El Silencio De Los Eternos

Los cielos rugían bajo las alas del gran dragón mientras surcaban nubes como si fueran espuma. Varion, con su típica sonrisa confiada, gritó hacia atrás:

—¿Qué tal van, niños?

—¡Todo bien por aquí! —respondió Vorn, aferrado a la silla de montar—. ¿Y tú, Samael?

Samael, con los ojos brillando y los brazos extendidos al viento, gritaba como un niño en una feria:

—¡Es el mejor día de mi vida! ¡Siempre quise volar en un dragón!

Varion soltó una carcajada sincera.

—Si sobrevivimos a todo esto, te ayudaré a conseguir uno para ti… ¡y más grande, paladín!

A lo lejos, apareció una majestuosa ciudad suspendida entre montañas flotantes y puentes de luz. Gigantescas águilas, gráciles pegasos y poderosos hipogrifos cruzaban el aire. Por el mar, barcos encantados surcaban las olas entre saltos de sirenas. De pronto, un tentáculo enorme, tan alto como una torre, emergió del agua.

—¿Eso es un...? —preguntó Vorn, inquieto.

—Sí —respondió Varion—. Uno de los tantos krakens que protegen este hogar ancestral. Bienvenidos a Iltharëlin, antigua ciudadela de los grandes elfos. Según las leyendas, dos hermanos élficos —uno de luz y otro de oscuridad— forjaron este lugar como baluarte contra el Abismo.

—¡Tómense fuerte, ya aterrizamos!

El dragón descendió entre torres cristalinas y jardines flotantes. Al pisar tierra, los jóvenes se quedaron sin aliento: un crisol de razas caminaba por las calles. Elfos de sangre, elfos oscuros, ogros, enanos, hombres y mujeres lobo… incluso en rincones sombríos, se distinguían vampiros envueltos en capas elegantes.

—¡Mira eso, Vorn! ¡Un nefilim! —dijo Samael, con ojos desorbitados—. ¡Jamás pensé ver uno tan cerca!

—Y yo jamás quise ver vampiros sin mi estaca —murmuró Vorn, en voz baja.

Mientras caminaban por los pasillos encantados de la gran escuela, Varion les dio instrucciones:

—No se preocupen por los vampiros, la magia de este lugar los alimenta sin necesidad de sangre. Ahora, esto es importante: sus niveles de luz y oscuridad destacan demasiado. Tomen estas pociones, comprimirá su energía hasta que salgan de aquí. Pero sus poderes seguirán creciendo. Y por favor… no maten a nadie.

—Lo intentaremos —dijo Vorn, poco convencido.

—¿Dónde nos inscribimos? —preguntó Samael.

—Ya están anotados. Vayan a la habitación 344, en las mazmorras. Tendrán dos compañeros de cuarto. Luego recibirán una nota con sus clases.

Al subir las escaleras, un arrogante elfo de sangre los empujó:

—¡Permiso, mortales impuros!

—Será mejor que pidas perdón o ya verás —dijo Vorn, furioso.

—¿Y si no lo hago? —respondió el elfo, burlón.

Samael no lo pensó. De un solo golpe certero, tumbó al elfo, que cayó sangrando de la nariz.

—Muy bien, humanos atrevidos… —gruñó el elfo, levantándose.

Antes de que pudiera contraatacar, un maestro lo sujetó del brazo.

—Alosk, con los tuyos. Ahora.

El elfo se retiró humillado. El maestro los miró, severo.

—No es la mejor manera de comenzar. No cualquiera golpea a un príncipe elfo… Me llamo Moriel, seré su maestro estos dos años. Y antes de que los expulse, lárguense.

—Sí, señor… —respondió Vorn, y al alejarse susurró—. Qué suerte que Samael no tenía el martillo…

Ambos rieron mientras se dirigían a las mazmorras.

—¡Qué golpe le diste! ¿Valió la pena? —preguntó Vorn.

—Obvio. Lástima que no le di más fuerte al orejón —respondió Samael.

Al abrir la puerta de la habitación 344, encontraron a un enorme joven de dos metros sentado en la cama. Su sola presencia imponía respeto.

—¡Es un nefilim! ¡Un nefilim, Vorn! ¡Esto es lo mejor que me ha pasado! —gritó Samael, emocionado.

El joven levantó la vista, algo tímido.

—Mi nombre es Naor —dijo en voz baja.

—¿Sientes eso? —preguntó Vorn, en alerta.

—Sí… —dijo Samael, serio.

Un instante después, Vorn se giró y estampó contra el suelo a un diminuto enano con anteojos.

Naor, aún sentado, comentó:

—Ese es Thurfim. Nadie lo quiere mucho. Es un ladrón y siempre se mete en problemas…

—¡Ouch! ¡El piso está frío! —se quejó el enano—. ¿Puedes soltarme? Prefiero el término vendedor de calidad, no ladrón.

Vorn miró a Samael esperando una orden.

—Suéltalo. Parece que nos tocó el club de los perdedores…

Los cuatro se miraron en silencio. Y entonces… rieron. La risa resonó en el aire, un eco de promesas compartidas y esperanzas renovadas. Sabían que, a partir de ese momento, sus destinos estaban entrelazados, forjando una alianza inquebrantable.