En un mundo donde las jerarquías de alfas, omegas y betas determinan el destino de cada individuo, Hwan, un omega atrapado en un torbellino de enfermedad y sufrimiento, se enfrenta a la dura realidad de su existencia. Tras un diagnóstico devastador, su vida se convierte en una lucha constante por sobrevivir mientras su esposo, Sung-min, y su hija, Soo-min, enfrentan el dolor y la incertidumbre que su condición acarrea.
A medida que los años avanzan, Hwan cae en un profundo coma, dejando a su familia en un limbo de angustia. A pesar de los desafíos, Sung-min no se rinde, buscando incansablemente nuevas esperanzas y tratamientos en el extranjero. Sin embargo, la vida tiene planes oscuros, y la familia deberá enfrentar pérdidas irreparables que pondrán a prueba el amor que se tienen.
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Silencio
Después de aquella deliciosa escena, Lee se permitió un breve momento para disfrutar de su triunfo, antes de volverse hacia sus subordinados. El aire en la habitación estaba cargado de tensión, como si todos contuvieran el aliento. Sin apartar la vista de la ventana, su voz cortó el silencio como una daga.
—¿Cómo está el niño? —preguntó, con una calma engañosa. La tormenta aún rugía afuera, pero dentro de la sala, el silencio era sofocante.
Uno de los subordinados, el más valiente del grupo, dio un paso adelante y respondió con voz temblorosa:
—Está despierto, jefe. Está siendo alimentado.
Lee asintió, su rostro imperturbable. El vaso de cristal que sostenía en su mano hacía un leve crujido bajo la presión de sus dedos, pero él no se dio cuenta. Solo tenía una cosa más en mente.
—¿Ha preguntado por su madre? —preguntó lentamente, con una frialdad que helaba la sangre.
Los subordinados intercambiaron miradas nerviosas. El aire se tornó pesado, y por un instante, nadie se atrevió a contestar. La tensión se acumulaba como una cuerda a punto de romperse.
Finalmente, uno de ellos murmuró, vacilante:
—Jefe… sería mejor si usted… echara un vistazo al niño.
Un silencio absoluto cayó sobre la habitación. Los ojos de Lee se entrecerraron, llenos de furia contenida. El vaso en su mano, que había estado agrietándose bajo la presión, finalmente estalló. En un movimiento repentino, lo lanzó con una fuerza brutal, directo hacia la cabeza del subordinado que había hablado.
El sonido del cristal rompiéndose y los fragmentos esparciéndose por el suelo resonó en la habitación como un trueno, seguido de un silencio sepulcral. Nadie se movió, nadie respiró. Era como si el más leve sonido pudiera desatar una tormenta aún peor.
Lee respiraba con dificultad, sus ojos brillaban de rabia, como dos brasas encendidas. El odio hacia los niños, su desprecio profundo, era bien conocido por todos en la sala, y ahora lo habían desafiado, aunque fuera indirectamente.
Los subordinados se mantuvieron inmóviles, con las manos temblorosas y los rostros pálidos. Sabían que cualquier palabra equivocada podría sellar su destino. El tiempo parecía congelado.
Finalmente, Lee soltó un suspiro largo y cargado de frustración. Cerró los ojos un momento, intentando recuperar la compostura. El ambiente seguía denso, opresivo.
—Retírense. —ordenó, su voz volviendo a ser tan fría como el acero.
Los hombres no necesitaban más indicaciones. Con rápidos movimientos, salieron de la habitación sin hacer el más mínimo ruido, dejando a Lee solo en medio del silencio roto por el suave golpeteo de la lluvia contra el vidrio. La tensión aún colgaba en el aire, pero al menos la tormenta, por ahora, había pasado.
El tiempo comenzó a transcurrir con una normalidad inquietante, como si la tormenta hubiera dejado atrás su caos. Sin embargo, la paz que apenas había alcanzado fue abruptamente interrumpida. La puerta de su oficina se abrió de golpe, y uno de sus subordinados entró con una expresión alarmada, perturbando el breve momento de tranquilidad que había conseguido.
—¡Jefe! —exclamó, respirando con dificultad—. El niño tiene fiebre. Ahora lo están transportando hacia un hospital de confianza.
Lee soltó una carcajada, amarga y sarcástica. La ironía de la situación lo abrumaba. Era casi cómico que, en medio de su venganza, terminara preocupado una vez más. Se sentía atrapado en un ciclo interminable de debilidades.
—Ni para vengarme sirvo, —murmuró—. En cada momento muestro una maldita debilidad. Después, su voz se tornó fría y ordenada—. Llama y pregunta si ya ha llegado al hospital. Infórmame de su estado en cuanto sepas. Y ahora, retírate.
Treinta minutos después, su subordinado regresó, el rostro pálido y tenso.
—Jefe, la situación del niño es crítica. —su voz temblaba al dar la noticia—. Está en shock traumático y lucha entre la vida y la muerte.
Las palabras resonaron en la mente de Lee como un eco sordo. La realidad de lo que había hecho le golpeó con una fuerza renovada. Pensó para sí mismo: No te odio hasta el punto de matar a alguien inocente.
Antes de que pudiera formular una respuesta, el subordinado, con un nudo en la garganta, añadió:
—Jefe, tiene que ir a ver al niño... por favor.
Lee frunció el ceño, incapaz de entender la insistencia de sus hombres en que conociera al niño. Su confusión se mezclaba con un creciente desasosiego, pero finalmente, aceptó, sintiendo que su cuerpo se movía casi en automático.
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