Soy Eros Montalbán. A simple vista, un estudiante brillante de medicina. Pero por dentro, soy otra cosa. Algo que no encaja. Algo que no se puede domar.
Desde niño he sentido esa pulsión: el cosquilleo en los dedos, la sed, la oscuridad. Mi madre me enseñó a mantenerla bajo control, a domar la bestia… pero incluso ella sabe que es cuestión de tiempo. Porque la sangre de Lucas Santori corre por mis venas, y su legado me pertenece.
Mientras el mundo celebra mi genialidad, yo observo desde la sombra. No busco amor, ni redención. Busco respuestas. Y si el precio es desatar lo que llevo dentro… entonces que el mundo arda.
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CAPITULO 14
HELENA.
Mi mente vuelve en sí cuando estoy a solo milímetros de besar a Eros.
Pongo mi mano entre nosotros, en su boca, y con un susurro tembloroso, rompo la magia brutal del momento.
—Esto no está bien…
Me repito que no. Que no puedo. Que no debo.
Me levanto torpemente del suelo, limpiándome la cara, barriendo con la manga las lágrimas que siguen corriendo como si mi cuerpo no hubiera entendido que ya estoy a salvo.
No quiero mirarlo… pero lo hago.
Sus ojos negros me devoran. Son tan profundos, tan llenos de algo que no sé si es furia o promesas, que me obligo a mirar hacia otro lado.
No puedo pensar. No aquí. No ahora.
—Gracias por abrir la puerta —musito, apenas audible—. Gracias por venir.
Intento salir. Me apresuro. Necesito aire, distancia, cualquier cosa. Pero no llego muy lejos.
Siento su mano en mi brazo.Firme. Decidida.
En un solo movimiento me jala hacia él y mi pecho choca con su cuerpo.
Su cercanía me quema. Me desconcierta. Me desarma.
—Quiero más que un simple agradecimiento —dice con voz baja, ronca, como un eco salvaje dentro de mi pecho.
Y sin dejarme responder, sin darme un segundo para pensar, me besa.
El beso no es dulce, no es tierno.
Es voraz, posesivo, brutal.
Su lengua invade mi boca sin pedir permiso, como si el miedo que me domina lo alimentara, como si mi vulnerabilidad fuera una puerta abierta que él no piensa dejar pasar.
Y aunque debería empujarlo, aunque mi mente grita que no, el deseo es traicionero. Me encojo, me pierdo un instante en su sabor, en el calor que me recorre como electricidad.
Pero algo en mí reacciona. Algo se rebela.
Le doy una bofetada con fuerza, los dedos marcando el dolor que no puedo explicar con palabras.
—No deberías aprovecharte de un momento como este —le escupo con la voz quebrada—. No está bien, Eros.
Y corro. Corro como una niña asustada.
Huyo de él, pero sobre todo, huyo de mí.
Porque por un segundo…Por un maldito segundo…Quise quedarme entre sus brazos y eso me asusta más que cualquier encierro.
Las paredes del colegio se vuelven un borrón, las voces lejanas no me alcanzan, todo mi cuerpo está en piloto automático, empujado solo por el instinto de escapar.
No de Eros. De mí.
De esto que me arde por dentro.
Empujo la puerta del baño de mujeres con fuerza y me encierro en el primer cubículo que encuentro. Me apoyo contra la pared de azulejos fríos, el pecho subiendo y bajando con violencia, como si acabara de correr kilómetros. Me cuesta respirar.
Ese beso...
¡¿Qué demonios fue eso?!
Me arranco la camisa como si me quemara, esta hecha un desastre, cargada de polvo y el olor añejo de la bodega.
La lanzo al suelo y saco otra de la mochila que siempre llevo conmigo. No quiero oler a humedad, no quiero oler a él.
Voy al lavamanos y abro la llave.
El agua corre y meto las manos debajo sin pensarlo.
Las tallo.
Una vez.
Dos.
Tres.
Cuatro.
Pero siguen sintiéndose sucias.
Contaminadas.
Como si la confusión que dejó en mí pudiera arrancarse a fuerza de jabón.
Me miro al espejo y no me reconozco.
Tengo los ojos rojos, el maquillaje corrido aún, la piel pálida y los labios…Todavía hinchados.
Todavía marcados por lo que no debió pasar.
—¿Qué hiciste, Helena? —susurro mientras me limpio la cara con paño.
Siento una punzada en el pecho. No es solo por el beso. Es por haberme sentido… deseada.
Por un instante, fui más que una chica rota. Fui alguien que podía volver a sentir algo que no fuera miedo.
Me seco las manos. Me paso los dedos por el cabello como si pudiera peinar el caos de mi cabeza.
No sé cómo voy a mirarlo de nuevo.No sé cómo volver a ser yo después de esto.
No puedo más.
Ni un segundo más en este lugar.
Después de cambiarme y medio recomponer mi rostro frente al espejo, el nudo en mi garganta no desaparece. Está ahí, apretando con cada respiro, con cada paso por los pasillos repletos de voces, miradas, risas…
Todo se siente irreal. Sofocante. Asfixiante.
No quiero volver al aula. No quiero ver a Eros y mucho menos cruzarme con esas malditas.
Aprieto los puños en los bolsillos mientras camino con determinación hacia la oficina del decano. Me repito que no puedo perder el control, que no puedo dejarme arrastrar por el odio. Pero cada vez me cuesta más.
Desde que llegué, han hecho de mi vida un infierno sin motivo aparente. Risas mal disimuladas, comentarios venenosos, miradas por encima del hombro.
Lo de hoy fue la gota que rebosó el vaso.
Encerrarme.
¿Quién hace eso? ¿Quién se ríe del miedo ajeno?
He fantaseado con hacerles pagar. Con verlas suplicando, llorando, arrastrándose.
No lo he hecho.
Aún.
Pero ellas no entienden con quién se están metiendo. No entienden lo cerca que están de desatar algo que ni yo sé si puedo contener.
Respiro hondo y golpeo suavemente la puerta. El decano, un hombre mayor, de rostro cansado pero amable, me hace pasar.
—¿Todo bien, Helena?
—No —respondo sin rodeos—. No me siento bien. Necesito ausentarme el resto del día.
Me mira con atención, como si quisiera hacer más preguntas. Pero no lo hace. Tal vez ve algo en mi cara, tal vez ya se dio cuenta de que a veces el silencio es una forma de cuidado.
—Está bien —dice simplemente—. Ve a descansar. Si necesitas más días, házmelo saber.
Asiento con la cabeza y salgo de la oficina sin mirar atrás.
No sé si descansar es lo que necesito.
No sé si siquiera puedo.
Lo único que sé es que hoy casi pierdo el control.
Y lo único que me aterra más que las burlas, el encierro o incluso Eros…
Es que, en el fondo, una parte de mí deseaba perderlo.
...****************...
Al cerrar la puerta de casa, la calma falsa me envuelve como una sábana húmeda.
Es silencio, pero no paz.
Es refugio, pero también recordatorio.
Subo las escaleras sin mucha prisa, arrastrando los pies, como si el cuerpo supiera que allá arriba tampoco hay descanso. Al llegar al segundo piso, mis ojos, por reflejo, se desvían hacia la habitación de mi tío.
Y ahí está.
El desastre.
El caos reina en ese espacio como un grito silencioso que me atraviesa el pecho.
Nada está en su sitio.
Cosas volcadas, papeles por el suelo, libros abiertos como heridas, ropa en el suelo, el aire cargado con un olor a encierro y frustración. Pero lo peor… es el muro.
Ese muro que solía estar lleno de recortes, de un trozo de vida que se le escapó de las manos.
Fotografías de lugares, personas, frases, objetos que alguna vez significaron algo.
Ahora está hecho trizas.
Arrancado, roto, olvidado.
Es como si alguien hubiera desarmado su alma y la hubiera dejado ahí, tirada, a la vista de todos.
Y aún así, nadie lo ve.
Solo yo.
Siento que algo se encoge dentro de mí.
Ansiedad.
Dolor.
Y una culpa extraña, como si tuviera que hacer algo, como si pudiera salvarlo. Pero no puedo.
Dios...cómo me gustaría poder hacerlo.
Quisiera abrazarlo, decirle que no está solo, que no ha perdido del todo, que aún queda algo por lo que luchar, pero no me atrevo a cruzar esa línea. Porque sé cuánto le costó salir de la oscuridad. Porque sé cuánto le costó recuperar aunque sea un poco de él.
Porque sé que esa habitación, ese desorden, no es solo falta de control… es su mente, quebrada.
Es la impotencia de un hombre que ha perdido parte de si mismo, que lucha cada día por no borrarse por completo.
Y yo… yo también vengo de ahí.
De ese infierno.
Aunque era una niña, lo recuerdo todo.
Los gritos.
Los golpes.
El frío.
La sensación de que el mundo no tenía lugar para alguien como yo.
Fui consciente de mi existencia demasiado pronto.
Demasiado fuerte para mi tamaño.
Demasiado despierta para mi edad.
Me obligaron a crecer antes de tiempo.
Y ahora, aunque no lo diga, aunque no lo llore…
Estoy rota en silencio.
Como ese muro.
Cierro la puerta de la habitación y comienzo a recoger el desorden.
Hoy no puedo con su dolor,
ni con el mío, pero al menos trataré de poner de nuevo las cosas en su lugar.