Es que no sé cómo ponerlas en palabras.
Durante este tiempo he sentido que mi cabeza es una botella agitándose con fuerza, acumulando presión, esperando estallar. No hay nadie con quien hablar, nadie a quien contarle lo que he visto, lo que he sentido, lo que he perdido. Por eso escribo aquí. Para no olvidar. Para no rendirme. Para no romperme.
Estos cinco días han sido una mezcla de rutina y delirio. Cada mañana me levanto, reviso los alrededores, busco comida, agua, algo útil. Y cada noche regreso al refugio, con la esperanza de estar un poco más cerca de encontrarla. Pero cada día parece más igual al anterior, como si estuviera atrapado en una pesadilla repetitiva de la que no puedo despertar.
Ayer me crucé con un perro.
Flaco, con el pelaje manchado de barro seco y sangre ajena. Me miró a los ojos y no hizo nada. Solo se quedó ahí, observándome, como si supiera que yo tampoco tenía fuerzas para correr, para gritar, para asustarlo. Le lancé un poco de pan duro. No se movió. Esperó que me alejara y entonces lo olfateó, dudó… y se lo llevó.
Me sentí menos solo por unos segundos.
Pero esa sensación se esfumó en cuanto se perdió entre los escombros.
La ciudad parece más muerta que nunca. No sé si es porque me estoy acostumbrando o si realmente todo está cayendo aún más. A veces tengo la impresión de que lo que queda está colapsando en cámara lenta: las paredes de los edificios se vencen como si estuvieran agotadas, los autos oxidados se funden con el asfalto como si la tierra misma se los tragara.
He encontrado señales de vida.
No personas, pero sí rastros: un saco reciente sobre una silla, una vela recién apagada, una taza con café a medio terminar.
Eso me asusta más que encontrar cadáveres.
Porque significa que hay otros… ahí afuera.
Y no todos buscan lo mismo que yo.
Hoy, mientras exploraba una tienda abandonada, escuché pasos.
Reales.
No mi imaginación.
Me escondí detrás de una estantería rota y esperé. Mi respiración era tan fuerte que pensé que me delataría.
Pasaron dos figuras. Altas. Cubiertas de ropa negra, con mochilas y machetes colgando del cinturón. No hablaban. Ni una palabra.
Cuando se alejaron, mi cuerpo por fin soltó el aire que había estado conteniendo.
No sé si eran saqueadores, sobrevivientes… o algo peor.
Desde ese momento me cuesta cerrar los ojos.
Cada crujido en la noche me hace pensar que regresaron.
Cada sombra en la pared parece tener forma humana.
Y cada sonido que no proviene de mí se convierte en una amenaza.
He empezado a hablarle a Madison en voz alta.
Aquí, en la cabaña.
A veces le cuento lo que hice en el día. O le pregunto qué haría ella en mi lugar. O simplemente le digo que la extraño.
No me responde, por supuesto. Pero me hace sentir que aún hay un vínculo, aunque sea imaginario.
Hoy revisé otra lista de lugares donde podría estar.
Taché dos.
Quedan catorce.
Pero sé que, en el fondo, también estoy tachando esperanzas.
Es difícil seguir cuando cada día parece alejarme más de ella.
Pero algo en mí se niega a aceptar que todo terminó.
Algo me dice que aún puedo encontrarla.
Que aún puedo salvarla… o al menos saber la verdad.
Y si no lo logro, al menos este diario será la prueba de que nunca dejé de buscar.