En un mundo donde zombis, monstruos y poderes sobrenaturales son el pan de cada día... Martina... o Sasha como se llamaba en su anterior vida es enviada a un mundo Apocaliptico para sobrevivir...
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capítulo 24
Aquel día, cuando el mundo entero comenzaba a sumirse en un sueño profundo, Helena y Roberto, los padres de Mike y Martina, decidieron regresar a casa.
Habían intentado todo lo humanamente posible para encontrar una cura al virus zombi. Lo habían dado todo: su energía, su salud, incluso su esperanza. Pero el tiempo se agotaba, y lo sabían. No quedaban muchas opciones. Solo querían asegurarse de que sus hijos estuvieran a salvo.
Cuando llegaron a la mansión, el aire estaba más denso, más frío. El cielo parecía sostener la respiración, como si la noche supiera lo que se avecinaba. Sus cuerpos ya no respondían como antes; cada paso les costaba más.
Roberto ayudó a Helena a subir los últimos escalones hasta la entrada. Ella se tambaleaba, exhausta. Tras ingresar el código de seguridad, entraron sin hacer ruido.
En el camino, vieron cuerpos en el suelo, personas dormidas… o inconscientes. En medio de la sala, Martina contaba en silencio con los labios, perdida en su propio mundo de números y memorias. No tuvieron tiempo de hablarle.
Segundos después, ella cayó, desplomándose como una marioneta cortada.
—Debemos llegar al laboratorio —dijo Helena con la voz rasposa, apenas un susurro. Aun en su estado, no soltaría la muestra. La cargaba contra el pecho como si fuera un recién nacido.
Avanzaron como pudieron. El acceso secreto tras el librero aún respondía. Descendieron.
Pero no llegaron lejos.
Apenas bajaron las escaleras, sus cuerpos cedieron. El sueño profundo, inevitable e implacable, los arrastró. Cayeron allí mismo, abrazados a sus secretos y a la muestra del virus… que se estrelló contra el suelo.
Cuando despertaron, todo había cambiado.
Roberto fue el primero en abrir los ojos. Algo no estaba bien. Su piel tenía un tono distinto, más flexible… su cuerpo se estiraba y doblaba como si los huesos hubieran sido sustituidos por goma. Ya no sentía dolor. Ya no sentía límite.
Helena despertó segundos después, con los ojos inyectados de rojo y un grito atorado en la garganta. El virus, liberado durante la caída, se había fusionado con su sangre. Pero a diferencia de Roberto, ella no conservó del todo su humanidad.
De sus dedos emergían garras largas y brillantes como agujas. Sus pupilas se contrajeron hasta parecer las de una fiera hambrienta. Su piel se volvió pálida, casi traslúcida. Y lo peor: desarrolló una sed incontrolable por la sangre.
Roberto intentó contenerla. Durante semanas la mantuvo escondida, encerrada, alimentándola por las noches. Salía al exterior, cazaba a los que merodeaban o a los que nunca despertaron. No podía permitir que sus hijos supieran la verdad. No podía ponerlos en peligro.
Bloqueó los accesos al laboratorio. Cortó las comunicaciones. Observaba a Mike y Martina por las cámaras ocultas y se consolaba viéndolos sobrevivir, creciendo fuertes, unidos. Eso le daba fuerza para continuar… al menos por un tiempo.
Pero la cura nunca llegó.
Y entonces entendió que debía hacer lo impensable: terminar con su esposa. Antes de que escapara. Antes de que lastimara a alguien más.
Cuando lo intentó, fracasó.
Helena, más monstruo que mujer, lo atacó con violencia. Roberto cayó, malherido, sangrando y con los huesos dislocados como si fuera una marioneta rota. Apenas logró arrastrarse hasta una terminal secundaria.
Helena había tomado su radio. Ya se comunicaba con alguien más… quizás con aquel que aún quedaba en el ala este.
Roberto solo quería llegar al otro dispositivo, apagarlo, evitar lo inevitable.
Pero fue demasiado tarde.
La puerta se había abierto.
Su hija ya estaba abajo.
Y su esposa estaba a punto de escapar.
Reuniendo sus últimas fuerzas, con la garganta hecha ceniza y la sangre cubriéndole el rostro, Roberto activó la alarma de contención.
Y con un susurro desgarrado, dijo lo único que podía:
—Mátala… ella ya no es tu madre…
Las alarmas comenzaron a sonar.
Y el infierno despertó.
Diego tomó a Martina del brazo con fuerza al ver que una criatura se aproximaba por el pasillo envuelta en sombras deformes.
—¡Corran! ¡Debemos irnos! —gritó sin mirar atrás.
—Si nos vamos… Escapara… —musitó Martina con la voz rota, mirando hacia el fondo.
Pero no había tiempo.
De pronto, Rebeca se detuvo en seco, jadeando, con los ojos clavados en los conductos que rodeaban las paredes del laboratorio. Sus labios se curvaron en una media sonrisa helada.
—Monstruos, zombis o humanos… todos tienen algo en común —dijo mientras los demás se giraban hacia ella—. Necesitan oxígeno.
Todos comprendieron al instante.
Mientras corrían por los pasillos metálicos y fríos, detrás de ellos se escuchaba la voz de Helena, la mujer que una vez fue madre, esposa… y ahora era un eco desgarrador de lo que solía ser. Gritaba el nombre de su hija entre sollozos, con una mezcla aterradora de pena y manipulación:
—Martina… amor mío… vuelve conmigo… ¡no me dejes sola!
La voz retumbaba en las paredes, arrastrándose como un susurro venenoso.
Al llegar a la gran puerta del ala oeste, Diego la cerró de un empujón. Jadeaban todos. Martina temblaba. Con dedos nerviosos, comenzaron a probar códigos. Uno tras otro fallaba.
Hasta que alguien, con la voz apenas audible, dijo:
—Intenta la fecha de cumpleaños de Mike…
Martina, con la mirada fija en el panel, la ingresó. Hubo un pitido… y la luz del acceso se tornó verde.
—Alfa… Omega… —dijo entonces, con una serenidad que estremeció a todos—. Bloqueo de oxígeno en laboratorio oeste. Inundación de dióxido de carbono.
Un pitido agudo confirmó la orden.
El sistema respondió al instante: un humo blanco y espeso comenzó a filtrarse por los conductos del techo. Era gas tóxico. Silencioso. Implacable.
Dentro del laboratorio, Helena ya había llegado a la puerta. Al verla bloqueada, golpeó con fuerza. Rugía. Arañaba. Gritaba el nombre de su hija mientras sus garras dejaban surcos en el metal.
—¡MARTINAAAAA! ¡SOY TU MADRE!
Pero sus gritos fueron debilitándose.
Los golpes se hicieron más lentos, más pesados… hasta que ya no se oyeron más.
Martina, de pie, con la mirada vacía, respiraba como si algo dentro de ella hubiera muerto también.
Pasaron unos segundos eternos.
Entonces alzó las manos al frente. Sus dedos temblaron, pero su decisión era firme.
Con un rugido profundo, el hielo emergió desde el suelo, formando un muro grueso y brillante frente a la puerta del ala oeste. Un muro imposible de romper, incluso para ella… si acaso sobrevivía.
El frío se expandió por el pasillo, cubriendo todo a su paso.
Martina bajó lentamente las manos. Y sin mirar atrás, murmuró apenas:
—Ahora sí… no podrá salir jamás.
El silencio se hizo más pesado que nunca.
Y la pesadilla, por fin, parecía haberse quedado encerrada.