Novela Ligera de Aventura y Artes Marciales
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Temporada 2 Capítulo 6 - El Juicio de la Sangre
Parte 2 - Ecos del Aislamiento
El pabellón de aislamiento estaba apartado, en una zona antigua de la academia. Construido originalmente como una biblioteca oculta, sus muros eran gruesos y sus corredores, silenciosos. Allí fue llevado Han Fei, con solo lo esencial. Libros, una cama, una sala de entrenamiento mínima. Y una puerta que no podía abrir sin permiso.
Los días pasaban lentamente. El fuego interior no se había apagado, pero lo sentía más... contenido. Como si algo o alguien lo estuviera ayudando a controlarlo. Pasaba horas meditando, recordando fragmentos de su infancia, buscando en su mente respuestas que no llegaban.
Una noche, el director lo visitó. Sin escoltas.
—¿Sabes por qué lo permití? —preguntó Gao, sentándose frente a él, con una taza de té humeante.
—¿El aislamiento? —Fei respondió sin sarcasmo—. Porque no había otra forma.
—Sí... y no. Hay quienes quieren verte destruido. Pero también hay quienes creen que puedes ser el equilibrio que esta era necesita. Y yo... aún no sé a cuál perteneces.
Fei lo miró directo a los ojos.
—Entonces denme la oportunidad de demostrarlo.
Gao sonrió levemente.
—Lo harás. Pero antes... debes entender que este poder no te pertenece. Tú le perteneces a él, hasta que logres dominarlo. Si no lo haces...
—Me destruirá —completó Fei.
El director asintió.
—Exacto.
Esa noche, Fei no durmió. Se sentó junto a la piedra que Yueran le había dejado, observando el símbolo ancestral tallado. No sabía qué lo esperaba más allá de esas paredes... pero ahora, al menos, conocía el nombre del fuego que ardía en su interior.
Y estaba decidido a sobrevivirlo.
Como no podía entrenar físicamente, debido a las restricciones impuestas en su cuerpo—una serie de sellos invisibles que lo mantenían al margen de su propia fuerza—Fei se refugió en su mente. No por elección, sino por necesidad.
Se sentaba sobre la piedra fría, a menudo en silencio absoluto, rodeado por los ecos antiguos del pabellón olvidado. Sus pensamientos eran su único campo de batalla. Meditaba durante horas, no solo para apaciguar el fuego, sino para convertirlo en algo más que una amenaza. Para entenderlo. Para entenderse.
Cuando cerraba los ojos, el mundo interior se abría ante él como una arena sin límites. Imaginaba enemigos que nunca había enfrentado y revivía a aquellos que sí. Los creaba con tal precisión que podía oír el roce de sus pasos, sentir el peso de sus ataques, prever la intención detrás de cada golpe. Era un entrenamiento invisible, pero feroz. Uno que desgastaba más que el combate real.
Visualizaba cada movimiento, cada postura, cada contraataque. No como lo haría un guerrero, sino como lo haría un estratega: frío, calculador, despiadado.
Lo que no sabía aún—lo que no podía saber—era que este tipo de entrenamiento, silencioso y mental, estaba forjando en él algo más profundo. No sólo habilidad, sino resistencia. Claridad. Paciencia.
Con el paso de los días, dejó de resistirse al aislamiento. Empezó a escucharlo. A escuchar el ritmo de su propia respiración. Los latidos del fuego dentro de su pecho. El crujir de los viejos cimientos que lo rodeaban.
En uno de esos momentos, al filo del sueño y la vigilia, comprendió algo: el fuego no era solo destrucción. También era memoria. También era deseo.
Y si lograba descifrar lo que ese fuego quería de él... tal vez podría sobrevivir. O incluso más: tal vez podría dominarlo.