Un hombre que a puño de espada y poderes mágicos lo había conseguido todo. Pero al llegar a la capital de Valtoria, una propuesta de matrimonio cambiará su vida para siempre.
El destino los pondrá a prueba revelando cuánto están dispuestos a perder y soportar para ganar aquella lucha interna de su alma gemela.
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capitulo 24
Al día siguiente, un majestuoso banquete llenó el salón con aromas y murmullos. Los enormes hombres marcados por el sudor del entrenamiento devoraban sus alimentos, sus jarrones chocan en un brindis efervescente, y las voces se entrelazaban en un río de charlas incesantes. En la punta de la mesa, Riven permanecía inquieto, el ceño fruncido y el alma agitada por la ausencia de Aria. Las palabras que ella pronunciara resonaban en su mente, un eco amargo que encendía una ira silenciosa. —Soy un tonto —murmuró para sí, apretando los puños—, ¿cómo pude creer que vendría?
Se levantó con brusquedad, dejando su plato intacto, el apetito perdido en un mar de dudas. Pero justo cuando sus pasos buscaban escapar, la puerta se entreabrió y una pequeña y frágil sombra negra apareció en el umbral. Aria cerró la puerta con cuidado, como si el momento fuese un delicado cristal que no podría romperse. Intentó moverse con la cautela de una brisa esquiva, pero el bullicio cesó al instante, y todas las miradas se clavaron en ella.
En ese instante, agradeció ocultar su rostro, pues las mejillas le ardían, prendidas en fuego vivo por los nervios.
Aria avanzó entre las largas mesas de roble oscuro, sus pasos resonaban suavemente sobre el mármol como ecos de un recuerdo que se rehúsa a desvanecerse. El gran salón, bañado por la luz tibia de los ventanales, parecía contener el aliento. Al fondo, Riven la observaba, ya sin el fuego en los ojos que horas antes amenazaba con consumirlo. Ahora, su mirada era un remanso, un lago sereno tras la tormenta.
—Estás aquí —susurró él, con una voz empapada de alivio, como si sus palabras fueran un ancla que por fin tocaba fondo.
—Perdón por la demora —dijo Aria mientras tomaba asiento, dejando que su cuerpo descansara, pero no aún su alma.
El silencio se adueñó del espacio, un silencio espeso, casi solemne. Hacía ya más de una semana que habían llegado al palacio, y sin embargo, era esta la primera vez que lograba almorzar con él.
—Deben pensar que soy una malagradecida — se dibo.asi misma, con un suspiro que parecía llevarse un poco del peso que cargaba en el pecho, como hojas llevadas por el viento.
Aria asiente con un leve gesto. Toma los cubiertos con delicadeza, pero sus manos tiemblan apenas: en el templo tenía prohibido usar cualquier objeto que pudiera herir, incluso los más inofensivos. Corta un trozo diminuto, casi simbólico, y se lo lleva a la boca con movimientos suaves, cuidadosos, como si cada gesto aún llevara la carga de una antigua disciplina.
El velo, esta vez, cubre únicamente su rostro. Riven la observa en silencio, fascinado por la fragilidad elegante de sus actos. Entonces ocurre: Aria levanta apenas el velo para beber un sorbo de agua, y por un instante fugaz, se revelan sus mejillas tersas, la piel tan blanca como la luna, y unos labios carnosos, rojos, como una fresa madura bajo el sol de verano.
Un estremecimiento recorre a Riven. Hay algo profundamente inquietante en esa visión: se siente como un niño frente a un dulce aún envuelto, atrapado en la ansiedad y el deseo de descubrir su interior, de saborear el secreto que esconde. No es lujuria lo que lo embarga, sino un anhelo puro, casi inocente, de acercarse a aquello que parece sagrado.