Abril es obligada a casarse con León Andrade, el hombre al que su difunto padre le debía una suma imposible. Lo que ella no sabe es que su matrimonio es la llave de un fideicomiso millonario… y también de un secreto que León ha protegido durante años.
Entre choques, sarcasmos y una química peligrosa, lo que empezó como una obligación se convierte en algo que ninguno puede controlar.
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Capitulo 24
León
Entramos a mi oficina. Cerré la puerta con la calma irritante que siempre ha sido mi arma secreta contra Mateo. Me senté mientras él seguía de pie, pateando el suelo como toro inquieto.
—Eres un grosero —arrancó—. ¿Cómo se te ocurre tratar así a Carmila?
—No pienso tratarla de otra manera —respondí con ese tono plano, casi pedagógico que siempre lo enloquecía—. Además, la mujer se llama Carmila. ¿Qué querías que hiciera? ¿Lanzarle flores? ¿Acaso no leíste la novela de Sheridan Le Fanu? En cualquier versión que busques, Carmilla siempre termina chupándole la vida a alguien.
Mateo apretó los dientes.
—¡Respeta! —gruñó—. ¿O es que todavía quieres a mi novia?
Lo miré con toda la paciencia del mundo.
—¿Yo? ¿Querer una hiena como novia? No, gracias. Ya tengo suficiente trabajo manteniendo vivos a mis toros salvajes, no necesito agregar una más a la colección.
Mateo abrió los ojos como si le hubiera escupido la verdad más dolorosa del universo.
—Ese es tu problema —escupió—. Esa soberbia tuya, ese orgullo… esa amargura constante. Tú y tu arrogancia…
Solté una risa seca.
—Te recuerdo que ese “orgullo y arrogancia” que tanto te molestan… son precisamente las razones por las que tienes el estilo de vida que ahora presumes. Y, por cierto, no te voy a comprar ni una Sola res.
—¿Por qué? —se indignó—. ¿Por Carmila? ¡Dilo de una vez!
—No, Mateo —dije, levantando el folder de estados financieros que estaba revisando antes de mi pelea matutina con Abril—. Es porque tu ganado tiene aftosa.
La cara se le desfiguró. Literalmente. Casi pude ver cómo se le fracturaba el alma.
—Eso no es contagioso para humanos —dijo de inmediato, como quien repite algo que le dijo un vendedor de humo.
—Y a mí qué demonios me importa eso —repliqué—. Es el riesgo reputacional. R-E-P-U-T-A-C-I-O-N. Esa palabra que te repito desde que tenías 16 años y creías que vender vacas era como vender stickers de Pokémon.
Se quedó callado. Y cuando Mateo se queda callado… es porque La verdad le está estrangulando el ego.
Entonces me entró el peor presentimiento.
—¿Cuánto dinero le debes a Germán Barreneche? —pregunté.
—Quinientos mil dólares —soltó.
Cerré los ojos un segundo.
—¿Y por eso te estás casando con la hiena?
—También la quiero —intentó.
Solté una carcajada digna de un villano de telenovela.
—Tú no eres fiel ni a tu shampoo, Mateo. ¿Quieres que crea que amas a esa mujer? Dime una mejor. Algo más creíble. Como… no sé… que amas madrugar.
—Necesitaba el dinero para las vacunas —balbuceó—. Pero fue tarde.
—Y ahora tienes dos problemas —le dije—. Un ganado infectado y un compromiso con una mujer que trae más desgracias que una maldición gitana. Sacrifica ese ganado o paga un veterinario decente.
—¿Me ayudas con la boda? —dijo, como si no me hubiera escuchado.
—Mateo —dije despacio— no estás en posición de pedirme nada. Y jamás pagaría tu boda. Y tampoco pienso ir.
Se quedó helado. Y entonces soltó la bomba:
—Pues no te necesito más como mi tutor. Estás despedido —dijo inflando el pecho—. ¡Sí! Te echo por mandón. Por meterte en todo. Por creer que puedes decidir sobre mis cosas.
Lo miré fijamente. Ni respiré.
—¿Me despediste… de tu finca? —pregunté, casi divertido.
—Sí —insistió—. Ya no quiero que digas cómo invertir, ni como escoger. Ya no quiero que me digas qué hacer.
—Perfecto —respondí—. Entonces también deja de usar mis camiones, mis veterinarios, mis proveedores, mis créditos de alimentación, mis pasturas cruzadas, mi personal técnico y mi sistema de riego. Y ya que estamos… deja de usar también mi nombre para que te respeten.
La cara se le desencajó.
—Eso no es justo —susurró.
—La vida no es justa, Mateo —respondí—. Pero aprende esto hoy: tú no me despediste. Tú renunciaste al único salvavidas que tenías.
A él se le aguaron los ojos, presionó los labios y murmuró:
—Lo hago porque quiero tener control de mi vida.
—Pues empieza por dejar de endeudarte con criminales —respondí—. Control no es jugar al adulto. Control es asumir consecuencias.
La discusión siguió hasta la noche. Gritos, reproches, culpas viejas, heridas nunca cerradas. Al final Mateo subió y se encerró en el cuarto que ahora era de Abril.
Yo me quedé en silencio, masajeándome las sienes.
Lo peor no era su estupidez.
Ni su deuda.
Ni su compromiso con una mujer que trae desgracias como si fueran regalos navideños.
Lo peor era la certeza:
Mateo estaba metido hasta el cuello con Germán.
Y eso significaba que yo tenía que revisar cada negocio que alguna vez hicimos juntos.
No iba a permitir que el dinero sucio de Barreneche tocara lo mío.
Ni mi empresa.
Ni mi nombre.
Ni el de Abril.
Jamás.
Mateo Andrade, 24 años
Carmila Barreneche, 36 años