Enfrentando una enfermedad que amenaza con arrebatarle todo, un joven busca encontrar sentido en cada instante que le queda. Entre días llenos de lucha y momentos de frágil esperanza, aprenderá a aceptar lo inevitable mientras deja una huella imborrable en quienes lo aman
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Capitulo 22
La semana posterior al picnic fue un cambio lento y sombrío en la vida de Aliert. Al principio, solo eran señales sutiles: una tos débil, un dolor más agudo en su pecho, un cansancio que parecía más profundo que de costumbre. Al inicio, su familia y él mismo intentaron ignorar esas señales, aferrándose a la esperanza de que solo fuera una recaída temporal, otra piedra en el camino que él superaría como había hecho tantas veces antes.
Pero pronto se hizo evidente que esta vez era diferente. Su salud comenzó a desmoronarse como un castillo de naipes. Cada día traía una nueva dificultad. La tos se volvió persistente, intensa; cada vez que tosía, parecía que su cuerpo entero temblaba bajo el esfuerzo. Le costaba respirar, sus músculos apenas le respondían, y la energía que alguna vez tuvo se iba desvaneciendo. Dormía cada vez más, pero ese sueño no le traía descanso; era un sueño profundo y vacío, como si su cuerpo intentara prepararse para un descanso mayor.
Su familia estaba siempre a su lado. Su madre, agotada pero imperturbable, pasaba largas noches sentada junto a él, sosteniéndole la mano mientras él dormitaba, hablándole en voz baja sobre recuerdos felices de su niñez, como si esas palabras pudieran mantenerlo anclado a este mundo un poco más. Su padre, que había sido siempre el hombre fuerte de la casa, empezaba a mostrar las fisuras en su fachada, con lágrimas que escapaban de sus ojos sin previo aviso. Y Karla, su hermana, permanecía en silencio, con el rostro pálido y los ojos hinchados, como si temiera que cualquier palabra pudiera romper la delicada estabilidad en la que se encontraban.
Daniel, también, estaba ahí cada día. Desde que la salud de Aliert comenzó a empeorar, no se separó de su lado. Pasaba las noches en la misma habitación, durmiendo en una silla incómoda o a veces, simplemente, sentado junto a él, sosteniéndole la mano mientras Aliert dormía. Sus ojos estaban cansados, marcados por la tristeza y la falta de sueño, pero no dejaba que nadie le pidiera irse. Se sentía tan frágil, tan impotente, pero al mismo tiempo no quería dejar que Aliert enfrentara el dolor y el miedo solo. Veía cómo su piel, antaño cálida y llena de vida, ahora estaba pálida y fría, y cómo sus ojos, esos ojos que tantas veces lo miraron con amor, se volvieron opacos y apagados. No podía aceptar lo que se avecinaba, pero sabía que no había nada que pudiera hacer para evitarlo.
Cada noche, Daniel y la familia de Aliert se reunían alrededor de su cama. Hablaban en voz baja, susurrando entre ellos como si temieran despertar algo más que el sueño de Aliert. A veces, él se despertaba y les sonreía débilmente, murmurando palabras que apenas eran audibles, y ellos se inclinaban hacia él, sosteniendo su aliento, como si esas pocas palabras fueran el último tesoro que podían recibir. Otras veces, simplemente dormía, con su respiración dificultosa, llenando la habitación con ese sonido ahogado que rompía el corazón de quienes lo escuchaban.
Una noche, mientras el silencio llenaba el cuarto, Aliert despertó, sus ojos se encontraron con los de Daniel, y en ese instante, Daniel sintió un nudo en la garganta tan fuerte que le costó respirar. Se arrodilló junto a él, sus manos entrelazadas, sus ojos llenos de lágrimas. Aliert le sonrió, una sonrisa débil pero sincera, y susurró:
—Daniel… No llores, por favor.
Daniel no pudo contenerse. Su corazón estaba hecho pedazos. No entendía cómo Aliert podía seguir siendo tan fuerte, cómo podía sonreír, cómo podía seguir dándole esperanza cuando él mismo se estaba desmoronando.
—No quiero perderte, Aliert –susurró, con la voz rota y las lágrimas fluyendo libremente por su rostro–. No puedo imaginar mi vida sin ti.
Aliert extendió su mano, temblorosa y débil, y le acarició la mejilla.
—No me perderás –le respondió, con una paz que parecía provenir de un lugar muy profundo–. Siempre estaré contigo, en tus recuerdos, en tu vida. Tienes que ser fuerte, Daniel. Sé que puedes.
Esa noche, Aliert se durmió en los brazos de Daniel, y Daniel sintió que en ese momento el tiempo se detenía, que no había más que el amor que compartían, un amor tan fuerte que parecía que podía vencer cualquier cosa, incluso a la muerte. Pero en el fondo, él sabía que ese momento era efímero, que el amanecer traería una nueva realidad.
Los días pasaban y la salud de Aliert se deterioraba cada vez más. El doctor les había dicho que solo era cuestión de tiempo, y aunque esa verdad flotaba en el aire, ninguno estaba preparado para afrontarla. Era como si todos intentaran aferrarse a los últimos pedazos de esperanza, a los últimos instantes de vida que le quedaban.
Una tarde, mientras el sol se ponía y llenaba la habitación de una cálida luz dorada, Aliert pidió a su familia que se acercara. Con esfuerzo, tomó la mano de su madre, que lloraba en silencio, y le sonrió con ternura.
—Gracias por todo –le dijo, en un susurro casi inaudible–. Gracias por ser mi madre, por amarme tanto… No podría haber pedido una familia mejor.
Su madre rompió en llanto, y su padre la abrazó, con lágrimas rodando por su propio rostro. Karla, que estaba al lado de Daniel, también lloraba, sus manos temblando al sostener la mano de su hermano.
Y en medio de esa tristeza, Aliert volvió su mirada a Daniel, quien estaba destrozado por dentro, pero intentaba mantenerse fuerte, como él le había pedido. Aliert sabía que esa despedida era tan dolorosa para él como lo era para su familia, pero en ese momento, no quedaban más palabras. Solo un último suspiro, una última sonrisa.
Esa noche, antes de dormir, Aliert pidió a Daniel que se quedara a su lado una vez más, y Daniel lo hizo, sosteniéndolo en sus brazos mientras él descansaba. Era una paz triste, un adiós sin palabras, un momento de amor y despedida que ambos atesoraban en sus corazones, sabiendo que esa noche sería la última en la que podrían estar así.
Cuando Aliert cerró los ojos y se dejó llevar por el sueño, Daniel sintió que su corazón se rompía en mil pedazos, pero, en su mente, también sabía que ese era el último regalo que Aliert le había dado: la oportunidad de despedirse, de estar con él hasta el final, de atesorar ese último instante de amor compartido.
Y en esa quietud, con el suave murmullo de la noche y el latido de sus propios corazones, Daniel y Aliert se despidieron, en silencio, en paz, sabiendo que, aunque la muerte pudiera llevarse su cuerpo, su amor perduraría más allá de cualquier límite.
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Fue en la madrugada, cuando la casa entera fue sacudida por el sonido de la respiración jadeante de Aliert. Un sonido agónico, como si cada respiración le arrancara un poco más de vida. Karla fue la primera en llegar a su habitación, su rostro pálido y sus ojos llenos de terror. Los padres de Aliert llegaron corriendo, y entre el caos de llamadas desesperadas y palabras de aliento, lo llevaron al hospital, la última carrera de sus vidas para intentar salvarlo.
Daniel, que había recibido la llamada en medio de la noche, llegó al hospital con los ojos enrojecidos y el corazón latiendo con fuerza. Apenas podía pensar, apenas podía caminar sin sentir que sus piernas se tambaleaban bajo el peso de la angustia. Al llegar a la sala de espera, vio a Karla abrazada a su madre, ambas con los ojos perdidos en la distancia. Su padre estaba junto a ellas, apretando los puños y mirando al suelo, en silencio, como si su espíritu se estuviera quebrando en ese preciso momento.
Pasaron varias horas que parecieron eternas hasta que el doctor apareció, su rostro grave y sus palabras como cuchillos.
—Lo lamento mucho —dijo, con una voz cargada de pesar—. Aliert ha entrado en estado de coma. Su cuerpo está demasiado débil… Nos tememos que no responda a ningún tratamiento en este estado.
Un silencio pesado llenó la habitación. Las palabras del doctor colgaban en el aire, cada una dejando cicatrices invisibles en cada uno de ellos. Karla soltó un sollozo ahogado, tapándose la boca con las manos, mientras su madre se dejaba caer en la silla, sus lágrimas cayendo sin parar. Su padre, tembloroso, asintió en silencio, pero sus ojos brillaban con una mezcla de furia y tristeza.
Daniel apenas podía respirar. Sintió que el suelo bajo sus pies desaparecía, como si estuviera en un abismo sin fin.
—¿Qué… qué significa eso? —logró preguntar, aunque sabía la respuesta.
El doctor lo miró con compasión.
—Significa que su cuerpo está luchando, pero está demasiado débil para reaccionar. Su estado es crítico… y aunque no podemos perder la esperanza, las posibilidades de que despierte son… muy bajas.
Daniel sintió que su pecho se desgarraba. Las palabras del doctor se repetían en su mente como un eco sin fin. "Muy bajas… muy bajas…" Era un golpe brutal, un dolor que no podía soportar, pero que tampoco podía ignorar.
Se acercó a la cama de Aliert, que estaba conectado a múltiples máquinas. Su piel estaba pálida, casi translúcida, y sus ojos cerrados parecían los de alguien que ya no estaba allí. Daniel se arrodilló junto a él, sus manos temblando mientras tomaba las de Aliert entre las suyas. Las palabras no salían; solo podía mirarlo, solo podía sentir cómo se rompía en mil pedazos.
—Aliert… —susurró, su voz apenas un suspiro—. Estoy aquí… por favor, despierta… No puedes dejarme así. No puedes… no…
A su lado, la madre de Aliert rompió en llanto, sus manos cubriendo su rostro. Karla se aferró al brazo de su padre, mientras él intentaba, sin éxito, mantener la compostura.
El padre de Aliert, con la voz quebrada, miró al doctor y le preguntó en un tono apenas audible:
—¿Cuánto… cuánto tiempo…?
El doctor bajó la mirada, con un nudo en la garganta.
—Es imposible de decir… Podría ser cuestión de días, o quizás unas semanas. Dependerá de su cuerpo, pero… en este estado, el tiempo es… muy incierto.
La madre de Aliert soltó un gemido desgarrador, incapaz de aceptar la realidad que el doctor les estaba presentando. Se acercó a la cama y acarició el rostro de su hijo, su hijo amado que tanto había luchado y que ahora estaba atrapado en ese sueño profundo e incierto.
—Aliert, hijo… por favor… por favor, no nos dejes —susurraba entre sollozos—. Te amo tanto… No sé cómo vivir sin ti. Eres mi vida, mi razón… No puedes irte así…
Karla se acercó y puso su mano sobre la de su madre, intentando brindarle consuelo aunque su propio corazón estaba destrozado. Miró a su hermano y las lágrimas cayeron sin cesar.
—Hermano… siempre dijiste que eras fuerte, ¿recuerdas? Siempre… siempre fuiste tan fuerte. No te rindas ahora, por favor. Necesitamos que vuelvas con nosotros.
Daniel, que seguía arrodillado, sintió que algo en su interior se rompía cada vez más. Las palabras no bastaban. El miedo a perderlo era un peso insoportable, un dolor que no podía describirse. Miró a Aliert, tan frágil, tan inmóvil, y sintió una rabia sorda mezclada con la tristeza.
—¡No puedes hacerme esto, Aliert! —dijo, su voz quebrándose, incapaz de contenerse—. Dijiste que estaríamos juntos, que seguiríamos adelante… ¿Cómo se supone que viva sin ti? No puedo, Aliert, no quiero… Te necesito, por favor, despierta…
El doctor les dio espacio, dejándolos en esa sala fría, donde el tiempo parecía haberse detenido. No había palabras de consuelo suficientes para aliviar el dolor que sentían; solo el silencio opresivo y la incertidumbre sobre el futuro.
Mientras caía la noche, cada uno de ellos se quedó cerca de Aliert, temiendo que cualquier segundo pudiera ser el último. Daniel, en silencio, tomó la mano de su amado una vez más, aferrándose a él como si, de alguna forma, pudiera transmitirle su fuerza, su amor, su esperanza.
—Aliert… si puedes oírme, por favor… por favor, regresa a nosotros —susurró, su voz rota pero llena de amor—. Aquí te esperamos.