Seraph, Un Amor Imposible.

El amanecer se extendía sobre la ciudad con una luz pálida, casi temerosa.

Cameron se abrochó el abrigo frente al espejo, observando su reflejo con la mirada cansada.

Su piel morena clara brillaba suavemente bajo el tenue resplandor del sol, y en sus ojos oscuros se reflejaba una mezcla de serenidad y nostalgia.

Tenía todos sin sentir que alguien la observaba desde un lugar invisible, como si una presencia cálida y antigua la siguiera en silencio.

—¿Lista? —preguntó Jhon desde la puerta, con una sonrisa amable.

—Sí —respondió ella, tomando su bolso—. Vamos.

Jhon caminaba junto a ella con naturalidad.

Había sido su confidente, su apoyo silencioso durante los últimos meses. Ambos se habían encontrado y refugiado, sanando su dolor.

Jhon era un hombre maravilloso, bueno y soñador y aunque alguna vez Cameron creyó que entre ellos podría florecer algo más, últimamente sentía una calma distinta cuando estaba a su lado, como si un lazo invisible se hubiera fracturado…

A veces se descubría preguntándose por qué su corazón, que alguna vez se aceleraba al pensar en él, ahora permanecía quieto.

Como si algo en el universo hubiera cambiado el rumbo de sus emociones.

Como si el destino, caprichoso, hubiese girado el reloj en sentido contrario.

—Tengo hambre —dijo Jhon con una risa suave—. ¿Qué te parece si desayunamos algo antes de ir a la galería?

—Está bien —aceptó Cameron, y una imagen fugaz cruzó su mente: una cafetería pequeña, de luz cálida y aroma a café recién molido.

Caminaron unas calles hasta llegar al Café Lumina, un rincón acogedor en medio del bullicio.

El sonido de la campanilla al abrir la puerta marcó el inicio de algo que ninguno de los dos podía comprender.

Detrás del mostrador, Seraph levantó la vista.

Era un hombre joven, de rostro sereno y mirada profunda.

Su cabello rubio, ligeramente desordenado, brillaba bajo la luz que entraba por los ventanales, y sus ojos verde oscuro tenían la calma de un bosque después de la lluvia.

A simple vista, parecía un atractivo barista más; pero quien lo observaba con atención podía notar algo distinto en él, una sutileza en sus movimientos, una pureza imposible de ocultar.

Había en su presencia una paz que no pertenecía del todo a la Tierra.

Cuando sus ojos encontraron los de Cameron, el tiempo se detuvo.

Un hilo invisible pareció tensarse entre ellos.

Él la reconoció de inmediato, aunque su forma humana había alterado su esencia celestial.

Ella, en cambio, solo sintió un estremecimiento en el pecho, un eco que resonó en lo más profundo de su alma.

—Buenos días —dijo Seraph, su voz suave como el roce del viento.

—Dos cafés, por favor —pidió Jhon, mirando el menú—. El de ella con leche y un toque de canela. Siempre le gusta así.

El nombre de la especia fue como una campanada en el corazón del ángel caído.

Canela.

El aroma que siempre la envolvía cuando rezaba, cuando lloraba, cuando él le susurraba en secreto desde lo invisible.

Seraph preparó los cafés con manos temblorosas.

Cada movimiento era una plegaria, un intento de no derrumbarse ante el reencuentro.

Cuando los sirvió, su mirada se cruzó de nuevo con la de Cameron.

Sus dedos rozaron los de ella al entregar la taza.

Un instante breve… pero suficiente para que una corriente cálida atravesara a ambos.

Cameron contuvo el aliento, confundida.

Era como si el contacto le despertara recuerdos que no podía nombrar, como si ese desconocido tocara un pedazo de su alma que había estado dormido.

Jhon no notó nada.

—Excelente café —dijo con entusiasmo, rompiendo el silencio.

—Sí… está muy bueno —respondió Cameron, intentando ocultar el temblor de su voz.

Durante el resto del día, esa sensación no la abandonó.

Ni el sabor del café, ni la mirada de aquel joven de ojos verdes que parecía verla más allá de la superficie.

Los días siguientes, Cameron volvió a la cafetería.

A veces iba sola, otras, acompañada por Jhon.

Y aunque la compañía de él siempre era grata, su corazón no respondía como antes.

Aquello que alguna vez sintió por Jhon se había transformado en algo sereno, fraternal, inexplicable.

En cambio, cada vez que sus ojos se encontraban con los de Seraph, su pulso se aceleraba.

No entendía por qué, pero estar cerca de él la llenaba de una paz que rozaba lo divino.

Seraph, por su parte, sufría en silencio.

El destino lo había castigado haciéndolo humano, pero el cielo, en su crueldad infinita, le había permitido verla de nuevo.

Ahora, sin alas ni luz, debía aprender a vivir entre los hombres…

y a amar sin tocar, sin confesar, sin romper otra vez las leyes del cielo.

Aquella noche, cuando el café cerró, Seraph se quedó solo frente al ventanal.

El reflejo de la calle mojada le devolvió la imagen de un hombre cansado, pero vivo.

Por primera vez, comprendió lo que significaba sentir.

“Quizás el amor no necesita un cielo para existir,”

pensó mientras una lágrima caía sobre el mostrador,

“solo un corazón dispuesto a recordarlo.”