NovelToon NovelToon
“La Cristiana Del Harén”

“La Cristiana Del Harén”

Status: En proceso
Genre:Casarse por embarazo / Traiciones y engaños / Esclava / Sirvienta / Amor-odio
Popularitas:647
Nilai: 5
nombre de autor: Luisa Manotasflorez

En los últimos estertores del Reino Nazarí de Granada, cuando el esplendor andalusí comenzaba a desvanecerse ante el avance implacable de los Reyes Católicos, se tejió una historia olvidada por el tiempo, pero viva en las piedras de la Alhambra.

Isabel de Solís, hija de un noble castellano, nunca imaginó que la guerra la arrebataría de su hogar para convertirla en prisionera en el corazón del mundo musulmán. Secuestrada por soldados nazaríes y llevada a la Alhambra, se convirtió en esclava de una princesa que la humillaba y despreciaba por su origen cristiano. Vista como una extranjera, una infiel y una mujer sin valor, Isabel vivió sus días bajo la sombra del miedo, cubierta por velos que no solo ocultaban su rostro, sino también su libertad.

Pero todo cambió el día en que los ojos del sultán Muley Hacén se posaron sobre ella.

Conocido por su poder, su temperamento y su lucha contra los cristianos, Muley Hacén vio en Isabel algo más que una cautiva. La belleza de la joven,

NovelToon tiene autorización de Luisa Manotasflorez para publicar esa obra, el contenido del mismo representa el punto de vista del autor, y no el de NovelToon.

Capitulo 21

Después de todo… ahí estaba yo.

Sentada en el borde de mi lecho, con la ropa empapada en sangre y lágrimas, con el corazón hecho trizas y el alma colgando de un hilo. Mis manos temblaban y no podía dejar de mirar el sitio donde todo se había derrumbado… donde la vida me volvió a arrebatar lo que más amaba.

Estaba llorando, sin fuerzas, sin voz. Solo mi llanto y la noche… hasta que unos golpes suaves en la puerta me sacaron del trance.

—Mi señora… por favor, abra. —Eran los guardias leales. Los mismos que mi esposo confió en vida.

Entraron con cautela. Uno de ellos se acercó y me miró con compasión sincera. Bajó la mirada y me dijo:

—Nos duele verla así, mi sultana. Herida… traicionada. Su difunto señor no soportaría verla de esta forma. No queremos que su dolor se convierta en tumba. Debe partir.

—¿Partir? —musité—. ¿A dónde iré si toda mi vida ha sido aquí? Si todo lo que soy está entre estos muros…

—Zagal y Aixa no la dejarán vivir. No si sigue aquí. Han ordenado revisar sus aposentos. Están buscando pretextos. Maldicen su nombre. Debe irse. Ahora.

Me puse de pie, tambaleándome. Sentí como si una espada invisible me atravesara el pecho. Pero debía hacerlo. Por mis hijos.

Me llevaron hasta mi baúl antiguo, ese que conservaba desde los días en que aún me llamaba Isabel. Entre sedas dobladas y mantos de ceremonia, empezamos a buscar las joyas. No solo las mías… también las de Aixa, las que las concubinas habían escondido entre mis ropas. Y las de mis hijos, los collares de azabache que el sultán les había dado, los brazaletes de oro con inscripciones en árabe y en latín. Todo lo que podía protegernos… o comprarnos silencio y seguridad más adelante.

Mientras buscaba, sentí la mano de una de mis damas de compañía sobre mi espalda.

—Mi señora… ya es hora.

Entonces fui a sus habitaciones. Ahí estaban mis hijos, dormidos, ajenos al abismo que se abría bajo nuestros pies. Me arrodillé junto a sus camitas, los besé uno por uno en la frente, acaricié sus rizos y sus mejillas.

Mi voz apenas salía, pero aún así les hablé:

—Mis amores… mamá necesita que se levanten. Tenemos que irnos. Vamos a ver al abuelo… vamos a ir a un lugar seguro, donde puedan reír, jugar, vivir.

Uno de ellos abrió los ojos y me miró sin entender. Me abrazó fuerte y susurró:

—¿Nos vamos todos?

—Sí, mi vida. Todos. Mamá no los dejará jamás.

Llamé a la nodriza. Tomó en brazos al más pequeño. Las demás damas tomaron mantas, leche caliente, pergaminos sagrados. Salimos en silencio por una de las puertas traseras, mientras los corredores estaban oscuros. Afuera, el cielo estaba cubierto, como si también llorara mi partida.

Antes de cruzar el umbral, miré hacia atrás. Miré el palacio, las columnas, las fuentes, los tapices. Miré todo lo que alguna vez me hizo reina.

Y lo dejé.

Porque si me quedaba… Aixa me mataría. O lo haría Zagal. Y no sólo a mí. A mis hijos también.

Mientras subíamos al carruaje encapotado, les dije a mis hijos:

—Nunca olviden quiénes son. Nunca olviden que su madre los ama… y que todo esto lo hice por ustedes.

Y en silencio, en la oscuridad de la madrugada, partimos. Sin despedida, sin justicia, sin corona.

Solo con fe.

Fe en que algún día, volvería a pisar esos pasillos… no como reina. Sino como madre que protegió hasta el último suspiro a los que más amaba.

 

"Regreso a mi nombre, regreso a mi tierra"

Antes de marcharnos de Granada, reuní a mis damas. Mis fieles. Mis hermanas en la sombra.

—Vengan conmigo —les dije—. No solo porque las quiero cerca, sino porque si se quedan, Aixa las mandará matar. Zagal también. No les perdonarán haberme protegido, haberme ayudado a huir.

Ellas, sin dudar, empacaron sus cosas en silencio. Miraban con lágrimas contenidas, pero sin quejarse. Habían jurado lealtad no solo a una reina, sino a una mujer. A mí.

El carruaje estaba listo, encapuchado, silencioso como un féretro de terciopelo. Me subí en él con mis hijos. Uno en cada mano. El mayor me apretaba los dedos con fuerza, el más pequeño dormía aún, con la carita apoyada en mi regazo.

Desde la ventanilla del carruaje miré por última vez la silueta de Granada. Vi las torres, los cipreses, los muros que fueron amor, luego prisión, y luego tumba. Ese castillo… ahí nacieron mis dos hijas. Ahí también murieron.

Mi pecho se cerró. Mis ojos ardían.

Lloré. Pero no hice ruido. Nunca lo hice. No delante del mundo.

La noche me envolvió, y el traqueteo del carruaje me arrulló. Dormí, por primera vez en días. Dormí soñando con sus manitas, con sus risas, con la sangre que las traicionó.

Cuando desperté, ya veíamos los bordes de Sevilla. Las campanas sonaban a lo lejos. El aire era diferente. Más seco. Más libre. Más cristiano.

Nos detuvimos ante los muros del alcázar. Mis damas me ayudaron a bajar. Me puse el vestido blanco, ese que me cubría por completo, como un velo de pureza. Me cubrí el cabello con una mantilla clara. Ya no era Zoraida.

Volvía a ser Isabel Solís.

Con mis hijos a cada lado, caminé hasta los guardias reales. Uno de ellos levantó la mano, alertado. Pero yo hablé con claridad:

—Díganle a la reina que Isabel Solís está aquí. La cristiana del harén de Granada… ha vuelto.

Los hombres se miraron entre sí. Dudaron. Pero algo en mi voz… algo en mi rostro, los hizo obedecer.

Nos hicieron esperar. Mis hijos jugaban con las piedras del suelo del pasillo real. Las damas se sentaron, agotadas. Y yo… yo me quedé de pie. Erguida. Silenciosa. Como estatua de mármol templado por la historia.

Al rato, un chambelán se acercó:

—Mi señora… la reina Isabel desea recibirla. Sola.

—No —respondí con voz firme—. Iré con mis hijos. Son mi pasado, mi presente… y mi escudo.

El chambelán dudó un instante. Y luego asintió.

Entramos.

Atravesamos los altos pasillos dorados del Alcázar. Mis hijos miraban asombrados los tapices, los candelabros, los techos de madera tallada, la luz que entraba por los vitrales como si el cielo hablara.

Allí, al fondo, vestida de púrpura y oro, sentada en su trono con dignidad, estaba ella.

La reina Isabel de Castilla.

Nos miramos.

Una reina… y otra.

Unidas por el pasado, separadas por todo lo demás.

Pero yo no bajé la mirada.

Y su rostro… no mostró desprecio. Mostró algo más cercano a la curiosidad… ¿compasión?

Di un paso al frente. Sostuve a mis hijos con fuerza.

Y hablé.

—He vuelto. No como súbdita, no como sierva… sino como madre.

Y ahí comenzó una nueva historia.

Una historia en tierra cristiana, con cicatrices musulmanas… pero con alma de madre.

“Delante de la reina”

Entré al gran salón de palacio con mis hijos tomándome de las manos. Mis damas, cubiertas con velos blancos, caminaban detrás. Estaba temblando, pero no por miedo. Era rabia, era cansancio, era la necesidad de ser escuchada.

Me anunciaron como “Isabel Solís, conocida en tierras de Granada como Zoraida”. El nombre cristiano retumbó en mis oídos como un eco antiguo que ya no me pertenecía.

Y ahí estaba ella.

La reina Isabel.

Sentada en su trono de Castilla, tan dorado y solemne como la corona que llevaba. Su mirada era fría, severa, pero curiosa. Observaba mis vestidos blancos, mi velo, mis hijos, mis ojos enrojecidos por el llanto.

Di tres pasos. Me arrodillé.

—Majestad —dije, tragando el nudo en mi garganta—. No vengo a ti como prisionera ni como traidora. Vengo como madre.

Ella frunció el ceño. Cruzó los brazos.

—¿Madre? —respondió con tono sarcástico—. ¿Ahora recuerdas ser madre, Isabel? Qué conveniente. No hace mucho estabas en lechos musulmanes, llamándote Zoraida y criando hijos del infiel.

Respiré hondo. Sabía que venía eso. Sabía que el juicio no sería solo político, sino religioso, moral… personal.

—Fui arrancada de mi casa, Majestad. Obligada a vivir en un mundo donde cada decisión era por supervivencia. Fui esposa, fui madre. Sobreviví como pude. Pero nunca dejé de orar, nunca dejé de cantar las canciones de mi infancia.

—¡¿Y eso justifica traicionar la fe cristiana?! —gritó de pronto, golpeando con la palma el brazo de su trono—. Te quitaste el crucifijo, Isabel. Te cubriste con velos, rezaste a otro Dios… ¿y ahora vienes a pedirme piedad?

Mis hijos se asustaron. Mi hijo mayor dio un paso hacia mí y me tomó del brazo.

—Mamá…

Lo abracé. No lloré. No podía hacerlo ahí. Miré de nuevo a la reina, esta vez de pie.

—No vengo a pedir perdón por haber vivido. No me rendí a una fe por placer. Fue guerra, fue encierro, fue necesidad. Y sí, llamé a Alá. Y sí, amé a un musulmán. Y no me arrepiento… porque también me amó. Y porque de ese amor nacieron niños inocentes. No traigo armas, Majestad. Traigo dos criaturas que no conocen el odio que devora este continente.

Ella se levantó. Su vestido crujía con cada paso.

—Tú rompiste tus votos. Abandonaste el bautismo. Te convertiste en símbolo de lo que no debe pasarle a una mujer cristiana. ¿Y ahora quieres protección?

—No para mí. Para ellos —le señalé a mis hijos—. Ellos no cometieron ningún pecado. Solo nacieron.

La reina calló. Me miró de arriba abajo. Se acercó tanto que pude oler la mirra de su collar y ver las venas en sus manos.

—¿Y qué esperas de mí, Isabel?

—Que no me llames así. Mi nombre murió el día que fui encerrada. Llamadme como queráis, pero yo me llamo madre. Y de madre a madre, te pido… no me los arrebates.

Ella me miró largo rato. Me di cuenta que por debajo de su dureza, había algo. Un temblor leve en los labios. Una grieta en su voz cuando, al final, dijo:

—Estás manchada. Pero… eres madre. Eso no te lo quito.

Y volvió a su trono. Con un suspiro.

—Que los niños permanezcan contigo. Por ahora. Tendremos que vigilarte… Zoraida.

Me incliné.

—Gracias. No por mí. Por ellos.

Y salí de esa sala con el corazón latiendo como un tambor. Había salvado a mis hijos… otra vez.

"Mi historia, hijos míos"

Nos asignaron unos aposentos altos en la antigua fortaleza, con balcones que daban a los campos lejanos… y más allá, se alcanzaba a ver el perfil de Sevilla, como un sueño cubierto de naranjos. Me quedé allí, de pie, con la brisa suave moviéndome el velo, y por un momento pensé: estoy viva. Estamos vivos.

Los llevé a mi lecho. Mis dos hijos. Uno en cada brazo.

Los abracé contra mi pecho. Sentí sus corazones latiendo como campanas pequeñas, inocentes, ajenas al odio del mundo.

—Mis amores —les susurré—, hoy quiero contarles algo. Toda mi historia. Para que cuando sean grandes, no olviden quiénes son… ni quién fui yo.

Suspiré. La voz me temblaba. No por miedo, sino por memoria.

—Yo nací en esta tierra. Me llamaban Isabel. Fui una niña cristiana, hija de un noble. Jugaba entre viñedos, corría entre las piedras antiguas, rezaba en iglesias. Mi madre me peinaba cada noche y me decía que Dios todo lo ve, incluso los pensamientos más callados.

Los miré. Ellos me escuchaban como si les contara un cuento de bosques lejanos.

—Pero un día, la guerra llegó. Las fronteras ardían. Y a mí… me raptaron. Me llevaron lejos, a Granada. Era joven, apenas una muchacha. Creía que iba a morir.

Tragué saliva.

—Y no morí. Me encerraron. Me vistieron con telas que no conocía, me dieron otro nombre. Zoraida. Me metieron en un mundo de miradas silenciosas, de mujeres que hablaban con los ojos y callaban con los labios. El harén. El oro. El encierro.

Mi hijo mayor alzó los ojos, preocupado.

—¿Estabas sola?

—Sí. Mucho tiempo. Hasta que él llegó. Tu padre. El emir. Muley Hacén. No era como los demás. Me escuchó cuando nadie más lo hacía. Me trató como igual. Y contra todo pronóstico… lo amé.

Suspiré, cerrando los ojos un momento.

—De ese amor nacieron ustedes. Hijos entre dos mundos. Y por ustedes he sangrado, he huido, he mentido y he sobrevivido. Nadie sabrá nunca cuántas veces recé a escondidas para que vivieran un día más. Para que nadie les pusiera veneno en la leche, ni los robara mientras dormían.

Los abracé más fuerte.

—Esta tierra, Sevilla, fue mi infancia. Granada fue mi prisión y mi gloria. Pero ustedes… ustedes son mi destino. Mi luz. Lo único que le daré a este mundo antes de desaparecer.

Mi hijo menor se acurrucó en mi regazo. El mayor me acarició la mejilla.

—No llores, mamá.

—No lloro —le dije, con una sonrisa triste—. Estoy plantando raíces en ustedes. Porque yo… no sé cuánto tiempo más estaré en paz. Pero mientras ustedes vivan, yo también viviré.

Los balcones dejaban entrar el viento cálido de la tarde. Y allí, sentada entre almohadas y bordados, por primera vez en años me sentí en casa.

Con ellos.

Con mi verdad dicha.

Con mi historia contada.

 

Un nuevo llamado”

Después de tanto, después de lágrimas, de pérdidas, de noches sin sueño… aquella mañana me encontraba con mis hijos en nuestros aposentos. Estábamos comiendo juntos. Algo que en Granada era un lujo raro, pero que en Sevilla comenzaba a sentirse como una costumbre nueva. Todavía me costaba saborear la comida. A veces el pan se me hacía piedra en la boca. Pero ese día, entre los aromas cálidos, algo dentro de mí recordó quién fui antes de todo esto.

Un guiso de almendras… una sopa suave con comino… y dátiles. ¡Dátiles! Como los que mi madre me daba cuando me enredaba entre las macetas de la vieja casa solariega. Cerré los ojos un segundo y sentí que era niña otra vez.

Mi hijo menor jugaba con las uvas en su plato. El mayor, siempre más serio, me observaba con sus ojos intensos, como si adivinara lo que pensaba.

Entonces tocaron la puerta.

—Mi señora… —dijo una voz al otro lado—. Han pedido su presencia.

Me quedé inmóvil unos segundos. Miré a mis hijos. Les sonreí con dulzura.

—Ya regreso —dije, acariciando el cabello del pequeño—. No tarden en terminar, ¿sí?

Me levanté despacio. Caminé hacia mi tocador, donde mis damas habían preparado ropas limpias desde temprano. Elegí un vestido de tono pastel, suave, de lino ligero que respiraba con cada movimiento. No tenía fuerzas para armaduras ni terciopelos. Ese día, necesitaba parecer... humana.

Tomé mi velo. Uno blanco, bordado con hilo de oro. Me lo coloqué con lentitud, dejándolo caer apenas detrás de mi nuca. No cubriría mi rostro. No esta vez.

Hoy quería que me vieran. Que vieran a la mujer. A la madre. A la que sobrevivió.

Al salir del cuarto, mis pies resonaban con suavidad sobre los azulejos. El pasillo tenía olor a cera y a rosas. Algunos criados me miraban con curiosidad. Otros bajaban la cabeza, como si no supieran si tratarme como señora, extranjera o prisionera de honor.

“Que digan lo que quieran”, pensé. “Yo sé lo que soy.”

Mientras avanzaba, sentía el peso invisible de las miradas. Sevilla era hermosa, sí, pero también estaba tejida de cuchicheos, intrigas y juicios. Sabía que no era bienvenida del todo. Ni por los cristianos, ni por los moros que aún vivían ocultos bajo nombres nuevos.

Pero no me importaba. No más.

Mi única preocupación era proteger a mis hijos… y mantener viva la historia que habían intentado arrancarme del alma.

Al llegar al salón, me detuve un segundo frente al gran portón de madera. Respiré hondo.

Estaba lista. Otra vez.

 

1
NovelToon
Step Into A Different WORLD!
Download MangaToon APP on App Store and Google Play